dijous, 2 de gener del 2014

La captura de Tesalónica en 904


Prólogo 

La conquista de la ciudad de Tesalónica en julio de 904 por parte de una armada árabe sería uno más entre tantos episodios similares a lo largo de la historia del Imperio Romano de no haberse conservado para la posteridad el testimonio escrito de uno de los supervivientes. La obra de Juan Cameniates es una excepción dentro de la literatura bizantina: escrita por un particular, alejada de cualquier círculo palaciego y por tanto no preocupada por satisfacer ningún tipo de patronazgo, tiene como único objetivo plasmar en el papel la tragedia colectiva que se abatió sobre los ciudadanos de Tesalónica tras el brutal asalto. Pero es a la vez también el reflejo de una dolorosa vivencia personal, pues la narración de los hechos externos está vinculada al sufrimiento que experimentó el propio autor, que se vio separado de parte de su familia y perdió a su padre y a uno de sus hijos mientras penaba en el cautiverio. La suma de ambas perspectivas confiere a este documento un valor humano e histórico muy estimable, y nos lleva a conocer muy de primera mano las singularidades de una gran ciudad de provincias en los comienzos del siglo X. 
Juan Cameniates es un personaje conocido sólo por su obra sobre la captura de Constantinopla y en ella aporta pocos datos biográficos. Se sabe que era un clérigo, un anagnostes (lector), al servicio de la iglesia de San Demetrio en la que desempeñaba la función de chambelán de la casa del obispo, sabemos también que estaba casado y tenía tres hijos pequeños. Su padre y hermanos también detentaban puestos entre el personal de San Demetrio. En definitiva era Cameniates un hombre bien establecido, con cultura y unos medios de vida apropiados para llevar una vida plácida en una tranquila, aunque importante, ciudad de provincias. Tras la toma de la ciudad y su captura es transportado a Siria donde conoce fortuitamente a un tal Gregorio el Capadocio, personaje del cual no se conoce el rango pero que, a juzgar por el tratamiento que le dispensa Cameniates, debía ser hombre de calidad y perteneciente también al estamento eclesiástico. El encuentro con este personaje tuvo lugar poco después de la llegada de Cameniates como prisionero a Trípoli de Siria, a mediados de septiembre de 904. Gregorio formaba parte de un grupo de cautivos de paso por Trípoli y en ruta a Antioquía. Tras un primer contacto con Cameniates se vio conmovido por la tragedia personal de su interlocutor y un  par de semanas después, quizá a mediados de octubre Cameniates recibió una carta suya en la que le pedía información sobre Tesalónica, los hechos que allí habían sucedido, así como su propia historia personal. La contestación de éste es el documento sobre el que se centra esta historia.
Poco después de la recepción de esa carta Cameniates y su gente fueron enviados a Tarso para esperar el resultado del canje de prisioneros. Dicho intercambio tuvo lugar en septiembre de 905, por lo que el período de mediados de octubre de 904- finales de septiembre de 905 es el marco temporal para la composición de esta obra, que es tanto la narración de un suceso histórico como la confesión de una desgarradora tragedia personal.

Tesalónica en 904

Juan Cameniates, atendiendo a los ruegos de Gregorio de Capadocia, que deseaba conocer más sobre la ciudad de su colega en la desgracia, realiza una evocadora y entusiasta descripción de su ciudad a través de la cual podemos conocer de primera mano detalles de interés sobre Tesalónica y su área de influencia a comienzos del siglo X.
La ciudad se honra por el culto de los santos Pablo y Demetrio, que allí moraron y extendieron su mensaje. Particularmente importante es el culto a éste último, cuyas reliquias exudaban aceite fragante (Myrobletes) y que durante toda la historia de la ciudad había prestado su protección salvándola del asedio de los bárbaros, particularmente de los eslavos.
Tesalónica es una urbe de grandes proporciones, con un recinto amurallado y fortificaciones para una población estimada, en los tiempos de su captura, en unos 100.000 habitantes. Hacia el sur su proximidad al mar y un puerto de aguas profundas permitía el acceso a un nutrido comercio marítimo con el resto del Imperio. A ello ayudaba la conformación del lugar, con un promontorio llamado “El muelle” (el cabo Embolon) que formaba un ángulo y daba lugar a una bahía natural como abrigo de las embarcaciones que en Tesalónica recalaban.
Por el norte el terreno se encrespaba y una serie de cadenas montañosas provocaban que parte de la ciudad estuviese edificada sobre colinas. Las condiciones eran mucho más favorables hacia el este y el oeste, donde una serie de fértiles e irrigadas llanuras favorecían una rica actividad agraria y forestal en la que los viñedos eran un elemento esencial. Al este los lagos Koronea y Volvi aportaban abundantes pesquerías y en sus orillas pacía el ganado y la caza. Al oeste de la ciudad estaba la zona más bella, con viñedos y jardines en un paisaje poblado de residencias y pequeños monasterios. A partir de ahí la llanura se extendía  dedicada a  uso agrícola hasta las proximidades de la ciudad de Beroia. Era en esta zona donde radicaban numerosos poblados donde vivían comunidades eslavas, entre las que destacaban los Drugubitas y los Sagudatos, que pagaban tributo a Tesalónica aunque otras en cambio dependían de los búlgaros, ya que la frontera no estaba muy lejos de allí. Esta situación no impedía unas relaciones comerciales muy activas, generalmente en términos amistosos, y Cameniates resalta que la política de buena vecindad por ambas partes era una costumbre establecida desde mucho tiempo atrás, rota sólo por las periódicas hostilidades entre Bizancio y Bulgaria como las que habían tenido lugar en los años inmediatamente anteriores a este momento.
Por lo que respecta a la ciudad misma la parte de las murallas que daba a tierra estaba bien fortificada con un conjunto de parapetos reforzados con torres, sin embargo, como se pondrá trágicamente de manifiesto durante el relato, las murallas que daban al mar estaban en muy mal estado ya que la opinión generalizada era que la ciudad no podía sufrir ninguna amenaza por esa parte. De hecho había sufrido ya repetidos asaltos a manos de avaros y eslavos durante los últimos trescientos años, asaltos que habían sido exitosamente repelidos y que habían llevado a arraigar en la población la seguridad de la protección que San Demetrio otorgaba a su ciudad.
Tesalónica basaba su prosperidad en el activo comercio con las comarcas circundantes y especialmente con Bulgaria. Contribuía a ello el paso de la Via Egnatia a través de la urbe lo que atraía una incesante afluencia de mercaderes que allí se detenían y realizaban sus negocios y transacciones. Otras rutas importantes que tenían a la ciudad como centro eran la de Vardar-Moravia-Belgrado y la de Anfípolis-Sofía-Danubio como conexiones con la región balcánica y el reino búgaro. 
Debido a la condición de mercado de intercambio internacional Tesalónica había sido provista por el gobierno central de oficinas y almacenes de aduanas gestionadas por los kommerkiarioi, oficiales que regulaban la vida económica de la ciudad. Una de sus principales tareas era recaudar el kommerkion, tasa de aduana del 10% sobre importaciones y exportaciones. En esta época se añadían además abydikoi y vardarioi, los primeros oficiales de la aduana portuaria y los segundos encargados del tráfico por las vías fluviales.
Nos dice Cameniates que el oro, plata y piedras preciosas abundaban en la ciudad, y que había tanta producción de vestiduras de seda como de lana. Además eran productos comunes el bronce, hierro, estaño, plomo y el cristal, materias todas que daban trabajo a un ingente número de artesanos. El mercado de Tesalónica tenía su gran cita anual con la feria del 26 de octubre, la festividad de San Demetrio, que atraía a muchedumbres de comerciantes y mercaderes de todo el Imperio. El cliente natural era Bulgaria y el sistema utilizado el trueque. Los búlgaros aportaban materias primas: pieles, miel, lino y esclavos, a cambio de las manufacturas y productos de lujo que Bizancio producía en abundancia.
Tanta prosperidad material no estaba reñida con los intereses espirituales. Florecían las escuelas y grandes iglesias adornaban la ciudad. Entre ellas destacaban la de Hagia Sofia, la Theotokos y por supuesto la de San Demetrio. Todas ellas albergaban suntuosas procesiones los días de fiesta y congregaban a multitudes de fieles en los oficios asistidos por una muchedumbre de lectores, diáconos y músicos que con sus himnos y salmos aportaban una brillantez sin par a las celebraciones religiosas. 

Las primeras señales de peligro

Este idílico panorama, en opinión de Cameniates, derivó en la horrible suerte que padeció la ciudad por causa del alejamiento de la población del temor de Dios. El apego a los bienes terrenales y la suma de todos los vicios alejaron el favor divino y favorecieron la llegada del terrible bárbaro.
En un análisis más objetivo de la situación se puede observar que, desde finales del siglo IX, las flotas árabes de Creta y Siria habían comenzado a atacar metódicamente las costas del Mar Egeo y sus regiones litorales y se acercaban paulatinamente a Tesalónica, que podía considerarse con justicia como un objetivo muy atrayente. Ya en 893 la isla de Samos, sede del Thema del mismo nombre, había sido atacada y su strategos, Constantino Paspalas, hecho prisionero. El imperio tuvo un pequeño respiro en 900 cuando la flota de Tarso, que contaba entre sus naves con 50 enormes galeras que eran la admiración de los contemporáneos, fue mandada quemar por el califa Mutadid en represalia por el espíritu excesivamente independiente de su gobernador. Pero otros pronto estuvieron dispuestos a ocupar su lugar en el asedio a las ricas presas romanas. En 902 la vecina ciudad de Demetrias había sido saqueada por el renegado Damián. Al año siguiente le tocó el turno a Lemnos. Una creciente masa de refugiados fue acudiendo a la ciudad, lo que en opinión del autor, provocó un descenso de la moralidad pública, desorden en las costumbres y alteración social. El terremoto que había sacudido en 900 a Beroia y los subsiguientes ataques árabes fueron interpretados por Cameniates como un aviso divino, que fue desoído por la ceguera de los tesalonicenses condenados ya a padecer una dura retribución por sus pecados.
En medio de este clima de incertidumbre, en el verano de 904, llegó a la ciudad el protospatharios Petronas, un enviado del Emperador León VI con noticias urgentes sobre la llegada inminente de una flota árabe. El mensajeró urgió a las autoridades para que realizasen todos los preparativos de defensa posibles y poner a la ciudad en pie de guerra lo antes posible. Comunicó que por informaciones provenientes de fugitivos se conocían los planes de los árabes y que ahora el objetivo principal era el ataque a Tesalónica, ya que los piratas habían llegado a saber que el estado de las murallas costeras era muy deficiente y que sería una presa fácil para un asalto por mar.
Se trataba de la flota comandada por el temible pirata Léon de Trípoli, un renegado bizantino proveniente de Atalia, posiblemente de origen mardaíta,  y que había sido capturado muy joven por el almirante Zurafa. Creció educándose en la táctica naval y llegó a alcanzar el mando de la flota siria en 903. Aprovechando el presente estado de guerra entre Bizancio y Bulgaria había planeado atacar por mar Constantinopla, para lo que puso rumbo al Helesponto conduciendo una flota de 54 galeras en los últimos días de junio de 904. La flota imperial al mando del drungarios ton ploïmon  Eustacio Argiro se encontró con ella allí, pero retrocedió y regresó a la capital sin llegar a las manos. Los árabes entraron entonces en el Helesponto y capturaron la ciudad de Abidos. Siguieron luego hacia la Propóntide y se apoderaron del puerto de Parion, a la entrada del Mar de Mármara, pero entonces León repentinamente ordenó que la flota diese la vuelta y se dirigió hacia Tesalónica tras una breve parada en Tasos.
En opinión de algunos autores León estaba en contacto con los integrantes de una conspiración contra el basileus que contaba entre sus miembros con representantes de las familias aristocráticas más influyentes del momento. Eran éstos nada menos que Andrónico Ducas y el propio Eustacio Argiro y contaban con el asesoramiento del patriarca Nicolás Mystikos. Cuando León VI retiró el mando de la flota a Argiro para concedérselo a Himerio, un pariente de Zoe Carbonopsina, eliminó el ploïmon como un factor decisivo en la conjura e hizo desistir al socio árabe que procedió a retirarse.
La flota bizantina al mando de su nuevo comandante se lanzó en busca de la armada pirata intentando reunir información sobre su paradero. En Abidos se les informó de que los árabes regresaban a Siria. De cualquier forma Himerio siguió adelante hasta alcanzar Strobylos en el Thema de los Kybirreotas, al norte de la isla de Cos, donde descubrió que los informes no eran exactos por lo que cambió el rumbo y repasó la ruta que le había llevado a Imbros, Samotracia y Thasos. En esta isla estableció contacto con la flota pirata pero, ante su inferioridad numérica, mantuvo sus barcos a distancia y finalmente se retiró. Es casi seguro que Himerio debió emprender la búsqueda sólo con una fracción de la flota imperial, dejando la mayor parte de los navíos en la capital para protegerla de otro intento semejante. Ante la falta de oposición por parte de los imperiales León pudo llevar tranquilamente sus barcos frente a la península de Calcídica y entrar en el golfo de Salónica en ruta hacia su objetivo final.

Los preparativos de defensa

La llegada de estas noticias provocó el pánico en Tesalónica. Tras los primeros momentos de confusión comenzaron los preparativos de defensa aunque la falta de experiencia militar de los ciudadanos era causa de la mayor de las preocupaciones. Más grave todavía, como nos cuenta Cameniates: “Pero lo peor de todo era el mal estado de la muralla lo que hacía que nuestros corazones se hundiesen en la desesperación.”
Así pues las autoridades decidieron que la prioridad era el refuerzo del muro,  sin embargo Petronas propuso una estrategia alternativa, debido a la carencia de tiempo disponible. Su consejo fue echar mano de las numerosas lápidas de los cementerios paganos en las zonas este y oeste de la ciudad y disponerlas como una barrera submarina aprovechando la marea baja para crear un obstáculo infranqueable para las galeras enemigas de modo que no pudieran acercarse a los puntos más débiles. Así se acordó y los trabajos comenzaron de inmediato progresando a buen ritmo hasta cubrir la mitad de la zona amenazada.
En ese momento llegó a la ciudad un nuevo enviado imperial con la misión de reemplazar a Petronas y hacerse cargo de la defensa de la región. Se trataba del strategos León Chitzilakes. De inmediato ordenó la detención de las obras submarinas y la vuelta al propósito inicial de reforzamiento de la muralla. Desgraciadamente la extensión de los muros y la escasez de tiempo impidieron que las obras pudieran llevarse a término adecuadamente. La población era plenamente consciente de ello ante las noticias cada vez más alarmantes sobre la próxima llegada de la flota pirata. No quedaba ante ellos ninguna resistencia organizada que les pudiera retrasar debido a que las islas cercanas habían sido ya saqueadas y sus habitantes huido o capturados. Los rumores hablaban de que la armada estaba compuesta por cincuenta y cuatro barcos, todos ellos de gran porte, tripulados por una masa de fanáticos salvajes sirios y africanos.
Esta noticia fue confirmada por otro recién llegado, el strategos Nicetas enviado para colaborar en la defensa de la ciudad. Al acudir de inmediato a conferenciar con su colega, que estaba supervisando las obras en la orilla, se produjo un incidente que empeoró todavía más el estado de las cosas. Cuando ambos se disponían a abrazarse, por ser viejos conocidos, los caballos sobre los que estaban montados se encabritaron y Chitzilakes llevó la peor parte al caer de mala forma al suelo y fracturarse el fémur y la pelvis. Llevado por su escolta en medio de grandes dolores a su residencia quedó inhabilitado para una conducción efectiva de las operaciones de defensa, que quedaron ahora a cargo de Nicetas en solitario.
Las obras siguieron adelante con la erección de unas torres de madera en la zona de la muralla en peor estado. Pero esta era una solución muy deficiente y Nicetas era consciente de ello. Hacía falta más ayuda y la solución podría estar en los eslavos vecinos, tanto los que estaban sometidos a tributo como los que servían con el strategos de Strymon. Unos y otros habían sido ya reclamados a la ciudad pues se confiaba mucho en sus habilidades como arqueros para oponer una resistencia efectiva a los atacantes. Desgraciadamente los frenéticos requerimientos de ayuda fueron desoídos y sólo aparecieron un escaso número de campesinos mal armados e inexpertos. Cameniates nos habla de los enfrentamientos con el strategos de Strymon y acusa a éste de abandono y traición por su renuencia a enviar una ayuda efectiva a la ciudad.

Comienza el asalto

Abandonados a sus fuerzas la población recurrió al Santo Patrono por medio de procesiones para implorar su favor en las horas de prueba que se avecinaban. En medio de estos actos, al alba del 29 de julio, llegó la noticia más temida, los centinelas acababan de avistar la flota árabe acercándose al cabo Embolon. En medio de la confusión y el pánico general los defensores se armaron apresuradamente y corrieron a la muralla para ver ante ellos la flota desplegada a toda vela y aproximándose a la orilla. Los barcos procedieron a desplegarse y echar calmosamente el ancla mientras analizaban la disposición de la defensa y la mejor manera de preparar el ataque.
En esos momentos se vio a León de Trípoli recorrer con su nave todo el frente de la flota. León era ya muy conocido en el Imperio y su fama de ferocidad le había precedido. Cameniates dedica un amplio espacio a hacerse eco de la impiedad de sus actos y lamentar sus continuos crímenes contra los cristianos.
La entrada de la bahía estaba obstruida por una cadena de hierro y por los cascos de varios barcos hundidos, así que León decidió elegir como puntos de ataque aquellas zonas en las que no se detectaban bloques hundidos de piedra como los que se habían situado anteriormente la observación del campo de batalla. Optó finalmente por un punto de la muralla particularmente bajo y con profundidad suficiente para permitir el acceso de las embarcaciones, y una vez decidido regresó con la flota y dio la orden de ataque. De inmediato los navíos más próximos se dirigieron hacia el punto indicado remando con furia y atronando el aire con sus salvajes rugidos y sus tambores de guerra intentando atemorizar a los defensores. La respuesta en la muralla fue contestar haciendo todavía más ruido e invocando la ayuda de la Santa Cruz en su favor. El inmenso fragor resultante intimidó inicialmente a los atacantes, que dudaron durante un momento, considerando que debía ser un gran número de defensores los que producían tal estrépito. Una vez superado esta vacilación momentánea comenzaron a arrojar sobre las murallas una lluvia incesante de proyectiles para proteger su avance hacia los muros. Los tesalonicenses respondieron de igual modo, usando con gran provecho sus arcos y destacando especialmente en esta tarea los eslavos reunidos de las regiones cercanas y que aquí emplearon sus armas sin desperdiciar un solo tiro.
Mientras la lucha a distancia se mantenía indecisa un grupo de asaltantes saltó de las embarcaciones provistos de escalas de madera y vadearon la distancia que les separaba del muro protegiéndose de los tiros manteniendo sus escudos por encima de la cabeza. Nada más llegar a tierra posaron la escala contra el muro e iniciaron la subida pero sufrieron una descarga de piedras y fueron abatidos de inmediato. Ello provocó un momento de pausa en el combate y la flota pirata optó a continuación por mantener la presión desde larga distancia bombardeando incesantemente las posiciones en los muros. Se produjo así un acalorado intercambio por cuanto las máquinas lanzapiedras petroboloi en las murallas conseguían también apuntarse numerosos aciertos.
En estos momentos del combate la moral entre la defensa era alta y ello fue aprovechado por Nicetas para animar a los ciudadanos a realizar mayores esfuerzos para ganar el día. En esta tarea se le unió el dolorido strategos León, que acudió a la muralla montado a la amazona en una mula para ofrecer también su apoyo. Para reforzar sus palabras dio órdenes a los soldados más escogidos de su séquito para que se desplegaran en los puntos más débiles de la muralla para que fueran con su ejemplo un modelo para el resto de los defensores.
Durante ese día la flota pirata atacó en varias ocasiones, pero en todas ellas fueron rechazados los intentos con pérdidas. En un momento dado el buque insignia alzó una señal para suspender las operaciones en el mar y todos los barcos echaron el ancla frente a una pequeña llanura al este de la ciudad. En ese punto organizaron el desembarco y comenzaron a acribillar con sus proyectiles la zona de la muralla donde se sitúa la Puerta de Roma, cercana al mar. Esos intercambios se sucedieron hasta bien entrada la noche y luego se retiraron a las embarcaciones.
El cese momentáneo de los combates no supuso un respiro para los defensores, que tuvieron que afanarse en reparar los daños causados en las murallas mientras en el ambiente flotaba el temor constante a un ataque nocturno por sorpresa.
Al alba del 30 de julio los generales se apresuraron a poner en alerta de nuevo el dispositivo de defensa, casi de inmediato los bárbaros atacaron de nuevo desembarcando y aproximándose al sector de la muralla que habían batido el día anterior. Esta vez realizaron un asalto en toda regla con descargas incesantes de flechas y piedras y apoyados en siete máquinas petroboloi lanzapiedras fuertemente protegidas que habían transportado hasta el lugar y que habían sido armadas durante el trayecto desde Thasos.
Una vez aclarada la muralla apoyaron escalas de madera e intentaron subir por el muro protegidos por los disparos constantes desde su retaguardia que hacían imposible a los defensores asomar la cabeza y oponerse al ataque. En este momento crítico unos arrojados defensores atacaron con sus lanzas a los primeros asaltantes que ya estaban en la cima y los expulsaron al tiempo que derribaban la escala. Ante esto los atacantes optaron por retirarse dejando allí la escalera ante el regocijo y la burla de los defensores. Durante un tiempo continuó el intercambio de disparos por uno y otro lado hasta que al mediodía los asaltantes se decidieron por el ataque en masa. Protegidos por los escudos y agrupados en líneas compactas avanzaron conduciendo carros cargados con materias inflamables, los arrojaron contra las puertas y les prendieron fuego. Pronto las puertas de hierro se pusieron al rojo vivo y se colapsaron, provocando el pánico entre la población al propagarse la noticia por toda la ciudad. Entretanto en las murallas los defensores se apresuraron a proteger las puertas internas una vez que las exteriores habían sido destruidas. Para prevenir la repetición de lo ocurrido dispusieron grandes recipientes con agua en las cercanías y mantuvieron la vigilancia para conocer con tiempo el siguiente movimiento del enemigo. Advertidos de ello los bárbaros desistieron por el momento de lanzar un segundo ataque sobre las puertas y se contentaron con mantener un incesante bombardeo con arcos y grandes piedras durante el resto del día.
Con el descanso de la noche los asaltantes se retiraron a los barcos y comenzaron una nueva fase del ataque. Encendiendo lámparas a lo largo de toda la línea de barcos emparejaron las galeras sujetándolas entre si fuertemente con cables y cadenas de hierro. Una vez aseguradas procedieron a levantar estructuras de madera entre el velamen que sobrepasaban en altura las murallas de la parte de la ciudad que daba al mar y allí subieron los guerreros más escogidos preparados para el asalto final.
Así dispuestos, en la madrugada del 31 de julio, los navíos fueron aproximándose a la costa y cuando estuvieron a corta distancia de la muralla los atacantes comenzaron a barrer la muralla lanzando flechas, piedras, y vasijas de material inflamable, apoyados además por el fuego griego que arrojaban las galeras desde sus sifones. Sólo una pequeña parte de los defensores mantuvo la presencia de ánimo e intentó resistir el asalto lanzando a su vez tinajas con brea, cal viva y otras sustancias contra los barcos. El resto saltó de la muralla y se desperdigó entre las callejuelas de la ciudad en medio de la confusión y el terror buscando el refugio de la acrópolis. Finalmente cuando las últimas sombras de la noche empezaban a disiparse se produjo el choque final. Las parejas de navíos fueron tanteando en busca de los puntos más débiles hasta que en un momento dado encontraron la brecha aniquilando a los defensores en un punto de la muralla. Un asaltante sudanés saltó a tierra y armado con su espada exploró los alrededores para asegurarse de que la huida de los defensores había sido real y no se trataba de una emboscada. Ello detuvo durante un rato a los asaltantes, pero hacia las nueve de la mañana ya se podían ver los reflejos de sus espadas destellando a lo largo de todo el lienzo marítimo de Tesalónica. En ese momento el pánico ya se había adueñado de la ciudad y los piratas procedieron a desembarcar en masa, subir a las murallas y quemar las puertas como señal de que el ataque había tenido éxito.
En los siguientes momentos una masa de sanguinarios asaltantes vestidos sólo con taparrabos y armados con espadas empezaron a invadir la ciudad empezando por las calles más cercanas al puerto. Pronto comenzaron a ensañarse con la población, asesinando a todos aquellos que encontraban sin perdonar a mujeres, ancianos ni a niños.