divendres, 23 d’agost del 2013

El África bizantina. Epílogo

ANEXO I: Algunas consideraciones referentes a la cuantificación de efectivos en las guerras arabo-bizantinas del siglo VII
Desde luego resulta muy difícil determinar cifras en la valoración del tamaño de los ejércitos del siglo VII, árabes y bizantinos, en el caso que nos ocupa. Cierto es que ésta es siempre una tarea muy delicada. Incluso a día de hoy tampoco es fácil; basta ver la divergencia en los “informes oficiales” que se han puesto a la luz en un conflicto relativamente reciente como es el de Vietnam (finalizado el 30 de Abril de 1975), por no hablar de los presentes “partes de guerra” en el sufriente Irak de hoy mismo o las discrepancias en cuanto a los asistentes a las manifestaciones de orden político-social según el “sentir” de los diversos grupos mediáticos, para tener clara conciencia de ello. Desde luego ceñirse a las fuentes para esbozar cuestiones de número es ocioso placebo, un callejón sin salida o más bien un palmario modo de confundirse y caer en el absurdo. El camino más seguro (tal vez la única vía) a nuestro humilde entender, es considerar in situ las cuestiones y plantearse respuestas tras el análisis geo-táctico de las batallas cuyo escenario es conocido. En este planteamiento nos atrevemos a ofrecer los siguientes párrafos, referidos a dos entornos precisos y trascendentales en la larga y dura guerra árabo-bizantina del siglo VII: Constantinopla y Cartago. Los ejércitos enfrentados en Constantinopla. Aunque ya tiempo antes la presión sobre los estrechos se había hecho muy angustiosa, Constantinopla se mantuvo asediada de firme entre la primavera del 674 y finales del 677. A juzgar por relatos y el sentido lógico del combate, los árabes intentaron en una primera etapa el bloqueo total de la urbe, conseguido por tierra con facilidad pero que no resultó completo durante el tiempo suficiente en el mar, debido a la efectividad de los nuevos dromones ligeros con fuego griego que hábilmente manejaron los bizantinos. Sabemos que los árabes construyeron una empalizada continua y con base en el Hebdomón lanzaron sucesivas intentonas en los veranos, mientras durante el invierno se esmeraban en impedir todo acceso de viandas o pertrechos. Si alguien visita la Estambul actual y recorre los casi 7 Km. del muro de Teodosio y el perímetro de las murallas marítimas, el Kadikoy (Hebdomón) y Uskudar (Calcedonia), en el lado opuesto del Bósforo, se dará perfecta cuenta que ese entorno amplísimo, hoy, ayer y siempre, no se ciñe y controla con menos de 70.000-80.000 hombres y eso siendo muy optimista y manteniendo brechas del orden del 75% “a controlar por caballería o partidas móviles. Este cuerpo de ejército tuvo que hacer frente (como todos en cualquier época de la humana actividad guerrera), a una continua reposición con “refrescos” que debían ser, como poco, una cantidad muy próxima al 50% de la inicial (hablamos de un total de 100.000-120.000 combatientes árabes participando en la campaña, de modo sucesivo a los largo de 5 años, para mantener un “activo” en torno a esas 8 decenas de millar). Insistimos, se juzgan cifras “mínimas”. Para cubrir las defensas del lado terrestre en ningún caso menos de 5.000 a 7.000 combatientes son necesarios (y aquí no caben espacios “vacíos”). Los contrincantes, para poder “incidir” y hacer ofensiva puntual en lugar tan fuerte necesitarían del orden de cuatro veces más (hablamos de unos 20.000-30.000 efectivos “terrestres” sólo desde el frente “tracio”). Si consideramos casi 4-5 años de guerra y el goteo de bajas, (en verano iniciativas álgidas pero en invierno también frecuentes acechanzas), no es descabellado pensar en un 30% antes de tirar la toalla y sopesar una retirada sarracena, (hablamos de unos 7.000-10.000, a los que debemos sumar los marinos y aquellos del “frente del estrecho”, como poco algunos otros millares, ¿25.000 en subtotal?). Aún habría que añadir las pérdidas en la retirada que se señalan tanto o más numerosas (los manuales de táctica suelen presentar “medias” que a lo largo de la Historia militar se tienen por “referencias”: así otro 25% de caídos se consideraría una derrota seria, si alcanza el 50% del restante llegaría a ser “descalabro” y una superior implicaría que no hubo “retirada” sino desbandada; aunque ese no parece ser el caso en Constantinopla). Hablamos pues de entre 40.000 (mínimo), y 100.000 (máximo), con una media plausible de 60.000 - 80.000 muertos/heridos islámicos en el primer gran asedio de Constantinopla113. Asumiendo todo ésto, no queda otro remedio que aceptar un montante de otro tanto para los efectivos disponibles en totalidad por parte del califato (por cada combatiente al menos dos de apoyo), de modo que hablamos en torno a los 150.000 -200.000 hombres (minimum), para las fuerzas árabes del periodo. Una pérdida de 60.000 - 80.000 en ese lustro, explica las dificultades para sofocar las rebeliones en Palestina y la falta de disposición en el frente de África. Tardarían algunos años en recuperarse y se inicia cierto punto de inflexión (todavía serán la fracción militar más importante durante otros 30 o 40 años) pero ya en línea meseta-descendente. La destrucción de Cartago y sus “cifras” A principios del siglo V, la ciudad de Cartago cubría unas 321 hectáreas; densamente pobladas según atestigua un área cementerial que forma una franja sin (A lo que habría que considerar la “calidad” de esas fuerzas. A día de hoy, casi no hay rincón o torre de Estambul que no recuerde a un “hazreti” o “mártir” árabe caído en el combate y los turcos han elevado una mezquita en honor de cada uno, con su correspondiente catafalco en torno al que los fieles musulmanes dan en orar (por supuesto los cuerpos de los “héroes” venerables “se encontraron” (en paralelo a la conocida “invención” cristiana de reliquias) sin que cupiera albergar sombra de duda cuando 700 años después de los hechos la ciudad cayó en manos otomanas). El famoso Abu Eyub servirá para el gran templo donde acuden los turistas al socaire de las romanzas decimonónicas de Pierre Loti, sin atisbar siquiera su significado real, en la mayor parte de los casos. Para mayor abundamiento en la importancia del contingente árabe frente a Constantinopla se pueden recordar las ingentes cantidades de “cipos” o estelas funerarias que en el área del Hebdomón (base o cuartel principal de los generales de Moawiya en esos años), se hallan a menudo en cuantas ocasiones hay para revisar el espacio arqueológico; muchas se almacenan y exponen ahora en el museo local.)solución de continuidad a todo lo largo del perímetro con una anchura media de 1 km., mucho mayor aún en el lado sudoeste. En el siglo IV todavía no tenía muralla; fue en el 425 con Teodosio II (igual que en el caso de Constantinopla), cuando se dotó de una notable defensa cuyas características se conocen bastante bien después de los estudios suscitados por la Campaña Internacional de la UNESCO para la salvaguarda de Cartago en la década de 1980-90. La muralla, excavada en su mayor parte, tenía una longitud de casi 8 km. y estaba bien mantenida en el periodo de la invasión árabe. Sobre la capa de cenizas (típica de incendio-saqueo), se destacan abundantes señales de lucha, en casi todos los entornos (escombros, esqueletos e indumentaria militar, desde espadas a broches, correspondientes a la época). Implica ello un “frente” que no podría ocupar menos de 8.000 hombres a la defensa y 4 veces más al ataque, unos 30.000 sarracenos (máxime cuando todo lo material apunta a un asalto simultáneo y masivo, con un no despreciable “tren de poliorcética”). Es indudable que las tropas atacantes no serían una “totalidad”; en Kairouan restarían efectivos amén de otros contingentes que deberían haber hecho frente a las guarniciones de plazas fuertes para “fijarlas” o impedir la convergencia (incluidos los “auxiliares beréberes del Aurés). Sumamos (sigue siendo “un minimun”) unos 40.000 - 80.000 efectivos sarracenos en la campaña de Hassan.
ANEXO II: Santa Salsa; reliquias, iglesia y la ciudad de Tipasa. Crónica de un destino perdido al borde del Mediterráneo
Las ruinas de la ciudad de Tipasa se hallan no muy lejos de Cherchel (la antigua Cesarea), en Argelia; pero sobre el camino de la Tingitana. Un lugar evocador sin medida, que Albert Camus ha sabido cantar, a la vera de un Mediterráneo de inmenso color, con la cresta del macizo incidiendo sobre sus aguas casi siempre calmas, envuelta en el olor de las mil flores, protegida por guardianes de raíces firmes, acebuches y pinos. Con una historia que está por contar y un destino que se desvaneció en el tiempo, y en el silencio. Según nos relata con detalle la Vita Sancta Salsa, habitaba en esa urbe portuaria, hacia el periodo de Constantino el Grande, una adolescente llamada Salsa; de padres ( La arqueología también ha puesto en evidencia la demolición intencionada de grandes sectores, amén de las instalaciones portuarias lo que implica la decisión ya por entonces de construir Túnez, prueba indirecta de la poca confianza que los musulmanes albergaban sobre la docilidad de los habitantes civiles en la antigua capital, tal y como señalaban las fuentes. Sin duda, representa la voluntad del general árabe una vez tomada la ciudad por segunda vez; una dura faena que no pueden llevar a cabo unos pocos albañiles, desde luego. Es posible que se emplearan prisioneros y/o esclavos pero vigilar esa masa y controlar el entorno del Cabo Bon implicaba utilizar 5.000  guerreros que no tendrían ocasión de participar durante meses en ninguna otra actividad, que sin embargo sabemos que tampoco fueron pocas ni menores (asedio a Iustiniana Capsa y toma al asalto de las ciudades en las que restan también señales de lucha y destrucción, sin posterior vuelta a utilizar de los hábitat). paganos pero que ya muy precoz profesaba la religión cristiana y estaba empeñada en servir al Altísimo y morir virgen. Parece que tuvo ocasión de que su deseo se cumpliera de forma cabal. Dice que cuando llegaron las báquicas, festejos en honor del dios Baco (típicas del inicio otoñal, cuando la recolección de la uva), fue obligada a presenciar las libaciones, cantos y ofrendas en el viejo templo donde se guardaba un horripilante ídolo... jornadas que terminaban en voluptuosa vorágine, impía de ebriedad y hasta desenfreno sensual. Asegura que, sin poder reprimirse, a la noche cuando todos dormían, Salsa volvió al lugar y con un mazo, asistida de fuerzas no humanas, arrancó la cabeza de la estatua de bronce para después arrojarla al fondo de una sima. Cuando se descubrió, los estupefactos paganos no daban crédito, incapaces además de saber quien había sido. Fue restituida, pero a poco la joven lo intentó de nuevo. Esta vez los guardias estaban al quite y prendieron a la sacrílega. Condenada, se la golpeó con piedras hasta la muerte y metida dentro de un saco se arrojó su cuerpo al mar; afán inútil de castigar a quien estaba por encima del hierro. Al cabo de pocos días, un barco mercante cuyo capitán se llamaba Saturnino, arribaba a la bocana del puerto cuando topó con el cadáver, al que no hizo el menor caso. Justo entonces se desencadenó un terrible temporal que impedía entrar al navío a refugio. Una y otra vez los marinos se veían rechazados hasta llegar al nivel donde flotaba la incomprendida Salsa. Saturnino captó el mensaje, izó a bordo el incorrupto cuerpo del que emanaba un olor sublime y pudo entrar sano y salvo en la ciudad. La santa recibió sepultura en un pequeño “martirium” extramuros. El relato hagiográfico que resumimos, tan hermoso como la mayoría y más verosímil que la media, era conocido en los círculos piadosos y académicos muy especializados, que lo fechaban en el siglo IV. Durante más de un milenio y algunas centurias, apenas nada más se sabía sobre el fundamento y devenir de todo aquello. Por fortuna y para disfrute de los amantes de las historias muy vetustas y poco fomentadas, como aquella de Bizancio en África; a principios del siglo XX, el profesor M. Gsell pudo interrogar a las piedras de Tipasa. y ellas respondieron con loable precisión. La ciudad romano-bizantina se extendía sobre un conjunto de pequeñas colinas y en la más hacia el Este se encontró el cementerio pagano. A la búsqueda del periodo alto-imperial, siempre el preferido, se analizó a conciencia dicho estrato dejando para ulteriores campañas las demás etapas. Sin embargo, entre muchas, una lápida llamó la atención; el epitafio latino decía: “Consagrado a los dioses Manes. A Fabia Celsa, madre muy santa, muy única, incomparable, muerta a la edad de 63 años, 2 meses, 27 días y 9 horas, como recuerdo de sus deudos, sus hijos, sus hijas, sus nietos, han elevado este monumento a aquella que les honra y quien consolidó su fortuna”. Son palabras paganas, la tradicional religión de Roma, pero resulta que sobre ella se elevaba un martirium paleo-cristiano justo para albergar tal enterramiento en su seno; obra tan “inserta” en la anterior que no hubo modo de dejar para más tarde su análisis. Con delicadeza, se pudo distinguir que tiempo después la inscripción se había disimulado con una fina capa de cementum. ¿La tumba original de Salsa, enterrada en el mismo hueco que su madre, al modo pagano, y años después honrada por los cristianos? La arqueología siguió respondiendo. Al excavar en los alrededores se pudo ver que el arcano monumento martirial, hacia el siglo V, se había visto englobado dentro de una enorme basílica con un brillante suelo de mosaico provisto de la hermosura acostumbrada. Entre la previa tumba y el ábside, en una prominente y rica losa rectangular apareció esta otra inscripción: “Estos presentes que tu ves y que realzan la brillantes de los santos altares son la obra y la ofrenda de Potentius, satisfecho de poder cumplimentar con lo mejor la tarea que le ha sido confiada. Aquí está la mártir Salsa, más dulce que el néctar; ella ha merecido vivir para siempre en el cielo, en medio de los bienaventurados; ella se regocija de acordar al santo Potentius favores recíprocos y dará testimonio de sus méritos en el reino celeste”. Potentius resultaba ser el obispo de la ciudad de Tipasa, conocido por otras vías y coetáneo del Papa San León. Evidentemente había tenido a bien adornarlo todo con esmero. El intervalo vándalo se pasaría con dificultades, tal vez, pero a la vuelta de Bizancio-Nueva Roma supimos que resurgió la iglesia. En el estrato correspondiente, los investigadores ponen a la luz los basamentos de un nuevo diseño que dobla la longitud del templo previo, ampliando 20 metros hacia delante el muro de la fachada, elevando tribunas y, lo más llamativo, ubicando en medio del coro un sólido pedestal que habría estado recubierto de vistoso mármol, enmarcado por una verja o cancela. Tal obra soportaba un gran sarcófago con escenas pías... el que yacía volcado sobre una de sus caras. No hay duda de que allí se alojó entonces la carne mortal pero intacta de la santa. ¿Y después? Una penúltima capa mostraba las trazas siniestras de un incendio; es el final del siglo VII y sabemos que Hassan o Musa cabalgaban en aquel entorno. Pero no fue el final. Si la basílica quedó destruida y desierta tras el expolio, no lejos de allí se encontraron los vestigios de otra capilla; ésta humilde hasta el extremo, conformada por materiales varios reutilizados a expensas de la anterior y de otros edificios próximos también abandonados. Una pequeña comunidad rumi continuó perseverante, enterrándose en las proximidades de su patrona durante dos siglos más: los últimos grabados cristianos latinos se fechan a inicios del siglo X. De las reliquias de Santa Salsa nada más se encontró. Tipasa duerme, un sueño de piedra y guarda aún, seguro, muchos misterios...
ANEXO III: CEUTA, EL ESTRECHO Y TINGITANA
Consideraciones históricas en torno a Ceuta y el estrecho de Gibraltar (a propósito de Geografía, civilización, cultura, religión y estados en el área: mutabilidades y permanencia) Un océano rodea en círculo la tierra o en su totalidad o la mayor parte (pues a este respecto no tenemos todavía un conocimiento exacto) pero está dividida en dos continentes por una especie de canal que, penetrando por la parte occidental, forma este mar nuestro, que comienza en Gadira (Cádiz) y se extiende hasta el lago Meotis (Mar de Azov). De estos dos continentes, el que queda a la derecha, según se penetra en nuestro mar y que llega hasta el lago Meotis, comenzando en Gadira y la más meridional de las Columnas de Heracles (Monte Abila), recibe el nombre de Asia115. A la fortaleza que allí se alza, los nativos la llaman Septo, por las siete colinas que pueden verse en ese lugar, ya que Septem significa “siete” en lengua latina. Todo el continente que queda frente a éste recibió el nombre de Europa. Y el estrecho que se encuentra en ese punto separa los dos continentes en más de ochenta y cuatro estadios. Los mosaicos de Cartago, en el África Proconsular o los de Volúbilis en la Tingitana, por poner sólo dos de los numerosos ejemplos visibles en museos, nos permiten desvelar una sociedad rica, dinámica; donde al arte, el urbanismo y la cultura eran la norma. Cuando visitamos las ruinas de Volubilis, en el actual reino de Marruecos, nos preguntamos: ¿quienes eran aquellos seres (millares de personas) que 115 En aquella época, los cronistas y geógrafos tenían divergencia en cuanto a qué considerar, ¿Asia o África?, el área al sur del Mediterráneo, el “mar latino” o “mar nuestro” de los romanos. Para los hombres de los siglos I al VIII, África no era un continente, era una provincia y el Mediterráneo, ambas riberas, su hogar y civilización, la greco-romana; limitada al Norte por los impenetrables bosques de Germania, al Sur por el inhumano desierto, al Oeste por el tenebroso Atlántico y al Este por la vieja Persia, el único rival digno de ser considerado otra civilización, vivían entre aquellas piedras, con acueductos, regadíos, cisternas, cloacas, servicios públicos, circos, hipódromos, termas y bibliotecas? El territorio que hoy denominamos Magreb (a partir de la denominación que aplicarían los conquistadores árabes de “Djezirat el Maghreb”, la isla de poniente), en su franja costera (desde el mar hasta el desierto sahariano) y que ahora ocupan fundamentalmente los estados modernos de Marruecos, Argelia, Túnez y Libia, fue, en el periodo que oscila desde el siglo I al VI, un territorio habitado mayoritariamente por población de lengua latina, en el marco de una civilización romana que siguió la evolución propia de ese imperio-nación y cultura. Un limes (frontera fortificada), se extendía, fluctuante según momentos, en la vertiente sur, un paso por delante de las granjas y huertos, que se consolidaban con complejos sistemas de regadío. El proceso de la llamada romanización tendría características similares a las que se dieron en las áreas vecinas, más conocidas en nuestro país, la romana “Hispania”117. La Tingitana, una de sus divisiones, conformaba los territorios más al Oeste, abarcando el norte del actual reino de Marruecos y las plazas de soberanía bajo titularidad del Estado español (Ceuta, Melilla, los peñones de Vélez de la Gomera y de Alhucemas, las Islas Chafarinas y algunos otros islotes). La urbanidad de la Tingitana ya era una arcana realidad y tradición al inicio del Imperio, remontándose al tiempo fenicio-griego-cartaginés. La población indígena greco-púnica y mauri más evolucionada asumió la romanidad a todos los niveles (político-administrativo, institucionales, económicos, sociales, religiosos, artísticos, urbanístico-arquitectónico) del mismo modo que el resto de territorios adyacentes: aculturación (fácil por la similitud en casi todos los órdenes), integración en la administración y el ejército, amén de ciudadanía plena. Se sumará una emigración itálica y de otras regiones imperiales, muchos campanienses e hispanos, en una cifra sin duda muy importante. En conjunto conformarán los “roums” de los cronistas árabes y los “romanos” para sí mismos y después según los historiadores bizantinos (ellos a su vez también roums) o de la “esfera bárbara”, visigodos, etc.). Septem-Ceuta, bien precisada y citada a menudo en las fuentes, se desarrolló como una ciudad media dentro de la muy “cívica” y próspera provincia de Mauritania Tingitana que, durante la mayor parte del tiempo, dependería orgánica y Plinio y El Itinerario de Antonio y la Notitia Dignitatum sirven para reconocer el dibujo geográfico-político de primera y posterior épocas romanas en esta zona, también en África Romaine, donde da buena cuenta de los intentos “ideológicos” actuales neo-nacionalistas o neo-islamistas para ocultar la realidad de un mundo romano en África, tanto la vertiente clásica politeísta como la fase final, cristiana y bizantina. Los entonces llamados “mauri” (no integrados) se mantendrán al sur como poblaciones seminómadas, y las relaciones romano-mauri serán similares a las establecidas con los germanos y galos no integrados en el limes del Norte) de la península ibérica; por razones obvias de simplicidad y facilidad de comunicaciones hacia el centro, en Roma, y también por la existencia de cierta tradición previa, desde el periodo cartaginés. Así, en el primer tiempo, los viejos emporios púnicos y griegos crecieron junto a las nuevas ciudades-colonias costeras (como Rusadir, Igilgili, Saldae, Rusazus, Rusguniae, Gunugu, Cartennae, Zulilla) o interiores (véase Tubusuctu, Aquae Calidae, Zucchabar, Babba o Banasa), dependientes en la práctica de la Región Bética. El área iba a crecer sin cesar, en particular en la época del emperador Claudio I (fundación de Lixus, Cesarea, Oppidum Novum, Volúbilis, Rusucurru, Tipasa y Sala, Icosium, Choba, Auzium), al punto que Septimio Severo -los severos, precisamente fueron originarios de África- debió bajar el limes al suroeste de Rapidum, entrando la provincia dentro del tamaño común en el conjunto del Imperio. En el siglo III, el “cinturón defensivo de castella” se instaló al sur de Sétif. No obstante continuaría con la relación “más en dirección al Norte que hacia el Oriente”, y no debe sorprender la división establecida por Diocleciano: la Diócesis Hispaniarum -capital en Emérita (Mérida) o Hispalis, (Sevilla)- incluía siete provincias: Cartaginense, Gallaecia, Bética, Lusitania, Insulae Balearum y Mauritania (capitales respectivas en Cartago, Braga, Córdoba, Braga, Palma y Tánger). Más al Oriente, la provincia de África alcanza ya en época de Marco Aurelio, una de las plazas más prominentes en el conjunto del imperio, con Leptis Magna, Cartago y Hadrumetum entre las urbes más ricas y pobladas. Si uno de los rasgos más acusados de la romanización es su carácter cívico, África debía ser una de las provincias del Imperio más romanizadas a juzgar por la extensión de su red urbana, la Mauritania conoció una urbanización costera importante por obra de los fenicios que irradiaba hacia el interior tanto desde la costa mediterránea como la atlántica. Más allá de las Columnae Herculis estuvieron los oppida de Lissa y Cottae; hoy está Tingi, antigua fundación de Antaeus, llamada luego Traducta Iulia por el Caesar Claudius cuando la convirtió en colonia; se halla a 30.000 pasos de Baelo, el oppidum más próximo de la Bética. A 25.000 pasos de Tingi, en la costa oceánica, está la colonia de Augustus Iulia Constantia Zulil, que fue sustraída a la jurisdicción y atribuida a la Bética. A 35.000 pasos de ésta se halla Lixus. Convertida en colonia por el Caesar Claudius y de la cual han dicho los antiguos cosas quizá en extremo fabulosas: allí se alzó el palacio de Antaeus, tuvo lugar su combate con Hércules y estuvieron los Horti Hesperidum. Hay también una malva arbórea en Mauretania, en el oppidum de Lixus, sito sobre un estero, lugar donde antes estuvieron, según se cuenta, los huertos de las hespérides, a 200 pasos del Oceanus, junto al templo de Hércules, que dicen es más antiguo que el gaditano. Agrippa [dice que] Lixus [rio] dista del Fretum Gaditanum 112.000 pasos. Mas allá de esta montaña [el Ater, la negra] están los desiertos y la célebre Garama, cabeza de los garamantes. En los dos últimos siglos del Imperio entre las tierras peninsulares, las islas Baleares y Tingitana fue muy sólida. El “fretum gaditanum” era un permeable y concurrido puente a rebosar de actividad y libre transito, un eje de desarrollo como lo era también (y aún hoy así se muestra), el Bósforo entre Tracia y Anatolia, con dinámicas ciudades a uno y otro lado. Aceite, grano, oro, marfil, fieras, mármol, telas, esclavos y sal corrían en una y otra dirección, según circuitos que tenían sus propios puertos y comerciantes de raigambre; abundaban los collegia naviculorum. La reforma de Diocleciano fue la plasmación en el orden administrativo de una realidad que asumieron los restos en arte, religión, economía y sociedad. El cristianismo constituyó también un nuevo nexo, y no menor, entre África, la Tingitana y Bética o el resto de la Hispania. De hecho, el origen del cristianismo peninsular parece estar en la propia África (o será, cuanto menos algo “mixto”), como atestiguan los restos arqueológicos, la profunda impronta de San Cipriano de Cartago o los cánones del Concilio de Elvira. Los obispos tingitanos participarán de costumbre en los concilios peninsulares y las herejías de origen africano salpicarán casi siempre a sus colegas de los otro lado del estrecho (véase por ejemplo, la controversia donatista). La invasión vándala no significó un cambio profundo en la sociedad africana ni tingitana. Muchos de los elementos del periodo previo se mantuvieron, no obstante, con graves quebrantos. La más notable de las transformaciones fue la rotura parcial y/o debilitamiento general del limes con la irrupción, cada vez más al Norte de las tribus beréberes que con anterioridad nunca se habían instalado de manera permanente en el territorio tingitano. Aunque a veces se ha señalado “el abandono de territorios interiores por parte de los romanos” parece más un fenómeno progresivo que “brusco” 120 Tingi responde, como es bien sabido, a Tánger, Lixus es la actual Larache, por desgracia las ruinas de la ciudad púnica y después romana-bizantina esperan una merecida campaña arqueológica que a nadie parece interesar llevar a efecto. El río Lixus es el Lucus, que desemboca junto a Larache. Es notorio que las referencias que da Plinio sobre la región van siempre hacia el Fretum Gaditanum. La familia de los Balbus, originarios de Gades, serán durante los últimos tiempos de la república y primeros del imperio figuras locales que alcanzan cargos muy importantes (cónsules) y que dedicarán esfuerzo a dominar la región de los garamantes y asegurar así la Cirenaica.  y los continuos hallazgos arqueológicos a menudo sorprenden por la prolongación” que demuestran en la existencia roum, incluso al interior del territorio. Los problemas militares y la inclusión de la Mauritania Tingitana en la Diocesis Hispaniarum. La Notitia dignitatum señala las guarniciones y castella, al norte del río Lucus, casi en paralelo a la costa atlántica, con las siguientes cohortes y localizaciones: Tamuco, Duga (Cohorte secundae Hispaniorum), Auculus, Castrabariensi, Pacatiana. Importante precisión: No es difícil observar una tendencia a calcar” las antiguas divisiones diocesanas o provinciales romanas para los nuevos reinos bárbaros. En el caso de la Tingitana (y en la Baleárica también) esta es bien notoria. En determinado momento llegaría a ser objeto de pugna entre los visigodos (titulares de la Hispania y por ende inclinados a sentirse “protectores” de la Tingitana) y los vándalos que dueños ahora del África proconsular pero antes amos de la Bética (Vandalucía), entienden necesaria la posesión de los puertos tingitanos y las islas Baleares. Los historiadores, a día de hoy, suponen una “alternancia” en la posesión efectiva de plazas y regiones (Baleares, virtud al manejo de la flota vándala pertenecerá a ese reino norteafricano mientras la Tingitana, más menudo responderá al poder visigodo). Datos importantes: Isidoro de Sevilla nombra a la Tingitana como la sexta provincia de Hispania. Y no deja de recordar, con orgullo y justificada por su “hispanidad”, la toma visigoda de Septem por Sisebuto. La Tingitana, perdida definitivamente por los visigodos después de la corta y parcial reconquista de Teudis, se consideraba, en cualquier caso, una provincia de Hispania. La provincia de Bética visigoda tenía por metropolita al obispo de Hispalis, (Sevilla) y contaba con diez sedes sufragáneas: Abdera, Asidonia, Astigi, Cordoba, Egabro, Elipla, Iliberri, Italica, Malaga, Tucci y TINGI, (Tánger). Los bizantinos supusieron una reconquista que la población romana del África y de la Tingitana acogería con alivio intentó en el siglo V restablecer la comunidad mediterránea . Parece ser que la mayor parte de los habitantes seguían considerándose miembros de una “nación romana” y habitando una región del Imperio. Los visigodos se cuidarían durante mucho tiempo de mantener dicha ficción. La llegada de los bizantinos (romanos significa una amenaza tremenda, Leovigildo se hace llamar Flavio y los “intelectuales” del reino aluden a un nuevo patriotismo: el hispano en aras a pretéritos antecedentes más o menos amañados con San Isidoro, San Fulgencio y San Leandro-) . Los bizantinos heredaron el grave problema de los beréberes, que empujaban con mayor énfasis hacia el Norte y llegarían a ocupar áreas cada vez más próximas a los grandes centros urbanos y ejes económico-agrícolas. Gran parte del esfuerzo militar neo-romano se encaminó, pues, a evitar ésta invasión desde el sur. La recuperación de Septem-Ceuta (año 533) y el resto de la Tingitana se hizo a la par que las islas Baleares y, al sentir de la mayoría de los especialistas, apuntaba claramente al siguiente paso de reconquistar Hispania, partes de la cual se venían a considerar. En ésta tesitura se entienden los importantes combates que tienen lugar en torno a Ceuta, entre ellos la celebrada incursión de Teudis. La administración bizantina asumió en su ordenación del territorio la arcana unidad Tingitana-peninsular. Se delimitaron en ese sentido dos provincias: África, con capital en Cartago y que incluía la vieja Proconsular, la Byzacena y Tripolitania, y Spania, que engloba los territorios que consiguieron dominar en el sur peninsular (la franja desde Valencia al moderno Algarbe), la Tingitana y las islas Baleares. El territorio bizantino de Spania fue considerado como la verdadera “Hispania romana”, por ende el obispo de Cartagena, principal ciudad bajo control del emperador de Constantinopla, rivalizaría con el de Toledo por la primacía (En el Concilio de Tarragona del 510 el obispo Héctor firmó como Episcopus Carthaginensis Metropolitanus. En el III de Toledo, el obispo de Cartagena no asistió -pertenecía a la Spania bizantina- y el obispo Eufemio de Toledo aprovechó para titularse Metropolita de la provincia de Carpetania, nombre antiguo exhumado para desbancar y a la par incluir las tierras cartaginesas). El sur de la vieja Tingitana no fue posible mantener el limes y en el siglo VI vemos un caudillo Masuna, rey de mauri y romanos, gobernando el territorio de la llanura entre Tafna y Chélif. No obstante toda la franja norte continuó habitada en su mayor parte por rumi y bajo control bizantino (salvo el Atlas). El frates Gaditanum siguió funcionando en los siglos bizantino-visigodos. Se mantuvieron los negociatores transmarini y desde el reino visigodo pasaron a Tingitana y Cartago, oro, cereales, aceite y miel, que llegarían en algunos casos hasta Constantinopla. Desde territorio bizantino, seda, púrpura, joyas, incienso y papiro, productos más costosos, como corresponde a una gran potencia frente a un estado menor. En nuestra opinión Justiniano ya tenía in mente intentar ocupar Hispania, de ahí que ordenara tomar posesión de Septem, lugar privilegiado para obtener información sobre ella y cabeza de puente ideal desde donde iniciar la conquista. Importante puntualización sobre Septem-Ceuta y la labor de Justiniano: Justiniano puso especial énfasis en la consolidación de Septem-Bizancio como ciudad (Oppidum), romana y cristiana. Sorprende el hecho de que se cite específicamente en una de sus Novellas y que Procopio hiciera referencia en su libro de las Guerras y también el De Aedificis. El emperador ordenó construir una gran fortaleza, base militar y una basílica notable en la que se albergó una “agia”, imagen de la Virgen, la llamada Nuestra Señora de África (la misma que en el sentir del pueblo ceutí se venera aún en la iglesia que le ha sucedido). En una vertiente de los Pilares de Heracles, a la derecha del estrecho, existía en tiempos una fortaleza sobre la costa llamada Septum, la cual fue edificada por los romanos en los primeros tiempos, pero siendo dañada por los vándalos permanecía postrada desde hacía algún tiempo. Nuestro emperador Justiniano la fortificó por medio de un muro y la puso en seguridad por medio de una guarnición. Pronto consagró a la Madre de Dios una muy notable iglesia, dedicando a ella el umbral de entrada al Imperio, y convirtiendo ésta fortaleza en inexpugnable para todas las razas del género humano. En vísperas de la conquista árabe de la Tingitana, los bizantino-romanos se refugiaron en torno a Septem-Ceuta, que por ese entonces conformaba un exarcado semi-independiente, de difícil sostenimiento entre los barbari visigodos al norte y los barbari sarracenos al sur-este, aunque dotándose de un poderoso exercitus septensianus, del que un tal Simplicius era Tribuno en la década de los ochenta del siglo VI. En principio los rumi se aliaron con el poder visigodo, también cristiano al fin y al cabo, declarándose, probablemente, vasallos del rey Witiza (así podría entenderse que Ibn Adhari y otros cronistas musulmanes señalaran a Ceuta como una dependencia del rey visigodo. Y no sería tampoco extraño entender una ayuda de Iulian, junto a los árabes, para restaurar a los witizanos y luchar contra el nuevo rey godo Rodrigo). Una segunda etapa, habitual en el primer periodo de conquista árabe (véase el archifamoso caso del conde Teodomiro) sería declararse tributario o súbdito nominal del poder califal. De una u otra manera se explica bien la colaboración de las naves ceutíes en la tarea de transportar las tropas musulmanas al otro lado del estrecho. Datos importantes: Limitándonos al entorno de Ceuta y Tánger, sabemos que en pleno siglo VII ciudades como Melilla (Rusadir) y Lixus mantenían una población íntegramente rumi (roums) y cristiana -El obispo de Lixus se cita expresamente-. JORGE DE CHIPRE señala a Septem en su crónica como la capital de la Tingitana. Obras bizantinas tardías (primeros años del VII) amén de muchas construcciones del siglo V y VI se han encontrado en ciudades tales como Agadir, Volúbilis y, desde luego, en Tánger (Tingi). Sobre las causas de la relativamente fácil y rápida conquista del resto de Hispania (al conquistar la Tingitana los musulmanes ya podían sentirse dueños de una parte de Hispania, según la tradición expuesta) no entraremos. Pero nos aventuramos a señalar, de nuevo, la a menudo soslayada teoría de una falta de integración germano-romana, amén de divisiones internas godas. Asturias resistirá porque los nobles godos consiguen la alianza de la población astur. Los mozárabes de baja extracción serán rumi, es decir romanos en el sentir de los musulmanes durante bastante tiempo después de la conquista (la gens gótica formará parte de la propaganda imperial del reino Astur). En realidad los ejércitos musulmanes encontraron en este país una situación agitada que debe relacionarse con una crisis profunda del orden sociopolítico de tradición romana que existía tanto en el África bizantina como en la mayor parte de España. Las luchas entre visigodos y bizantinos hasta principios del siglo VII pudieron contribuir a esta decadencia (Cartagena fue destruida por los soberanos de Toledo).
ANEXO IV: Oración del general Juan Troglita en vísperas de la batalla de Hadrumetum
Los romanos se lamentarían de la destrucción de África a manos de los moros en aquel siglo VI. Tanta tribulación y pesar quedaron reflejados en forma harto hermosa en poesías y crónicas. Remito las que creo son unas sentidas y preciosas palabras, en la pluma de Coripo, por la pérdida de vidas y riquezas, en un mundo (la latinidad africana) que desaparecía en la marea “mora” y que poco tiempo después terminaría barrida por la irremediable ola árabe procedente de Oriente. El escenario es la batalla en los alrededores de Hadrumetum, cuando el tribuno Juan acude para expulsar a los moros que acaban de saquear la ciudad y su comarca. Uno de los supervivientes, Liberato, durante la noche narra el horror de los días anteriores y los soldados romano-bizantinos que le escuchan “manchan sus mejillas, palidecen, enrojecen y no ocultan la rabia en sus rostros. Ya ansían que surja el día vacilante y el lento amanecer, quejándose ante la larga noche” tras la cual vendría la esperada batalla para liberar y vengar a la agonizante vieja urbe. (Preparativos para el combate y plegaria de Juan). Nacía el día gratísimo a los infelices africanos. Y ya los jefes animando al escuadrón con diversas palabras apremiaban a los valerosos soldados y a los ilustres tribunos, exhortando y dirigiendo cada uno a los suyos: les ordenan levantar el campamento y preparar las armas o esperar las órdenes de sus superiores. Los soldados cogen los estandartes, se preparan y se alegran al ver la brisa favorable que juguetea golpeando las banderas. Mas el noble Juan entristecido, levantándose se arrodilla con piadoso corazón y elevando sus manos y sus ojos, suplicante, pronuncia estas palabras, haciendo resonar su voz: “A ti, Cristo, padre poderoso, con razón te glorifican las lenguas de los hombres y mi corazón sin mancha; con gusto te alabo y doy gracias. No pretendo ensalzar a nadie más. Tú creador del universo, Tú vences pueblos y batallas, Tú aplastas las armas impías. Tú acostumbras acudir en nuestra ayuda. Mira las ciudades incendiadas por los pueblos salvajes, Todopoderoso, mira los campos. Ya ningún labrador cultiva sus tierras, ya ningún sacerdote es capaz de llorar en el templo por su pueblo; pues en las montañas todos, con las manos atadas a la espalda, soportan pesadas cadenas. Míranos, Padre santo, y que no cesen tus rayos. Esparce las bandas de moros bajo nuestros pies; libera a los cautivos africanos de los pueblos despiadados y compadeciéndote, según tu costumbre, contempla, benévolo, a tus hijos romanos y convierte, propicio, nuestro llanto en alegría” Coripo, Juanide, IV, 260-285.

El África bizantina. Parte III (3)

20 Ultimas noticias del África bizantina
Pasada la feroz etapa de la invasión árabe, la aún más terrible oleada bereber subsiguiente y la postrera penitencia de la revolución jariyí, los romanos supervivientes que no pudieron o quisieron optar por la diáspora, de cierto diezmados, tuvieron la oportunidad de continuar una difícil existencia, muy oscura hasta el día de
102 Lydia Carras: “The Life of ST. Athanasia de Aegina, (A critical edition with introduction”, en MAISTOR, Classical, Byzantine and Renaissance Studies for R. Browning, Camberra, 1984, págs: 199-224. Fr. Dvornik, (ed.). La Vie de Saint Gregoire le Decapolite et les Slaves macédoines au IXe siècle, Paris, 1926 G. Rossi-Taibbi, (ed.). Vita di Sant'Elia il Giovane, Palerme, 1962
hoy cuando, muy poco a poco y con suma dificultad, se empieza a escrutar cierta luz sobre ello103. En lo que habían sido las áreas más desarrolladas del África, no hay duda de que la población rumi resistió durante mucho tiempo y en mejores condiciones. La urbanidad nunca volvió a ser nada parecido a lo que el mundo clásico había creado, pero puntuales “medinas” musulmanas habrían de permitir asentamientos y pálidos reflejos en los que cabía la vida de “hábito civilizado estándar”. Allí parecen haber confluido, y resulta lógico, una buena parte de las comunidades cristianas más dinámicas que, en paralelo a Hispania podemos dar en llamar “mozárabes africanos”. No obstante, este “mozarabismo” no fue un fenómeno exclusivamente “ciudadano”, en modo alguno. Muchas pequeñas localidades rurales se mantuvieron vivas (no pocas constituidas sólo por rumis) y, de hecho, durante siglos casi en cualquier rincón tales conformaban al menos, una minoría muy importante. Se entiende entonces que, hacia el 880, el geógrafo árabe al-Yaqubi104, hombre observador que viajaba por el flamante “Magreb”, nos describa una población bien heterogénea; donde árabes y beréberes convivían con los Adjam al-balad (“no árabes oriundos del país”), denominándolos ora Rum (romanos) cuando Afariqa (africanos), dos términos equiparables en tanto señalan “nación” (Roma) y provincia (África) y que reproducen los mismos usados desde tiempos alto-imperiales. Parece bien lógica la situación, a poco más de un siglo vista de las invasiones y teniendo en cuenta los altos niveles iniciales de rumis en todo el área “histórica” de la Romanía norteafricana, la misma que después sería la rectora en sociedad y vida. Más sorprendente, en cambio, es que a la postre tengamos también seguras referencias de supervivencia en las áreas más castigadas y expuestas, en teoría, como fue el limes sur de Byzacena, Numidia o la Cesariana. Resulta que ciertos núcleos supieron defenderse y mantener también parcelas donde vivir durante periodos que nos parecían a priori imposibles. Merece la pena detenerse algunos párrafos para desglosar ciertas noticias de este “post-bizantinismo africano”, que se extendía desde Cirenaica a Tingitana

Rumis en las ciudades del Magreb
103 La salida de africanos en la primera mitad del siglo VIII debió ser un fenómeno casi “masivo”. No sólo afectó a las élites ciudadanas y cultivadas, muchos plebei que tuvieron oportunidad antes de que la navegación civil en el espacio siciliano-africano se tornara imposible, se trasladaron a Sicilia e Italia, tan próximas en geografía, lengua y cultura (Anne-Marie Edde, Communautés chrétiennes en Pays d'Islam, du début de VIIe Siècle au Milieu du XIIe Siècle, SEDES, pág. 41). Hacia el 720 se trataba de una verdadera “invasión” humana que preocupó a las autoridades en las tierras receptoras; una vez más, el capítulo del que nos ha llegado más información es el relativo a los problemas para encuadrar al clero que arribaba. En el 729, el Papa Gregorio II enviaba una carta a San Bonifacio, obispo de Turinga, advirtiéndole de revisar las ordenaciones de sacerdotes africanos entre los exiliados, por mor de controlar de forma cabal tales nombramientos que debían sumarse al organigrama local, lo cual no siempre era fácil. (Migne, Patrología latina. vol. 89, col. 502). 104 Al-Yaqubi, Kitab al-Buldan, ed. De Goeje, Leyde, 1892, Págs. 342 y subsiguientes.
Sabemos que pequeñas comunidades, tras el primer momento de pánico y huída a cuevas o montañas, retornaron a los aledaños de ciudades destruidas, para cultivar pequeños huertos y llevar una vida casi “autárquica”. En el medio rural pudo ocurrir también algo similar sobre aldeas y viejos “fundos”, pero de igual manera se trataría de círculos muy pequeños de habitabilidad. El ambiente hostil generado por nómadas haría imposible, en breve plazo, la vida rumi en gran densidad. Lo más significativo es que desde los campos o las ciudades en baja, parece que muchos africanos se desplazaron a las nacientes “medinas”, lugares donde más posibilidades se generaban; de modo que, incluso en la capital (de origen árabe) que era la antigua base de Kairouan llegarían a conformar un sector más que notable. El cronista Al-Raqiq (muerto en 1027), nos ha dejado un relato muy ilustrativo al respecto. Afirma que cuando en el 793 el nuevo gobernador Al-Fadl Ibn Rawh llegó a ella, fue recibido de manera muy calurosa por los “romanos”. Qustas (es decir, Constantino), jefe de la comunidad rumi, se había preocupado de adornar toda la calle principal con ramos de flores, una banderola en la que se podía leer una inscripción coránica y justo delante del palacio una peculiar cuba de vidrio en la que nadaban algunos peces, un discreto símbolo del cristianismo, sin duda. El jefe árabe quedó tan encantado que convocó a Qustas para darle las gracias y, rompiendo todas las normas del derecho musulmán, autorizándole a construir una iglesia; el relator (hijo de su época) no se reprime para añadir “si así fue, al-Fadl cometió verdaderamente algo impío”105. A la centuria siguiente tenemos también algunos datos fiables. Así por ejemplo, gracias a un documento menor -entre los escasos de toda índole que se han conservado- sabemos que hacia el año 850, el gran cadí Sahnun de la misma ciudad convocó a los jefes rumis (al-ru'asa) para darles férreas instrucciones frente al próximo Ramadán. Prueba de que su número era importante y que su comportamiento era objeto de prevención. Un siglo después y durante todo el periodo de los Ziridas (972-1148), hay también signos de su existencia en relativa calma. En el 990, una fatwa de Ibn Abi Zayd menciona la existencia de un poderoso gremio de rumis vendiendo telas y cita las localidades, muchas, del reino en donde los cristianos aún eran mayoría (R. Idris, La berberie orientale sous les Zirides, II, pág. 757). Lápidas funerarias latinas de un cementerio en la capital se han encontrado con fechas varias de tal época; la última del año 1046 (A. Mahkoubi, “Nouveau témoignage epigraphique sur la communaute chrétienne de Kairouan au XI e siècle”, Afrique, 1, 1966, págs: 85-96). En ellas ya se observan rasgos de “aculturación” porque, al lado de la datación cristiana se añade la era musulmana, señalando un annus infedelium correspondiente. Todo apunta a que los sacerdotes y obispos quedaron muy reducidos, en mucha mayor proporción que los fieles y por ende, en medio de tanta dificultad, se entiende 105 No debe extrañar la “amistad” rumi-árabe, ambos representaban entonces la urbanidad frente al mundo bereber; las alianzas habían mudado desde la invasión de finales del siglo VII. Los primeros “civiles” en poblar Kairouan fueron sin duda rumis.
un empobrecimiento drástico de la antaño rica y conflictiva vida eclesiástica. No obstante, es seguro que un cierto número de obispos se mantuvieron en sus sedes. Por desgracia nada sabemos de ellos y cómo fue su decadencia, apenas que en 1053 sólo restaban ya cinco prelados en toda África106. La última referencia segura sobre jerarquías data de 1076, cuando Gregorio VII mantuvo correspondencia con el obispo Ciriaco de África; el único que, según se lamentaban, restaba por entonces. De hecho le conminaba a nombrar otro compañero él mismo, lo cual no era canónico pero sí necesario in extremis, para poder asegurar la continuidad de la histórica saga. Tampoco, no obstante, aquel fue un final estrictu sensu. Los cristianos autóctonos, aislados y dispersos, despreciados como una minoría rancia desprovista de valor material y peligro, siguieron conservando religión (más dudoso es el caso de la lengua) aunque sin encuadramiento pastoral ni relación con Roma, al menos dos siglos más. Así, en 1148 cuando los normandos conquistan Mahdiyya descubren, con sorpresa infinita, que allí residen cristianos en número respetable y hacen uso de varias iglesias (H. Bresc “Le Royaume Normand d'Afrique et l'archevèché de Mahdiyya”, en Le Partage du Monde, Ballard y Ducellier). Se dice que los últimos del África serían un puñado de familias rumi perdidas en la isla de Yerba, que aún les da tiempo a conocer los conquistadores españoles en el siglo XIV, aunque desaparecen casi a renglón seguido. 

Rumis en el sur, la supervivencia más inesperada
Resulta que también, y contra todo pronóstico, en pleno medio aparentemente copado por los beréberes, en las estribaciones del Aurés y al sur de todas las provincias; ciertos núcleos supieron sobrevivir. Y no fueron casos aislados, muchos datos apuntan a un contingente humano más que significativo. En Tahert, al sudoeste de Argelia, bajo el mismo Ibadismo (una de las ramas del Kharidjismo) que dominó siglo y medio (del 761 al 908), unos celosos rumis, campesinos y guerreros terribles, formaban parte de los notables en la comarca. No podían ser “moros cristianizados” porque su lengua era el latín, la mayoría trabajaban con habilidad el agro y habitaban en moradas fortificadas; de tal modo que nos recuerdan vivamente a los limitanei y sus fortines del limes. Al parecer, su
106 La verdad es que la evolución “hacia menos” no es tan espectacular como puede parecer (recordemos que en el 534 se habían reunido en Cartago casi 300 obispos); sigue de hecho el mismo patrón que otros territorios de similar orden. Por ejemplo en Sicilia, de 16 obispados en el siglo IX (los últimos días cristianos) pasó a tan sólo uno a inicio del siglo XI, aquel de Palermo, tras el dominio de los aglábidas musulmanes. En Hispania, en el siglo IX, las listas conciliares muestran cada vez más ausencias, de forma acelerada (una de las sedes que resisten corresponde precisamente a Tánger). La reconquista Normanda y de los reinos cristianos hispánicos dará el cambio de timón en sentido contrario también en breve tiempo. Las religiones se nutren del ambiente, eso está meridianamente claro. También se conserva una carta del Papa León IX con fecha 17 de Diciembre del 1053 dirigida a Tomás, obispo de Cartago, residente en Túnez. Se trata de una información muy relevante porque intenta mediar en la disputa por la primacía que mantenía el cartaginés con otro titular afincado en Gummi (es decir Mahdiyya), ciudad que se había visto elevada a capital después de la destrucción de Kairouan por los hilalianos. Se citan otros tres más pero sin precisar los lugares donde ejercían y cohabitación con los ibadíes fue tan fructífera y duradera que cuando los fatimíes atacaron a los primeros, unieron su suerte a la de ellos. Tomada la medina de Tahert, también los rumi huyeron con los restos de rustamidas (de Ibn Rustam, cabeza de las tribus ibadies), hacia el oasis de Ouargla donde se pierde su rastro107. La verdad es que hay otros ejemplos de rumis del antiguo limes que se agarraron a su arcano terruño. Las piedras comienzan a hablar, cuando se realizan las primeras campañas arqueológicas en las alejadas regiones. Y la literatura (analizada con más minuciosidad) también desgrana informaciones preciosas. Tan al sur como Tlemcen, Al-Bakri en pleno siglo XI todavía nos dice que allí “se encuentran las ruinas de muchos monumentos antiguos y los restos de una población cristiana que se han conservado hasta nuestros días; y hay también una iglesia abierta muy frecuentada por ellos. En suma, las señales abundan y merecerían sin duda un análisis más profundo que aún espera su momento entre los historiadores. 

21 Septem-Ceuta y los rumis cristianos (mozárabes), ¿una larga historia?
La arqueología y un buen número de datos literarios demuestran que la ciudad de Ceuta y su entorno (territorio que habría que ampliar en bastantes kilómetros) permaneció habitada por población rumi cristiana desde la debacle jariyí hasta la llegada, en el año 931, de las huestes de Al-Nasir, que convertiría ahora Septem en Septa como ciudad del reino omeya de Hispania (Al-Andalus). Sólo entonces se construye una verdadera medina musulmana, se nombra un cadí y se abre una mezquita que reutiliza (aplicando sólo los cambios necesarios para el nuevo culto) la antigua catedral de Justiniano. Cuando Ceuta devino ya en el siglo XI siguiente, una ciudad predominantemente (pero no “exclusivamente”) islámica, rica y culta, se fraguaron leyendas que pugnaban en buscar un arcano origen más acorde con la fe y cultura imperantes por entonces. Todas ellas (la del jefe “Maykas” incluido, un supuesto líder “gumarí” que a la vez que refunda la ciudad hacia el 750, se hace fiel musulmán -¡le habría enseñado otro “ceutí” misterioso anterior!-), son topos literarios muy burdos y fáciles de refutar; por su belleza literaria y el lamentable uso “como cierto” que hacen algunos autores marroquíes “alauitas” empeñados en sostener mitos y equívocos “nacionalistas”, las consideraremos en un apéndice final. Este es, desde luego, un fenómeno muy común y basta recordar los textos turcos del siglo XVI y XVII (por citar un ejemplo “extremo” y tardío) que aseguran la fundación de Constantinopla a cargo de un tal Yanko Ibn Madyan mil años antes de Cristo (“Ayasofia” incluída) y su islamización “parcial” ya con Abu Eyyub Ansari; para tener clara perspectiva de la pertinacia de esta tradición (Todos estos datos se saben gracias a la Crónica de los Rustamidas, elaborada a principios del siglo X por Ibn al-Sagir)en todo el mundo del Islam. En cuanto a los Idrisis, su dominio, que comenzaría hacia el 880, es a todas luces puramente nominal; no teniendo especial interés en refundar o repoblar la derruida ciudad, de modo que cuando llegan las huestes andalusíes no encuentran soldados allí y los pocos habitantes, cuya naturaleza no se especifica, acogen con muy buen talante a los nuevos dueños108. La arqueología, una vez más, se erige en la prueba más terca y clave: en las murallas se observa la íntima superposición de obra romana a la árabe califal hispana o cordobesa (ya del año 931); de modo que, si hubo ocupación intermedia como mucho se trató de algo muy precario. Y, aún más importante, en ningún caso de carácter musulmán porque el ajuar no corresponde en ningún caso a una comunidad islamizada. No debe extrañar en absoluto; tal fue algo común a casi todos los lugares que habían sostenido una ciudad romano-bizantina importante y donde los antiguos habitantes lograron aferrarse a ruinas y medios de vida inveterados. Los omeyas cordobeses no pudieron asumir ninguna mezquita previa, hubieron de transformar la vieja catedral y construir otras nuevas en años sucesivos. Los vestigios romanos están a la vista por todos lados, y aún mucho tiempo después, como atestigua entre otros el citado Al-Bekri. Pero no sólo es lo material, también existen ciertas referencias escritas de esa continuidad; y entre ellas (todas poco sospechosas de interés alguno en arrimar “razones” a poderes del momento) podemos destacar un párrafo de Ibn Jurdadbith, autor entre los clásicos de la geografía árabe. Inserto entre datos reales y a los que tenía acceso directo por corresponder a su misma época, señala una villa de Ceuta que se encuentra al lado de al-Khadra (Algeciras o Tánger) y su soberano es Ilyan. Es evidente que éste no puede ser el mismo Julián de época bizantina; así que, o es un error o se trata de otro personaje homónimo y, en cualquier caso un rumi. Hecho éste último refrendado un poco más adelante cuando el mismo autor nos enumera las posesiones de los hijos de Idris Ibn Idris, véase los descendientes del jefe Idris II: coloca bajo su dominio a Tremecén, Tánger y Fez, entre otras, pero no incluye a esa Ceuta que quedaba a cargo o gobernada por ese Ilyan. En éste hilo, sin embargo, no deberíamos engañarnos: Ceuta sería apenas una sombra, precaria y pequeña comunidad rumi agrícola y/o comercial local; lo que explica que los más grandes autores árabes hasta el X-XI no se detengan a considerarla: así Al-Yaqübi ni tampoco Al-Istahri se dignan hacerlo. El mundo “cristiano-africano” es una rareza, un “fósil histórico” arrinconado aquí y allá, que observan sin comprender y al que no dan mayor importancia que lo anecdótico, pobre y anticuado. Con todo, sabemos que, a despecho de su escaso valor político, ciertos estamentos cristianos de Occidente mantuvieron trato y recibieron información sobre esas comunidades. En el caso de Proconsular-Numidia-Byzacena sabemos de sobra que fueron muy significativos con Roma (como hemos desarrollado antes) pero también con Bizancio algo, aún cuando al límite, debió existir. Extremadamente importante al respecto, a pesar de un general desconocimiento de esta fuente, es la lista de obispados cristianos, llamada de León el Sabio y fechada en el año 883, en la que se cita expresamente incluso a un modesto titular de Septem109. Si ese prelado existió de cierto, debía pastorear sobre diversas comunidades distribuidas por toda Tingitana, oscuras y mudas, tanto o más que las del corazón en Proconsular o remotos rincones del sur bético, aparentemente desaparecidas pero que cobran vida al revisar la correspondencia del Papa con un obispo de Cartago en los siglos VIII al XI y otros documentos escritos que se sumarán a la más definitiva epigrafía/arqueología. Poco más tarde, hacia 867-869, sabemos que ciertos andalusíes que emigraban de Kalsama (alrededores de Cádiz), huyendo de pestes y sequías, no pudieron acceder al interior de la ciudad vieja ceutí, porque sus habitantes no cedieron las propiedades y debieron ocupar tierras en los alrededores pagando su seguridad “a unos beréberes nómadas” (diferenciados pues de los habitantes fijos de la urbe) de modo que, al crecer y acercarse poco a poco al itsmo conformarán, más tarde, un primer arrabal extramuros. De este grupo se derivará una comunidad andalusí, engrosada de continuo, que pervivirá casi todo el periodo musulmán de la ciudad junto a los árabes y cristianos. Porque en la Ceuta califal cordobesa (931-1031), los periodos intermedios, en el próspero principado independiente de Ceuta (que ocupa todo el siglo XIII), y por supuesto a la víspera de la toma por el capitán D. Pedro de Meneses en 1415, siempre existieron importantes minorías cristianas en “Septa”. De hecho, durante todo este tiempo la “perla del Estrecho” tenía una población bien estructurada, perfectamente conocida por muchas y variadas fuentes y que merece la pena desglosar con detalle. Un grupo de origen y lengua árabe constituía la élite de la sociedad, ocupaba los cargos jurídicos, religiosos e intelectuales. Todo ciudadano que se preciara, trataba de enlazar su nombre con una “nisba” de éste tipo. Y dentro de ellos se distinguían los venerados “Chorfas Saqilliy” (se tenían por descendientes directos de Idris, y por ende del Profeta, aunque habían llegado desde la Sicilia musulmana (de ahí el Saqilliy o “sicilianos”) además de los “Azafis”, tal vez originados en sirios o iraquíes de las migraciones en etapas sucesivas. Otro segmento, el más numeroso de todos con diferencia, lo conformaban los andalusíes, muy diversos y entre los que por supuesto predominaban conversos hispano-godos (y africanos conversos) que hablaban un dialecto trufado de palabras árabes, latinas y de romance. De ellos surgieron los profesionales medios, trabajadores del cuero, joyeros, tejedores, juristas, incluso campesinos porque conocían las técnicas agrícolas (que aún los beréberes no aplicaban en grado alguno) y por ende los propietarios de tierras “no contrataban un moro mientras hubiera un andalusí disponible”110. La minoría cristiana era la siguiente en importancia. Vivían en áreas y comunidades determinadas o “funduqs” que se distinguían a su vez entre ellos. Aquí radica un elemento muy interesante también en orden a la permanencia mozárabe ceutí. Varios textos nos hablan de siete distintos, según su procedencia y habla: castellano, catalano-aragonés, portugués, genovés, pisano, marsellés y un séptimo “autóctono”. ¿Quiénes podían ser esos “cristianos de origen local”?. Pocas dudas pueden caber. Al margen de las aportaciones de otros mozárabes, como aquella atestiguada en 1126 de unos pocos millares de ellos llegados tras ser expulsados desde Almería, lo más nutrido parece haber sido africanos desde siempre. Y los más respetados (comunidad original que los musulmanes consideraban como “a cuidar” por ser los del libro que allí habitaban antes) hasta el punto de que eran a los únicos que se les permitía mostrar su culto y procesiones111. Estos cristianos tenían, al menos, un templo dedicado a Santa María de África y un sacerdote mayor que intentó mediar con las autoridades para salvar la vida de algunos prisioneros peninsulares (como aquel Domingo Bono de Palma) o del mismo San Daniel. No eran pocos y se dejaban ver, tanto que Abu-l-Abbas al-Azafi y su hijo Abu-l-Qasim intentaron contrarrestar el fasto y la importancia de las fiestas cristianas de la Navidad o “mawlid yannayr”, el “mahrayan” o “ansara” con la promoción de una fiesta nueva: el nacimiento del profeta, algo a lo que algunos puristas musulmanes se opusieron teniéndola por sospechosa de “culto a santo”. Ceuta en cualquier caso, celebró ese Mawlid “competitivo” antes que ninguna otra ciudad del Magreb y que Granada misma. Tantos “mozárabes” tenían acomodo en torno al territorio Ceuta-Tánger que poco tiempo después se ha constatado la “emigración de cristianos” desde allí hasta la península. Un ejemplo tan sorprendente como indiscutible es el de aquellos caballeros farfanes, misteriosos cristianos que procedían de Marruecos y emigraron a Sevilla en el siglo XIII. Ellos mismos aseguraban que descendían de “godos” que habían luchado con Julián y sus rumis “fincaron en tierra de Marruecos, que los envió allá Ulit Noramamolín por ruego del Conde Don Illán. 8 Cabe destacar que los beréberes no habitaban en grado perceptible dentro de la comarca de Ceuta y así lo reflejan todos los autores. La lengua “amazig” era desconocida en general y despreciada por su agrafia y sequía literaria entre los cultos árabes y los andalusíes. Los intercambios se realizaban en la “franca”, el árabe, que todos los que viajaban conocían, incluidos los moros más activos que hasta allí se acercaban a vender y comprar. No hay un solo elemento de cultura bereber que haya sido encontrado en el entorno arqueológico abierto en Ceuta.  El proselitismo o la predicación cristiana fuera de los funduqs estaba rigurosamente prohibida, desde luego, pero esa permisividad con unos parece haber sido la causa de que San Daniel y sus compañeros se atrevieran a ir un poco más allá. Seguro que es por ello, que el gobernador almohade en 1227 les condena a muerte; razón por la cual pasa a ser considerado uno de los mártires patronos de la ciudad y festejado desde 1415 en su parroquia cada 10 de Octubre y hasta el día de hoy). Difícil pero apasionante buscar explicación histórica para tales realidades tardías. Aún más reciente, es una realidad incuestionable que los conquistadores portugueses y castellanos (desde Alfonso X) encontraron cristianos, no ya en la ciudad ceutí, sino en las montañas abruptas de los alrededores: hombres que no vestían chilaba, sino trajes similares a los aldeanos más remotos de su tierra (los gallegos), que celebraban como patrón a San Juan y hablaban un romance latino “ininteligible” (el confuso testigo, que no ha oído hablar jamás de bizantinos y romanos por esos lares; cree, lógicamente, que son descendientes de “godos” como los demás peninsulares de los que él se siente parte, aún cuando embrutecidos, y acierta a entender que los moros llaman a tales algo así como “gaitan” (clara referencia a “tingitan” o “tingitanos”) pero que a él le suena a “galegán” o “galegos” como lo único posible de entender en su mundo del siglo XIV): “i es q¹cerca de Tetuán está una sierra llamada BenihassanŠ Habítanla oi mas de diez mil familias de barbaros q¹conservan assí los hombres como las mujeres el traje de Galegos, q¹quedaron en aquella tierra de tiempo de los godos, i los mismos moros de Tetuen los llaman Galegos, porq¹dicen lo son, i el día del Precursor Baptista baxan alauarse al mar gran numero dellos, i festejan el nacimiento del Sancto con baílesŠ. El resto del devenir de Septem-Ceuta ya excede nuestro interés post-bizantino en todos sus aspectos, porque se integra radicalmente, por mano de D. Pedro Meneses ese año de 1415, cuarenta años antes de la caída de Constantinopla, como parte muy honda de la hispanidad. La repoblación siguió los usos tradicionales, y sería especialmente rigurosa. De hecho, los primeros “moros” autorizados a entrar en la ciudad, desde esa época inicial, fueron los llamados “mogataces”, que procedían de Oran tras la retirada española de esa plaza en 1792 y que deseaban seguir sirviendo como soldados “españoles”. Hasta la llegada masiva de emigrantes ilegales en la década de 1980, los musulmanes “de origen marroquí” eran casi una anécdota en la urbe y apenas significativa en el extrarradio; incluso los mercenarios que al servicio del ejército franquista estuvieron allí acuartelados unos años, volvieron casi todos a sus hogares en otras provincias tras la constitución del reino de Marruecos, en verdad muy pocos permanecieron en la ciudad porque ninguno era oriundo de allí.

El África bizantina. Parte III (3)

20 Ultimas noticias del África bizantina
Pasada la feroz etapa de la invasión árabe, la aún más terrible oleada bereber subsiguiente y la postrera penitencia de la revolución jariyí, los romanos supervivientes que no pudieron o quisieron optar por la diáspora, de cierto diezmados, tuvieron la oportunidad de continuar una difícil existencia, muy oscura hasta el día de
102 Lydia Carras: “The Life of ST. Athanasia de Aegina, (A critical edition with introduction”, en MAISTOR, Classical, Byzantine and Renaissance Studies for R. Browning, Camberra, 1984, págs: 199-224. Fr. Dvornik, (ed.). La Vie de Saint Gregoire le Decapolite et les Slaves macédoines au IXe siècle, Paris, 1926 G. Rossi-Taibbi, (ed.). Vita di Sant'Elia il Giovane, Palerme, 1962
hoy cuando, muy poco a poco y con suma dificultad, se empieza a escrutar cierta luz sobre ello103. En lo que habían sido las áreas más desarrolladas del África, no hay duda de que la población rumi resistió durante mucho tiempo y en mejores condiciones. La urbanidad nunca volvió a ser nada parecido a lo que el mundo clásico había creado, pero puntuales “medinas” musulmanas habrían de permitir asentamientos y pálidos reflejos en los que cabía la vida de “hábito civilizado estándar”. Allí parecen haber confluido, y resulta lógico, una buena parte de las comunidades cristianas más dinámicas que, en paralelo a Hispania podemos dar en llamar “mozárabes africanos”. No obstante, este “mozarabismo” no fue un fenómeno exclusivamente “ciudadano”, en modo alguno. Muchas pequeñas localidades rurales se mantuvieron vivas (no pocas constituidas sólo por rumis) y, de hecho, durante siglos casi en cualquier rincón tales conformaban al menos, una minoría muy importante. Se entiende entonces que, hacia el 880, el geógrafo árabe al-Yaqubi104, hombre observador que viajaba por el flamante “Magreb”, nos describa una población bien heterogénea; donde árabes y beréberes convivían con los Adjam al-balad (“no árabes oriundos del país”), denominándolos ora Rum (romanos) cuando Afariqa (africanos), dos términos equiparables en tanto señalan “nación” (Roma) y provincia (África) y que reproducen los mismos usados desde tiempos alto-imperiales. Parece bien lógica la situación, a poco más de un siglo vista de las invasiones y teniendo en cuenta los altos niveles iniciales de rumis en todo el área “histórica” de la Romanía norteafricana, la misma que después sería la rectora en sociedad y vida. Más sorprendente, en cambio, es que a la postre tengamos también seguras referencias de supervivencia en las áreas más castigadas y expuestas, en teoría, como fue el limes sur de Byzacena, Numidia o la Cesariana. Resulta que ciertos núcleos supieron defenderse y mantener también parcelas donde vivir durante periodos que nos parecían a priori imposibles. Merece la pena detenerse algunos párrafos para desglosar ciertas noticias de este “post-bizantinismo africano”, que se extendía desde Cirenaica a Tingitana

Rumis en las ciudades del Magreb
103 La salida de africanos en la primera mitad del siglo VIII debió ser un fenómeno casi “masivo”. No sólo afectó a las élites ciudadanas y cultivadas, muchos plebei que tuvieron oportunidad antes de que la navegación civil en el espacio siciliano-africano se tornara imposible, se trasladaron a Sicilia e Italia, tan próximas en geografía, lengua y cultura (Anne-Marie Edde, Communautés chrétiennes en Pays d'Islam, du début de VIIe Siècle au Milieu du XIIe Siècle, SEDES, pág. 41). Hacia el 720 se trataba de una verdadera “invasión” humana que preocupó a las autoridades en las tierras receptoras; una vez más, el capítulo del que nos ha llegado más información es el relativo a los problemas para encuadrar al clero que arribaba. En el 729, el Papa Gregorio II enviaba una carta a San Bonifacio, obispo de Turinga, advirtiéndole de revisar las ordenaciones de sacerdotes africanos entre los exiliados, por mor de controlar de forma cabal tales nombramientos que debían sumarse al organigrama local, lo cual no siempre era fácil. (Migne, Patrología latina. vol. 89, col. 502). 104 Al-Yaqubi, Kitab al-Buldan, ed. De Goeje, Leyde, 1892, Págs. 342 y subsiguientes.
Sabemos que pequeñas comunidades, tras el primer momento de pánico y huída a cuevas o montañas, retornaron a los aledaños de ciudades destruidas, para cultivar pequeños huertos y llevar una vida casi “autárquica”. En el medio rural pudo ocurrir también algo similar sobre aldeas y viejos “fundos”, pero de igual manera se trataría de círculos muy pequeños de habitabilidad. El ambiente hostil generado por nómadas haría imposible, en breve plazo, la vida rumi en gran densidad. Lo más significativo es que desde los campos o las ciudades en baja, parece que muchos africanos se desplazaron a las nacientes “medinas”, lugares donde más posibilidades se generaban; de modo que, incluso en la capital (de origen árabe) que era la antigua base de Kairouan llegarían a conformar un sector más que notable. El cronista Al-Raqiq (muerto en 1027), nos ha dejado un relato muy ilustrativo al respecto. Afirma que cuando en el 793 el nuevo gobernador Al-Fadl Ibn Rawh llegó a ella, fue recibido de manera muy calurosa por los “romanos”. Qustas (es decir, Constantino), jefe de la comunidad rumi, se había preocupado de adornar toda la calle principal con ramos de flores, una banderola en la que se podía leer una inscripción coránica y justo delante del palacio una peculiar cuba de vidrio en la que nadaban algunos peces, un discreto símbolo del cristianismo, sin duda. El jefe árabe quedó tan encantado que convocó a Qustas para darle las gracias y, rompiendo todas las normas del derecho musulmán, autorizándole a construir una iglesia; el relator (hijo de su época) no se reprime para añadir “si así fue, al-Fadl cometió verdaderamente algo impío”105. A la centuria siguiente tenemos también algunos datos fiables. Así por ejemplo, gracias a un documento menor -entre los escasos de toda índole que se han conservado- sabemos que hacia el año 850, el gran cadí Sahnun de la misma ciudad convocó a los jefes rumis (al-ru'asa) para darles férreas instrucciones frente al próximo Ramadán. Prueba de que su número era importante y que su comportamiento era objeto de prevención. Un siglo después y durante todo el periodo de los Ziridas (972-1148), hay también signos de su existencia en relativa calma. En el 990, una fatwa de Ibn Abi Zayd menciona la existencia de un poderoso gremio de rumis vendiendo telas y cita las localidades, muchas, del reino en donde los cristianos aún eran mayoría (R. Idris, La berberie orientale sous les Zirides, II, pág. 757). Lápidas funerarias latinas de un cementerio en la capital se han encontrado con fechas varias de tal época; la última del año 1046 (A. Mahkoubi, “Nouveau témoignage epigraphique sur la communaute chrétienne de Kairouan au XI e siècle”, Afrique, 1, 1966, págs: 85-96). En ellas ya se observan rasgos de “aculturación” porque, al lado de la datación cristiana se añade la era musulmana, señalando un annus infedelium correspondiente. Todo apunta a que los sacerdotes y obispos quedaron muy reducidos, en mucha mayor proporción que los fieles y por ende, en medio de tanta dificultad, se entiende 105 No debe extrañar la “amistad” rumi-árabe, ambos representaban entonces la urbanidad frente al mundo bereber; las alianzas habían mudado desde la invasión de finales del siglo VII. Los primeros “civiles” en poblar Kairouan fueron sin duda rumis.
un empobrecimiento drástico de la antaño rica y conflictiva vida eclesiástica. No obstante, es seguro que un cierto número de obispos se mantuvieron en sus sedes. Por desgracia nada sabemos de ellos y cómo fue su decadencia, apenas que en 1053 sólo restaban ya cinco prelados en toda África106. La última referencia segura sobre jerarquías data de 1076, cuando Gregorio VII mantuvo correspondencia con el obispo Ciriaco de África; el único que, según se lamentaban, restaba por entonces. De hecho le conminaba a nombrar otro compañero él mismo, lo cual no era canónico pero sí necesario in extremis, para poder asegurar la continuidad de la histórica saga. Tampoco, no obstante, aquel fue un final estrictu sensu. Los cristianos autóctonos, aislados y dispersos, despreciados como una minoría rancia desprovista de valor material y peligro, siguieron conservando religión (más dudoso es el caso de la lengua) aunque sin encuadramiento pastoral ni relación con Roma, al menos dos siglos más. Así, en 1148 cuando los normandos conquistan Mahdiyya descubren, con sorpresa infinita, que allí residen cristianos en número respetable y hacen uso de varias iglesias (H. Bresc “Le Royaume Normand d'Afrique et l'archevèché de Mahdiyya”, en Le Partage du Monde, Ballard y Ducellier). Se dice que los últimos del África serían un puñado de familias rumi perdidas en la isla de Yerba, que aún les da tiempo a conocer los conquistadores españoles en el siglo XIV, aunque desaparecen casi a renglón seguido. 

Rumis en el sur, la supervivencia más inesperada
Resulta que también, y contra todo pronóstico, en pleno medio aparentemente copado por los beréberes, en las estribaciones del Aurés y al sur de todas las provincias; ciertos núcleos supieron sobrevivir. Y no fueron casos aislados, muchos datos apuntan a un contingente humano más que significativo. En Tahert, al sudoeste de Argelia, bajo el mismo Ibadismo (una de las ramas del Kharidjismo) que dominó siglo y medio (del 761 al 908), unos celosos rumis, campesinos y guerreros terribles, formaban parte de los notables en la comarca. No podían ser “moros cristianizados” porque su lengua era el latín, la mayoría trabajaban con habilidad el agro y habitaban en moradas fortificadas; de tal modo que nos recuerdan vivamente a los limitanei y sus fortines del limes. Al parecer, su
106 La verdad es que la evolución “hacia menos” no es tan espectacular como puede parecer (recordemos que en el 534 se habían reunido en Cartago casi 300 obispos); sigue de hecho el mismo patrón que otros territorios de similar orden. Por ejemplo en Sicilia, de 16 obispados en el siglo IX (los últimos días cristianos) pasó a tan sólo uno a inicio del siglo XI, aquel de Palermo, tras el dominio de los aglábidas musulmanes. En Hispania, en el siglo IX, las listas conciliares muestran cada vez más ausencias, de forma acelerada (una de las sedes que resisten corresponde precisamente a Tánger). La reconquista Normanda y de los reinos cristianos hispánicos dará el cambio de timón en sentido contrario también en breve tiempo. Las religiones se nutren del ambiente, eso está meridianamente claro. También se conserva una carta del Papa León IX con fecha 17 de Diciembre del 1053 dirigida a Tomás, obispo de Cartago, residente en Túnez. Se trata de una información muy relevante porque intenta mediar en la disputa por la primacía que mantenía el cartaginés con otro titular afincado en Gummi (es decir Mahdiyya), ciudad que se había visto elevada a capital después de la destrucción de Kairouan por los hilalianos. Se citan otros tres más pero sin precisar los lugares donde ejercían y cohabitación con los ibadíes fue tan fructífera y duradera que cuando los fatimíes atacaron a los primeros, unieron su suerte a la de ellos. Tomada la medina de Tahert, también los rumi huyeron con los restos de rustamidas (de Ibn Rustam, cabeza de las tribus ibadies), hacia el oasis de Ouargla donde se pierde su rastro107. La verdad es que hay otros ejemplos de rumis del antiguo limes que se agarraron a su arcano terruño. Las piedras comienzan a hablar, cuando se realizan las primeras campañas arqueológicas en las alejadas regiones. Y la literatura (analizada con más minuciosidad) también desgrana informaciones preciosas. Tan al sur como Tlemcen, Al-Bakri en pleno siglo XI todavía nos dice que allí “se encuentran las ruinas de muchos monumentos antiguos y los restos de una población cristiana que se han conservado hasta nuestros días; y hay también una iglesia abierta muy frecuentada por ellos. En suma, las señales abundan y merecerían sin duda un análisis más profundo que aún espera su momento entre los historiadores. 

21 Septem-Ceuta y los rumis cristianos (mozárabes), ¿una larga historia?
La arqueología y un buen número de datos literarios demuestran que la ciudad de Ceuta y su entorno (territorio que habría que ampliar en bastantes kilómetros) permaneció habitada por población rumi cristiana desde la debacle jariyí hasta la llegada, en el año 931, de las huestes de Al-Nasir, que convertiría ahora Septem en Septa como ciudad del reino omeya de Hispania (Al-Andalus). Sólo entonces se construye una verdadera medina musulmana, se nombra un cadí y se abre una mezquita que reutiliza (aplicando sólo los cambios necesarios para el nuevo culto) la antigua catedral de Justiniano. Cuando Ceuta devino ya en el siglo XI siguiente, una ciudad predominantemente (pero no “exclusivamente”) islámica, rica y culta, se fraguaron leyendas que pugnaban en buscar un arcano origen más acorde con la fe y cultura imperantes por entonces. Todas ellas (la del jefe “Maykas” incluido, un supuesto líder “gumarí” que a la vez que refunda la ciudad hacia el 750, se hace fiel musulmán -¡le habría enseñado otro “ceutí” misterioso anterior!-), son topos literarios muy burdos y fáciles de refutar; por su belleza literaria y el lamentable uso “como cierto” que hacen algunos autores marroquíes “alauitas” empeñados en sostener mitos y equívocos “nacionalistas”, las consideraremos en un apéndice final. Este es, desde luego, un fenómeno muy común y basta recordar los textos turcos del siglo XVI y XVII (por citar un ejemplo “extremo” y tardío) que aseguran la fundación de Constantinopla a cargo de un tal Yanko Ibn Madyan mil años antes de Cristo (“Ayasofia” incluída) y su islamización “parcial” ya con Abu Eyyub Ansari; para tener clara perspectiva de la pertinacia de esta tradición (Todos estos datos se saben gracias a la Crónica de los Rustamidas, elaborada a principios del siglo X por Ibn al-Sagir)en todo el mundo del Islam. En cuanto a los Idrisis, su dominio, que comenzaría hacia el 880, es a todas luces puramente nominal; no teniendo especial interés en refundar o repoblar la derruida ciudad, de modo que cuando llegan las huestes andalusíes no encuentran soldados allí y los pocos habitantes, cuya naturaleza no se especifica, acogen con muy buen talante a los nuevos dueños108. La arqueología, una vez más, se erige en la prueba más terca y clave: en las murallas se observa la íntima superposición de obra romana a la árabe califal hispana o cordobesa (ya del año 931); de modo que, si hubo ocupación intermedia como mucho se trató de algo muy precario. Y, aún más importante, en ningún caso de carácter musulmán porque el ajuar no corresponde en ningún caso a una comunidad islamizada. No debe extrañar en absoluto; tal fue algo común a casi todos los lugares que habían sostenido una ciudad romano-bizantina importante y donde los antiguos habitantes lograron aferrarse a ruinas y medios de vida inveterados. Los omeyas cordobeses no pudieron asumir ninguna mezquita previa, hubieron de transformar la vieja catedral y construir otras nuevas en años sucesivos. Los vestigios romanos están a la vista por todos lados, y aún mucho tiempo después, como atestigua entre otros el citado Al-Bekri. Pero no sólo es lo material, también existen ciertas referencias escritas de esa continuidad; y entre ellas (todas poco sospechosas de interés alguno en arrimar “razones” a poderes del momento) podemos destacar un párrafo de Ibn Jurdadbith, autor entre los clásicos de la geografía árabe. Inserto entre datos reales y a los que tenía acceso directo por corresponder a su misma época, señala una villa de Ceuta que se encuentra al lado de al-Khadra (Algeciras o Tánger) y su soberano es Ilyan. Es evidente que éste no puede ser el mismo Julián de época bizantina; así que, o es un error o se trata de otro personaje homónimo y, en cualquier caso un rumi. Hecho éste último refrendado un poco más adelante cuando el mismo autor nos enumera las posesiones de los hijos de Idris Ibn Idris, véase los descendientes del jefe Idris II: coloca bajo su dominio a Tremecén, Tánger y Fez, entre otras, pero no incluye a esa Ceuta que quedaba a cargo o gobernada por ese Ilyan. En éste hilo, sin embargo, no deberíamos engañarnos: Ceuta sería apenas una sombra, precaria y pequeña comunidad rumi agrícola y/o comercial local; lo que explica que los más grandes autores árabes hasta el X-XI no se detengan a considerarla: así Al-Yaqübi ni tampoco Al-Istahri se dignan hacerlo. El mundo “cristiano-africano” es una rareza, un “fósil histórico” arrinconado aquí y allá, que observan sin comprender y al que no dan mayor importancia que lo anecdótico, pobre y anticuado. Con todo, sabemos que, a despecho de su escaso valor político, ciertos estamentos cristianos de Occidente mantuvieron trato y recibieron información sobre esas comunidades. En el caso de Proconsular-Numidia-Byzacena sabemos de sobra que fueron muy significativos con Roma (como hemos desarrollado antes) pero también con Bizancio algo, aún cuando al límite, debió existir. Extremadamente importante al respecto, a pesar de un general desconocimiento de esta fuente, es la lista de obispados cristianos, llamada de León el Sabio y fechada en el año 883, en la que se cita expresamente incluso a un modesto titular de Septem109. Si ese prelado existió de cierto, debía pastorear sobre diversas comunidades distribuidas por toda Tingitana, oscuras y mudas, tanto o más que las del corazón en Proconsular o remotos rincones del sur bético, aparentemente desaparecidas pero que cobran vida al revisar la correspondencia del Papa con un obispo de Cartago en los siglos VIII al XI y otros documentos escritos que se sumarán a la más definitiva epigrafía/arqueología. Poco más tarde, hacia 867-869, sabemos que ciertos andalusíes que emigraban de Kalsama (alrededores de Cádiz), huyendo de pestes y sequías, no pudieron acceder al interior de la ciudad vieja ceutí, porque sus habitantes no cedieron las propiedades y debieron ocupar tierras en los alrededores pagando su seguridad “a unos beréberes nómadas” (diferenciados pues de los habitantes fijos de la urbe) de modo que, al crecer y acercarse poco a poco al itsmo conformarán, más tarde, un primer arrabal extramuros. De este grupo se derivará una comunidad andalusí, engrosada de continuo, que pervivirá casi todo el periodo musulmán de la ciudad junto a los árabes y cristianos. Porque en la Ceuta califal cordobesa (931-1031), los periodos intermedios, en el próspero principado independiente de Ceuta (que ocupa todo el siglo XIII), y por supuesto a la víspera de la toma por el capitán D. Pedro de Meneses en 1415, siempre existieron importantes minorías cristianas en “Septa”. De hecho, durante todo este tiempo la “perla del Estrecho” tenía una población bien estructurada, perfectamente conocida por muchas y variadas fuentes y que merece la pena desglosar con detalle. Un grupo de origen y lengua árabe constituía la élite de la sociedad, ocupaba los cargos jurídicos, religiosos e intelectuales. Todo ciudadano que se preciara, trataba de enlazar su nombre con una “nisba” de éste tipo. Y dentro de ellos se distinguían los venerados “Chorfas Saqilliy” (se tenían por descendientes directos de Idris, y por ende del Profeta, aunque habían llegado desde la Sicilia musulmana (de ahí el Saqilliy o “sicilianos”) además de los “Azafis”, tal vez originados en sirios o iraquíes de las migraciones en etapas sucesivas. Otro segmento, el más numeroso de todos con diferencia, lo conformaban los andalusíes, muy diversos y entre los que por supuesto predominaban conversos hispano-godos (y africanos conversos) que hablaban un dialecto trufado de palabras árabes, latinas y de romance. De ellos surgieron los profesionales medios, trabajadores del cuero, joyeros, tejedores, juristas, incluso campesinos porque conocían las técnicas agrícolas (que aún los beréberes no aplicaban en grado alguno) y por ende los propietarios de tierras “no contrataban un moro mientras hubiera un andalusí disponible”110. La minoría cristiana era la siguiente en importancia. Vivían en áreas y comunidades determinadas o “funduqs” que se distinguían a su vez entre ellos. Aquí radica un elemento muy interesante también en orden a la permanencia mozárabe ceutí. Varios textos nos hablan de siete distintos, según su procedencia y habla: castellano, catalano-aragonés, portugués, genovés, pisano, marsellés y un séptimo “autóctono”. ¿Quiénes podían ser esos “cristianos de origen local”?. Pocas dudas pueden caber. Al margen de las aportaciones de otros mozárabes, como aquella atestiguada en 1126 de unos pocos millares de ellos llegados tras ser expulsados desde Almería, lo más nutrido parece haber sido africanos desde siempre. Y los más respetados (comunidad original que los musulmanes consideraban como “a cuidar” por ser los del libro que allí habitaban antes) hasta el punto de que eran a los únicos que se les permitía mostrar su culto y procesiones111. Estos cristianos tenían, al menos, un templo dedicado a Santa María de África y un sacerdote mayor que intentó mediar con las autoridades para salvar la vida de algunos prisioneros peninsulares (como aquel Domingo Bono de Palma) o del mismo San Daniel. No eran pocos y se dejaban ver, tanto que Abu-l-Abbas al-Azafi y su hijo Abu-l-Qasim intentaron contrarrestar el fasto y la importancia de las fiestas cristianas de la Navidad o “mawlid yannayr”, el “mahrayan” o “ansara” con la promoción de una fiesta nueva: el nacimiento del profeta, algo a lo que algunos puristas musulmanes se opusieron teniéndola por sospechosa de “culto a santo”. Ceuta en cualquier caso, celebró ese Mawlid “competitivo” antes que ninguna otra ciudad del Magreb y que Granada misma. Tantos “mozárabes” tenían acomodo en torno al territorio Ceuta-Tánger que poco tiempo después se ha constatado la “emigración de cristianos” desde allí hasta la península. Un ejemplo tan sorprendente como indiscutible es el de aquellos caballeros farfanes, misteriosos cristianos que procedían de Marruecos y emigraron a Sevilla en el siglo XIII. Ellos mismos aseguraban que descendían de “godos” que habían luchado con Julián y sus rumis “fincaron en tierra de Marruecos, que los envió allá Ulit Noramamolín por ruego del Conde Don Illán. 8 Cabe destacar que los beréberes no habitaban en grado perceptible dentro de la comarca de Ceuta y así lo reflejan todos los autores. La lengua “amazig” era desconocida en general y despreciada por su agrafia y sequía literaria entre los cultos árabes y los andalusíes. Los intercambios se realizaban en la “franca”, el árabe, que todos los que viajaban conocían, incluidos los moros más activos que hasta allí se acercaban a vender y comprar. No hay un solo elemento de cultura bereber que haya sido encontrado en el entorno arqueológico abierto en Ceuta.  El proselitismo o la predicación cristiana fuera de los funduqs estaba rigurosamente prohibida, desde luego, pero esa permisividad con unos parece haber sido la causa de que San Daniel y sus compañeros se atrevieran a ir un poco más allá. Seguro que es por ello, que el gobernador almohade en 1227 les condena a muerte; razón por la cual pasa a ser considerado uno de los mártires patronos de la ciudad y festejado desde 1415 en su parroquia cada 10 de Octubre y hasta el día de hoy). Difícil pero apasionante buscar explicación histórica para tales realidades tardías. Aún más reciente, es una realidad incuestionable que los conquistadores portugueses y castellanos (desde Alfonso X) encontraron cristianos, no ya en la ciudad ceutí, sino en las montañas abruptas de los alrededores: hombres que no vestían chilaba, sino trajes similares a los aldeanos más remotos de su tierra (los gallegos), que celebraban como patrón a San Juan y hablaban un romance latino “ininteligible” (el confuso testigo, que no ha oído hablar jamás de bizantinos y romanos por esos lares; cree, lógicamente, que son descendientes de “godos” como los demás peninsulares de los que él se siente parte, aún cuando embrutecidos, y acierta a entender que los moros llaman a tales algo así como “gaitan” (clara referencia a “tingitan” o “tingitanos”) pero que a él le suena a “galegán” o “galegos” como lo único posible de entender en su mundo del siglo XIV): “i es q¹cerca de Tetuán está una sierra llamada BenihassanŠ Habítanla oi mas de diez mil familias de barbaros q¹conservan assí los hombres como las mujeres el traje de Galegos, q¹quedaron en aquella tierra de tiempo de los godos, i los mismos moros de Tetuen los llaman Galegos, porq¹dicen lo son, i el día del Precursor Baptista baxan alauarse al mar gran numero dellos, i festejan el nacimiento del Sancto con baílesŠ. El resto del devenir de Septem-Ceuta ya excede nuestro interés post-bizantino en todos sus aspectos, porque se integra radicalmente, por mano de D. Pedro Meneses ese año de 1415, cuarenta años antes de la caída de Constantinopla, como parte muy honda de la hispanidad. La repoblación siguió los usos tradicionales, y sería especialmente rigurosa. De hecho, los primeros “moros” autorizados a entrar en la ciudad, desde esa época inicial, fueron los llamados “mogataces”, que procedían de Oran tras la retirada española de esa plaza en 1792 y que deseaban seguir sirviendo como soldados “españoles”. Hasta la llegada masiva de emigrantes ilegales en la década de 1980, los musulmanes “de origen marroquí” eran casi una anécdota en la urbe y apenas significativa en el extrarradio; incluso los mercenarios que al servicio del ejército franquista estuvieron allí acuartelados unos años, volvieron casi todos a sus hogares en otras provincias tras la constitución del reino de Marruecos, en verdad muy pocos permanecieron en la ciudad porque ninguno era oriundo de allí.