dimarts, 26 d’octubre del 2010

LAS REFORMAS ADMINISTRATIVAS DE FELIPE V Y FERNANDO VI

            El siglo XVIII es, al menos hasta 1789, una etapa de creciente fortalecimiento del poder real en España, y en la que el Estado logra mayor consistencia, ensanchando su radio de acción y ocupándose habitualmente de asuntos a los que con anterioridad había prestado una atención intermitente.
            Aún cuando es éste un fenómeno general en Europa, el resultado de la contienda sucesoria contribuyó, en el caso español, al logro de una mayor centralización y uniformismo, ya que el triunfo de las armas borbónicas alteró la disposición interna del Estado y reforzó la unión de las coronas castellana y aragonesa mediante una serie de disposiciones promulgadas entre 1707 y 1715, y que son conocidas como Decretos de Nueva Planta. Mediante esta legislación se varió el carácter y la estructura del Estado, y la Monarquia Hispana se transformó en Reino de España. Los territorios de los reinos orientales -Cataluña, Aragón, Valencia y Mallorca- perdieron su condición de reinos diferenciados, se hizo más fácil la implantación de pautas uniformes de gobierno, y fue cuajando progresivamente el sentimiento colectivo de pertenencia a una realidad nacional llamada España.
            A ello colaboraron positivamente una serie de factores: una coyuntura demográfica y económica expansiva; la inexistencia de instituciones susceptibles de limitar el poder real, ya que las Cortes en el siglo XVIII tuvieron una vida lánguida y sin importancia política; y el fortalecimiento de la tesis regalista, partidaria de incrementar la potestad del monarca en sus relaciones con la Iglesia.

                                            LOS DECRETOS DE NUEVA PLANTA
La Nueva Planta de la Corona de Aragón
            La conquista por las tropas borbónicas de los reinos de Valencia y Aragón en la primavera de 1707, tras la victoria de Almansa, fue la oportunidad para que la nueva dinastía acelerara el proceso centralizador, que con timidez y lentitud habían iniciado los Austrias. El 29 de junio de 1707, Felipe V dictó el primero de los Decreto de Nueva Planta, por el que quedaba derogado el ordenamiento foral de Valencia y Aragón, que era sustituido en bloque por la legislación castellana, para cuya aplicación se creaban órganos superiores de justicia en Valencia y Zaragoza, según el modelo de las Chancillerías de Valladolid y Granada.
            Una medida tan drástica era fundamentada jurídicamente en el mismo texto del Decreto: los Reinos de Valencia y Aragón perdían sus fueros y privilegios por haber incurrido en rebelión, una forma de traición a la que, como tal, correspondía un dura sanción; y el monarca, en su condición de soberano vencedor en una guerra justa, estaba legitimado para aplicar ese castigo ejemplar.
            Con la decisión abolicionista de Felipe V desaparecían todos aquellos órganos cuya razón de ser estribaba en la propia existencia de Valencia y Aragón como Reinos: los Virreyes, las Cortes, la Generalitat y la Diputación Permanente, las Audiencias forales y el Consejo de Aragón, pues ya no se reconocía la presencia corporativa de los reinos, transformados ahora en provincias.
            Si bien el Decreto de 29 de junio de 1707, fue matizado un mes más tarde al excluir de la genérica acusación de rebeldes a los partidarios aragoneses y valencianos de la casa de Borbón, cuyos privilegios y exenciones fueron confirmados, el problema de sustituir las instituciones forales por otras castellanas no era de fácil aplicación, ya que los decretos aludidos tenían un contenido únicamente derogatorio, y sólo hacían mención a la creación de sendas Chancillerías en ambas capitales.
            La falta de instrumentación en los decretos dio lugar a que la administración borbónica, al menos hasta la caída de Cataluña en 1714, estuviera presidida por un alto grado de improvisación. Pero tras las indecisiones iniciales, pronto se configuró un régimen basado en la autoridad de un Capitán General, con el asesoramiento de los magistrados del tribunal de la Audiencia en las cuestiones administrativas, y de un Superintendente en las fiscales, y con una administración territorial y local militarizada. 
            Dado que se trataba de territorios conquistados por las armas, los militares adquirieron un protagonismo destacado desde el primer instante con el objeto de mantener el orden público y hacer valer su carácter intimidatorio para mejor aplicar las novedades legislativas y tributarias. En la nueva estructura del poder borbónico en Aragón y Valencia ocupó un lugar preeminente el Comandante General del ejército, transformado en Capitán General desde 1714, quien no sólo era la suprema jerarquía castrense en ambos reinos, sino delegado del rey con las máximas responsabilidades administrativas y de gobierno. Las Chancillerías creadas en Valencia y Zaragoza en 1707 debían impartir justicia como su más alto tribunal, pero también se concibieron como contrapeso a los amplios poderes con que se encontraba investido en Capitán General. De mayoría castellana, sus miembros entraron con frecuencia en conflicto con la máxima autoridad militar por motivos de competencia, situación frecuente  por la indefinición en que estuvo sumida la administración valenciano-aragonesa hasta el fin de la guerra. Mientras que los magistrados propugnaban una administración con predominio de los letrados, los Capitanes Generales se inclinaron por una administración dirigida en su mayor parte por altos oficiales del ejército. En 1716 el contencioso quedó resuelto de manera favorable al Capitán General: las Chancillerías de Zaragoza y Valencia quedaron reducidas a Audiencias, y los respectivos Capitanes Generales pasaron a presidirlas cuando se trataran en ellas asuntos administrativos y de gobierno. Ese nuevo organismo colegiado, formado por magistrados, y presidido por el Capitán General, recibió la denominación de Real Acuerdo.
            Para dar soporte financiero a la nueva realidad político-administrativa nacida en Valencia y Aragón con la Nueva Planta, fue creada la Superintendencia General de Rentas, cuya misión fue, en un primer momento, hacer contribuir a valencianos y aragoneses de forma equiparable a los castellanos, hacerse cargo de los impuestos que percibían con anterioridad la Generalidad y Diputación, -- que eran, sobre todo, derechos aduaneros --, y pasar a controlar los bienes y derechos del Real Patrimonio. Los esfuerzos realizados por introducir después de 1707 los impuestos castellanos de la alcabala, cientos y millones no tuvieron éxito por las trabas técnicas que entrañaba su cobro. Estas dificultades alentaron en 1715 a aplicar, de manera experimental, una fiscalidad distinta, que seguía adecuando a los contribuyentes de los reinos aragoneses a la carga fiscal que soportaban los castellanos, pero siguiendo otros criterios fiscales más modernos, a los que más tarde haremos referencia. Junto a estas funciones hacendísticas, el Superintendente, ahora ya denominado Intendente, tenía atribuciones en la potenciación de los sectores productivos y las obras públicas, pasando a ser un elemento sustancial en el nuevo gobierno de los antiguos territorios forales.
            Los Decretos de Nueva Planta también pusieron fin a la organización municipal tradicional que había regido la vida local aragonesa y valenciana desde tiempos de Fernando el Católico, trasladándose el modelo castellano de regidores vitalicios, que fueron designados por el rey entre personajes de la nobleza local adictos a la causa borbónica. Estos municipios fueron englobados en nuevas demarcaciones territoriales que sustituyeron a las tradicionales sobrecullidas y comunidades aragonesas, o a las bailías valencianas. Se eligió el sistema corregimental castellano, distribuyendo el territorio aragonés en 12 corregimientos y 10 para el valenciano, siendo estas nuevas demarcaciones instrumentos esenciales para imponer y sostener el nuevo poder borbónico.
            Pese a ser una institución castellana, el cargo tuvo en Valencia, y en menor grado en Aragón, unos rasgos castrenses muy acusados, puesto que la mayor parte de los corregidores designados fueron militares de alta graduación, cuya actitud en momentos en que la guerra todavía se mantenía activa en Cataluña, pero también con posterioridad, fue la de ejercer un estrecho control sobre la población de su circunscripción territorial, y evitar así que surgieran brotes austracistas en la retaguardia borbónica.

La Nueva Planta de Cataluña y Mallorca
            La experiencia valenciano-aragonesa fue decisiva a la hora de diseñar la Nueva Planta para Cataluña y Mallorca, cuando estos territorios cayeron definitivamente en manos del ejército de Felipe V en 1714 y 1715 respectivamente.
            Cataluña había sido el núcleo del movimiento austracista, y el reino de la corona aragonesa que ofrecía una resistencia más obstinada. Cuando finalmente fue ocupada Barcelona en septiembre de 1714 y disueltas las principales instituciones catalanas, la experiencia de Valencia y Aragón y la fuerte cohesión nacional del Principado, aconsejaron no tomar resoluciones apresuradas y obrar sobre un conocimiento amplio de la realidad catalana. Es por ello que el Decreto de Nueva Planta para Cataluña tuvo una larga gestación, que ha sido estudiada por Josep María Gay. El Consejo de Castilla solicitó un dictamen previo a Francesc Ametller, uno de sus miembros catalanes y destacado borbónico, y a José Patiño, quien era presidente de la Junta de gobierno provisional del Principado, sobre cuál debía ser, a su criterio, el nuevo gobierno para Cataluña. Sus propuestas, que con pequeñas modificaciones haría suyas el Consejo, y servirían de pauta al Decreto de 9 de octubre de 1715, eras deudoras del modelo preexistente en Valencia y Aragón, aunque se evitaron referencias a la rebelión o al derecho de conquista. En el vértice de la pirámide de poder se situaba el Real Acuerdo, ese órgano colegiado constituido por la Audiencia y presidido por el Capitán General, que también en Cataluña pasaba a convertirse en la autoridad dotada de mayores competencias, al ser también gobernador general; a continuación se ubicaba  la Audiencia, supremo órgano de justicia, y cuyo regente y magistrados serían mayoritariamente castellanos, al igual que la legislación civil y criminal y la lengua a utilizar en la administración de justicia; el Intendente tendría las mismas facultades hacendísticas y de fomento ya referidas para los otros reinos de la corona aragonesa, y se establecía una división del territorio en corregimientos, siguiendo las fronteras de las veguerías forales, tutelando una administración local a la que se aplicaba el modelo municipal castellano de regidores vitalicios y de designación regia.
            Aunque nada se decía sobre la personalidad de quienes debían ocupar los doce corregimientos catalanes, si bien Ametller y Patiño en sus dictámenes habían aconsejado inoportuno que fuesen militares por considerarlos inadecuados para el ejercicio del gobierno polìtico y la administración de justicia, la resolución tomada en 1718 fue la de designar oficiales militares, considerados por Felipe V más idóneos para garantizar el orden público y la mayor eficacia en la gestión. Como señala Mercader Riba, el mantenimiento de un poderoso ejército permanentemente instalado en tierras catalanas para salvaguardar la seguridad de la monarquía borbónica en el Principado, así como la fortificación de las fronteras y costas, explica la militarización de la administración catalana, cuyo carácter perdurará sin variaciones sustantivas hasta el estallido de la Guerra de la Independencia.
            El procedimiento de elaboración y el contenido del Decreto de Nueva Planta de Cataluña de 9 de octubre de 1715 fue considerado como modelo a seguir para el Decreto de 28 de noviembre de 1715, que fijaba la Nueva Planta de Mallorca, conquistada de manos austracistas por una fuerza expedicionaria en el verano de 1715. La recomendación del caballero D'Asfeld, comandante de las tropas borbónicas de ocupación, para que se respetara el catalán en los procedimientos judiciales "porque el idioma castellano no lo entiende lo más de la gente de aquél País", no fue atendida, y la nueva Audiencia se constituyó sin variación alguna respecto a las de Barcelona, Valencia y Aragón, excepto en el número de sus magistrados, que era inferior.

Los rasgos peculiares de la Nueva Planta
            Pese a que la intención inicial de Felipe V al promulgar los Decretos de Nueva Planta era trasplantar integramente el modelo castellano a los territorios de la Corona de Aragón, no hubo en la práctica una sustitución mecánica del entramado legal tradicional por el modelo institucional castellano, ni mucho menos una anexión a la Corona de Castilla de los territorios orientales de la monarquía, pese a que algunas ciudades valencianas, catalanas y aragonesas tuvieran voto en las Cortes de Castilla.
            Ya que en régimen de Nueva Planta es un proceso iniciado en 1707, cuyo dinamismo prosigue a lo largo del siglo, son varios los rasgos sustanciales por los que se diferencia de la administración vigente en Castilla. Los más importantes son dos: la preeminencia de los militares en la cúspide de cada gobierno y en la administración territorial, y el régimen fiscal novedoso que se aplica en estos territorios.
            De la importancia de los militares ya hemos hecho referencia. Los Capitanes Generales fueron autoridades cuya hegemonía fue reconocida e indiscutida. Al igual de los virreyes forales encarnaban el poder y pertenecían a señalados linajes aristocráticos, pero a diferencia de aquellos todos eran miembros del más alto escalafón de la milicia. Los corregidores militares se mantuvieron hasta fines del Antiguo Régimen, pese a algunas designaciones de letrados en circunscripciones de segundo orden en tiempos de Carlos III, ya que la preocupación por el orden público no abandonó en ningún momento a las autoridades borbónicas, y todavía el Marqués de la Mina, capitán general de Cataluña desde 1754 hasta su fallecimiento en 1767, llamaba a los catalanes "idólatras de la libertad", cuando ya había transcurrido medio siglo desde la finalización de la Guerra de Sucesión.
            El nuevo régimen fiscal, aplicado por los Intendentes a partir de 1716, puso en marcha una experiencia piloto con la intención de, una vez comprobada su efectividad, aplicarla en Castilla, lo que no se llevó a efecto por la oposición frontal que mostraban las oligarquías castellanas a toda reforma hacendística. El modelo fiscal de los territorios de Nueva Planta se basaba en gravar las propiedades rústicas, urbanas e hipotecas con un 10 % sobre el valor de tasación, además de un tributo personal, del que estaba excluida la nobleza, sobre las rentas derivadas del trabajo personal, y los beneficios logrados de la manufactura y el comercio. El impuesto, que recibía el nombre de "Catastro" en Cataluña, "Equivalente" en Valencia. "Talla" en Mallorca, y "Única Contribución" en Aragón, tuvo un carácter de mayor modernidad que el modelo castellano, pues se basaba en la riqueza real de cada contribuyente, y el mantenimiento sin actualizaciones de importancia de las cuotas a recaudar en cada reino a lo largo de un siglo de crecimiento económico y demográfico, posibilitó su aceptación y su supervivencia hasta las reformas hacendísticas de 1845.

                                    LA ADMINISTRACION CENTRAL Y MUNICIPAL
Las reformas en la administración central del Estado
            El fin de las peculiaridades forales de la antigua Corona de Aragón es un capítulo importante en el proceso centralizador, pero no el único. Ya que el objetivo que se pretendía con la centralización era dotar de mayor poder al monarca, y de mejor eficacia y rapidez a la maquinaria administrativa, Felipe V introdujo sustanciales reformas en los órganos centrales de la monarquía.
            La lentitud e ineficacia del aparato administrativo heredado de los Austrias fue, desde el inicio de su reinado, una de las principales preocupaciones de Felipe V. Fue por ello que las reformas más sustanciales estuvieran encaminadas a reducir el peso político de los Consejos, y a desarrollar órganos unipersonales mediante el desdoblamiento de la Secretarias del Despacho.
            Los Consejos, como órganos colegiados, utilizaban una vía que requería, de acuerdo con formalismos establecidos, unos trámites premiosos que, con frecuencia, se paralizaban por cuestiones de competencia. La pérdida de los Países Bajos y las posesiones en Italia tras la Guerra de Sucesión, y el fin de la Corona de Aragón como confederación de reinos diferenciados tras los decretos de Nueva Planta, permitieron la desaparición de los Consejos de Flandes, Italia y Aragón. Se mantuvieron, sin embargo, los Consejos de Estado, Castilla, Indias, Guerra y Hacienda, además de los que entrañaban una simbiosis de autoridad civil y eclesiástica, como eran los de Inquisición, Ordenes y Santa Cruzada. Excepción hecha del de Castilla, estos Consejos vieron reducido su peso político. El Consejo de Estado pasó a tener un carácter ornamental, y el título de Consejero de Estado conservó sólo una importancia honorífica de gratificación por servicios prestados a la Corona. Los de Indias, Guerra y Hacienda siguieron actuando como tribunales de justicia en asuntos relacionados con apelaciones procedentes de las Audiencia americanas, juicios a militares o entendiendo de los recursos interpuestos a los Intendentes, pero sin intervenir en asuntos de mayor enjundia administrativa que habían pasado a los respectivos Secretarios del Despacho.
            Sólo el Consejo de Castilla no vio sus competencias mermadas, actuando como Tribunal Supremo de Justicia y con amplias responsabilidades administrativas, a la manera de un ministerio del interior. Su gobernador o presidente ocupaba el rango de segunda autoridad del reino, y su figura se hallaba realzada por un minucioso protocolo; sus fiscales, civil y criminal, tenían una gran importancia por ser los iniciadores de todo trámite, y recopilaban la información utilizada en los dictámenes; los Consejeros, estudiados por Jeanine Fayard, eran hombres de edad madura, en porcentaje elevado miembros de la pequeña nobleza, letrados y mayoritariamente Colegiales Mayores, que alcanzaban este cargo, considerado como final de su carrera, tras muchos años sirviendo en Audiencias, Chancillerías u otros Consejos y tribunales.
            La reducción del peso político de los Consejos vino acompañada por el desarrollo de las Secretarias del Despacho como órganos unipersonales con plenitud de competencias en los sectores vitales de la administración. La génesis que condujo a la Secretaria del Despacho a desdoblarse sucesivamente hasta convertirse en las Secretarias de Estado, Guerra, Hacienda, Gracia y Justicia, Indias y Marina, es conocida por los trabajos de José Antonio Escudero. La presencia de la flota aliada en el litoral mediterráneo en 1704, aconsejaron dividir la Secretaria del Despacho en dos Secretarias, una dedicada a tramitar los asuntos de Guerra y Hacienda, que ocupó José Grimaldo, y otra para los restantes asuntos, que se encargó al marqués de Mejorada. Era éste un reparto que respondía a los problemas del momento, cuando Felipe V se hallaba en dificultades hacendísticas y ante el reto de un agravamiento en la situación bélica. En noviembre de 1714, las dos Secretarias pasaron a cinco: Estado, Guerra, Hacienda, Gracia y Justicia y Marina-Indias, un organigrama que permanencería en lo sustancial (se separará más tarde Indias de Marina) como forma de gobierno a lo largo de todo el siglo XVIII. El decreto reconocía cierta autonomía operativa a cada Secretario respecto a las materias de su competencia al señalar que "ha de cultivar y seguir sus negocios respondiendo de ellos", y se confiaba en que el contacto permanente de los secretarios con el rey  sería una fórmula más expeditiva para afrontar los problemas que el lento procedimiento de la consulta de los Consejos.
            Pese a que Felipe V alentó el gobierno a través de las Secretarías y redujo el papel de los Consejos, tuvieron que convivir en la administración central las instituciones colegiadas --los Consejos --, con las unipersonales -- las Secretarias --. La falta de coordinación de este sistema fue una constante en la literatura política del siglo XVIII, y al tratarse de dos concepciones antitéticas de la administración, fue causa de un permanente debate entre los partidarios de regresar a la via reglada y formalista de los Consejos, o los que deseaban profundizar más en la vía expeditiva de las Secretarías.
            Los defensores de dar preeminencia a los Consejos eran partidarios de las garantías procedimentales que permitieran una mayor reflexión ante los problemas, y que en esa revitalización del papel de los Consejos, nobleza y letrados tuvieran un destacado protagonismo. Por el contrario, los que preconizaban que la dirección de la administración debía recaer en las Secretarías, directamente vinculadas al rey, daban prioridad a los aspectos gubernativos sobre los de procedimiento, y consideraban que el gobierno debía recaer sobre personas experimentadas en la práctica administrativa, pues eran muchos los que juzgaban inadecuados para las nuevas tareas que imponía el Estado borbónico, los saberes jurídicos caducos dispensados por una Universidad rutinaria. Como indicaba Ensenada, "el gobierno y la economía sólo la enseña la práctica", y para esas tareas los togados no eran idóneos.
            Durante los reinados de Felipe V y Fernando VI esta distinta concepción administrativa es de gran importancia y tiene su reflejo en la dirección política que toma la monarquía en asuntos de relieve, con periodos en que las consultas del Consejo de Castilla son tenidas en consideración, o en coyunturas en que las decisiones se toman gubernativamente, es decir, sin dar audiencia a los Consejos.
            El primer efecto se percibe en la propia elaboración de los Decretos de Nueva Planta que hemos reseñado con anterioridad: en 1707 el entorno del rey estaba dominado por una reducida camarilla controlada por el embajador francés Amelot, que es quien decidió, improvisadamente, dictar los decretos abolicionistas de Aragón y Cataluña sin tomar en consideración las propuestas del Consejo de Aragón, partidario de salvaguardar todo el contenido foral que no supusiera menoscabo a la suprema potestad del monarca. Si se utiliza en 1715 una génesis distinta para los Decretos de Nueva Planta de Cataluña y Mallorca, que corren por vía consultiva del Consejo de Castilla, es por la caída en desgracia, poco antes, del equipo formado por Macanaz, Orry, y la Princesa de los Ursinos, partidario del modelo gubernativo.
            El ascenso al poder de Julio Alberoni en 1717, quien ejerció los máximos poderes sin pertenecer a ningún Consejo ni Secretaría, fortaleció nuevamente la vía reservada que excluía a los Consejos de las decisiones importantes hasta su caida en diciembre de 1719.
            Con el Marqués de la Ensenada, en el inicio del reinado de Fernando VI, el modelo gubernativo basado en el poder de las Secretarías alcanzó su plenitud en menoscabo de los Consejos, y en manos de sus titulares quedaba la iniciativa de todo lo relativo a su campo de actividad, a la manera de lo ministros modernos.
            En sus Puntos de gobierno de 1748, el marqués de la Ensenada ya había manifestado claramente cuál era su concepción del gobierno de la monarquía: los Consejos debían reducirse a su condición de tribunales de justicia, perdiendo todas las competencias de índole gubernativa que debían recaer exclusivamente en las seis Secretarías del Despacho. En 1751, esa constante de su diseño político volvió a manifestarse con mucha mayor contundencia en la Representación a Fernando VI: tras indicar que "de gobierno, policía y economía de los pueblos no entendían sus ministros [ del Consejo ], porque siendo materias que las enseña la práctica, carecían de ella en su carrera de toga", consideraba gravísima esa carencia, proponiendo  seguidamente el remedio de sustituir la lenta vía colegiada, por la vía expeditiva de las Secretarías.

Las reformas en la administración territorial y local
            Los cambios en la administración central durante los reinados de Felipe V y Fernando VI se completaron con retoques en el sistema administrativo territorial, cuya función principal era aplicar en la circunscripción de su competencia las decisiones tomadas por las Secretarias y Consejos.
            Excepción hecha de Navarra, en la que pervivieron sus Cortes y Diputación, y las Provincias Vascas, que mantuvieron una cierta autonomía en lo gubernativo y fiscal, con exención de quintas, el resto del país se hallaba con un elevado grado de uniformidad. La red de tribunales de justicia, con responsabilidades administrativas, seguía teniendo en las Chancillerías de Granada y Valladolid sus órganos más importantes, seguidos de las Audiencias de Galicia, Sevilla, Canarias, las cuatro de la antigua corona aragonesa, y la de Asturias, creada en 1717, única novedad hasta la erección de la extremeña en 1790.
            Mayor novedad suponía la extensión de los Intendentes a toda España en 1718, tras su introducción en los territorios conquistados de Aragón, y unos intentos tímidos de hacerlo en Castilla. El ascenso de Alberoni, y su decidida actitud gubernativa, permitió reestructurar la figura de los Intendentes de Ejército y Provincia, calificados por Kamen de "simbolos de un gobierno centralizado". Los primeros fueron nombrados por la Secretaría de Guerra y los segundos por la Secretaria de Hacienda, sin participación de los Consejos, con competencias para el pago de las tropas, la recaudación de impuestos, el mantenimiento del orden público y el fomento económico. Su independencia de las Audiencias y de los Consejos, y su vinculación a las Secretarias de Guerra y Hacienda, provocó los ataques de los togados.
            La caida de Alberoni en diciembre de 1719, permitió a los Consejos recuperar la iniciativa perdida, logrando el desmantelamiento de los Intendentes en 1721, al dejarlos sin competencias, desapareciendo momentáneamente en Castilla hasta 1749. En esa fecha, el marqués de la Ensenada promulgaba unas extensas Ordenanzas que restablecían los Intendentes de Provincia. El Intendente concebido ahora por Ensenada pasaba a ser un cargo básico de la administración y gobierno de la monarquía: se ocuparía de los asuntos relativos a justicia, policía, hacienda y a temas relacionadas con el abasto y paga del ejército, cuestiones todas ellas vitales en los planteamientos regeneradores de Ensenada. Para fortalecer al máximo la capacidad de gestión del Intendente, el corregimiento de las capitales pasaba a ser ocupado por este funcionario todopoderoso, ejecutor administrativo de la política reformista que se planeaba.
            El corregidor completaba, en un escalón inmediatamente inferior al del Intendente, la administración territorial. Ya nos hemos referido a ellos al tratar de la incorporación de esta institución castellana a los antiguos reinos de la corona aragonesa. Si la opción militar fue allí predominante, en Castilla eran habitualmente caballeros y letrados quienes los servían, si bien conservando su carácter de "agentes políticos natos", como los denomina Benjamín González Alonso. Sus amplias competencias podían resumirse en sus dos funciones primordiales: aplicar en el territorio de su jurisdicción las instrucciones emanadas de la Corte, de la Audiencia o del Intendente; y controlar de cerca a los órganos municipales, sometidos a su presidencia.
            La administración municipal castellana se encontraba en estado lamentable. En la primera mitad de siglo se había acentuado su debilidad política al dejar de tener importancia las Cortes, y su actividad quedaba prácticamente reducida a la administración de sus propios y arbitrios, y a abastecer regularmente a los vecinos de los productos básicos de consumo. El fortalecimiento del Estado había convertido al municipio en un organismo subalterno sin vida propia. La gestión del patrimonio municipal era ineficaz a causa del acaparamiento patrimonial de las regidurías, siendo habitual los abusos y corruptelas, que no lograron eliminarse pese a que se incrementó la vigilancia sobre la administración local por parte de Intendentes y corregidores.  Sólo a fines del reinado de Felipe V se prestó atención a las haciendas locales, que se sometieron a mayor control. Pero sería Ensenada quien diseñó un conjunto de disposiciones encaminadas a establecer un nuevo marco de relación entre la monarquía y los municipios.
            Este plan de Ensenada estaba en relación con sus planes de reforma de la Hacienda, y giraba en torno a tres supuestos:
            a) la colaboración de las autoridades municipales, como agentes fiscales, en el encabezamiento de las rentas provinciales, única posibilidad de gestión directa por no poseer la administración recursos técnicos ni humanos para una mayor intervención;
            b) la supervisión por el Intendente del uso de los Propios y Arbitrios -- si bien Ensenada fracasó en su intento de establecer una Contaduría de Propios --, evitando las numerosas desviaciones que endeudaban a las corporaciones locales pese a persistir un alto grado de presión fiscal;
            c) introducir mejoras cualitativas en la gestión de los abastos y pósitos, cuyo uso quedó centralizado y regulado en el Decreto de 16 de marzo de 1751, por el que las autoridades locales debían informar del estado de sus pósitos al Secretario de Gracia y Justicia como Superintendente general de todos los pósitos del reino.
            Pese a estas medidas, derivadas de la preocupación de Ensenada por las cuestiones hacendísticas, la situación de los municipios no conoció ninguna alteración en la composición de los ayuntamientos, cuestión crucial que abordaría tímidamente Campomanes en tiempos de Carlos III.

                                                       LA POLITICA REGALISTA
El regalismo y la solución concordataria
            La tendencia centralizadora en la administración, tenía su complemento en el regalismo, una doctrina común a todas las monarquías católicas de la Europa del siglo XVIII. En su afán de controlar todos los aspectos de sus respectivos Estados, los monarcas se esforzaron por someter a su autoridad determinados ámbitos administrativos, jurisdiccionales y tributarios que eran monopolizados por el Papado.
            El nombre de "regalismo" procedía de la defensa de las regalías, o derechos inherentes a la soberanía. Los llamados regalistas eran partidarios de que el rey asumiera los derechos que, en materia eclesiástica, eran atributos intrínsecos de la soberanía real. Frente a ellos se encontraban los ultramontanos, que defendían las reservas pontificias, al considerar que todo lo eclesiástico era competencia del Pontífice y no del poder temporal. El Papa, todo lo más, podía conceder graciosamente algún privilegio al rey.
            Las regalías que con más intensidad eran reclamadas por los regalistas eran el Exequatur y el Patronato regio. El Exequatur, también denominado placet o pase regio, consistía en el derecho del monarca para conceder, retener o denegar cualquier documento pontificio en los territorios de la monarquía. Establecido por Felipe II, Felipe V ordenó que todas las bulas y breves apostólicos fueran examinados por el Consejo de Castilla antes de conceder el Exequator o "cúmplase".
            El Patronato regio, o derecho de presentación, era la regalía por excelencia, y motivo de discordias entre Roma y Madrid. Si bien los Reyes Católicos habían logrado en 1508 el derecho de presentación de las jerarquías eclesiásticas de Granada, América y Filipinas, los Borbones pretendieron el Patronato Universal, es decir, el derecho de presentación de todos los obispados, beneficios mayores y menores, etc. que se encontraran en sus dominios. El logro de ambos objetivos, prioritarios en la acción política de Felipe V y Fernando VI, condicionó las relaciones entre la Iglesia y el Estado español.
            Según Rafael Olaechea, las relaciones entre el rey de España y el Papa eran duales. En su condición de soberano de los Estados Pontificios, el rey de España tenía un embajador en Roma, al igual que en otras capitales europeas; pero en su condición de cabeza visible de la Iglesia, el rey católico estaba representado por un Agente de Preces. Roma era, pues, la única corte donde el monarca español enviada a dos delegados: con el embajador, el Papa trataba de asuntos político-religiosos; con el Agente de Preces, tramitaba los negocios eclesiásticos, como podía ser la erección de un nuevo obispado. Pero ambos tenían instrucciones de la Corte de España de maniobrar para obtener del Papa las regalías que incrementaran el poder de su soberano.
            Durante el reinado de Felipe V no se logró la pretensión suprema del Patronato Universal, pero las relaciones con Roma estuvieron marcadas por tres momentos que ponen de manifiesto la fuerza de la ofensiva regalista en este período: la ruptura con la Santa Sede en 1709, y los Concordatos de 1717 y 1737.
            La primera crisis grave entre Felipe V y Roma se produjo en 1709, durante la Guerra de Sucesión. En enero de dicho año, el papa Clemente XI reconoció al Archiduque Carlos como rey, lo que provocó la expulsión inmediata del Nuncio en Madrid y la ruptura de lazos con el Pontífice. El cese de relaciones sirvió para que en España se alentara una campaña regalista, en la que destacaron el obispo Francisco de Solís y Melchor de Macanaz. Solís, que redactó un "Discurso sobre los abusos de la Corte de Roma", defendió el episcopalismo, una corriente que hacía hincapié en que la jurisdicción episcopal no procede del Papa, sino directamente de Cristo, y que los prelados eran la máxima autoridad de la Iglesia, junto a los Concilios. Macanaz compuso en 1713, en su condición de fiscal del Consejo de Castilla, un documento secreto -- el llamado "pedimento Fiscal" --  que sirviera de pauta entre las inminentes negociaciones entre Roma y Madrid para solucionar la ruptura de 1709. En él, Macanaz defendía, entre otros puntos, que la disciplina eclesiástica debía quedar sujeta a la jurisdicción real.
            Las posturas regalistas contaban con la oposición de algunos miembros de la jerarquia eclesiástica, entre los que destacó el obispo de Cartagena Luis Belluga. Borbónico apasionado, era también un partidario acérrimo de la autoridad del papado. En su opinión, el regalismo ponía en peligro la unidad de la Iglesia, y sus ideas ultramontanas fueron premiadas en Roma con el capelo cardenalicio.
            Las diferencias con la Santa Sede entraron en vía de negociación en 1717. En dicho año se llegó a un Concordato de compromiso, calificado por Ferrer del Río de "mezquino ajuste", y cuyos quince artículos giraban en torno a dos puntos: el regreso del Nuncio en las condiciones en que lo estaba en el momento de su expulsión en 1709, a cambio de lo cual el rey recibiría durante cinco años 150.000 ducados anuales procedentes de rentas eclesiásticas. Los problemas de fondo planteados por Solís y Macanaz quedaron pendientes.
            Las relaciones entre Roma y Madrid volvieron a deteriorarse tras la toma de Nápoles en 1734 por el infante D. Carlos. El silencio del Papa a la petición española de que el Pontífice invistiera a Carlos como nuevo rey de Nápoles, irritó a Felipe V quien amenazó con expulsar de nuevo al nuncio, designó como gobernador del Consejo de Castilla a Gaspar de Molina, obispo de Málaga y destacado regalista, y creó la Junta del Real Patronato, cuya misión era de la investigar en los archivos los beneficios eclesiásticos que en el pasado habían pertenecido al real patronato, y que habían sido usurpados por la Curia. En 1736 se iniciaron conversaciones para formalizar un nuevo Concordato, cuyo texto fue aprobado en 1737. Si bien el texto hacía algunas concesiones al rey, como la regulación del derecho de asilo, la disminución de los privilegios eclesiásticos, o que los bienes que el clero adquiriera en adelante no estuvieran exentos del pago de impuestos, el problema del Patronato Universal quedó como asignatura pendiente.
            La política regalista de Fernando VI estuvo dirigida por el marqués de la Ensenada, con la colaboración del confesor del monarca, el padre Rávago, un jesuita santanderino por cuyas manos pasaban todos los negocios eclesiásticos del reino. Ensenada y el padre confesor fueron los que ejercieron mayor influjo en la gestación del Concordato de 1753, el principal logro del regalismo español. Con su firma, tras una larga negociación secreta, el rey de España conseguía el control total de las provisiones eclesiásticas, poniéndose en manos del poder civil los nombramientos de obispos y de 50.000 beneficios y dignidades eclesiásticas que hasta entonces proveía la Santa Sede, lo que provocó que los cientos de españoles que deambulaban por Roma pretendiendo cargos y beneficios se trasladaran a Madrid, para conseguir el favor de la Cámara de Castilla, organismo del Consejo encargado de elevar las propuestas de candidatos al rey.             Pese a que el Concordato de 1753, que regularía las relaciones entre España y la Santa Sede hasta 1851, había logrado del Papa la concesión del Patronato Universal, los aspectos jurisdiccionales no sufrieron cambio, y la Nunciatura de Madrid siguió siendo tribunal de apelación, y las dispensas matrimoniales continuaron tramitándose en Roma. Pero éstas eran cuestiones de menor importancia política, ya que lo sustancial era que, desde la fecha de su firma, la elección de la jerarquía eclesiástica se hacía por la corona seleccionando eclesiásticos que destacaran por su lealtad al rey, sumisos a las directrices marcadas por un poder monárquico mucho más cercano y actuante que el de Roma, y que mostraran un entusiasmo sin límites por las doctrinas regalistas, todo lo cual irá constituyendo un conjunto de obispos-funcionarios que será de gran utilidad a Carlos III cuando el monarca decida ahondar en el regalismo y expulsar de sus territorios primero, y eliminar de la faz católica después, a la Compañía de Jesús, compendio del pensamiento ultramontano.

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