dimarts, 26 d’octubre del 2010

LA ILUSTRACION ESPAÑOLA

La cultura del siglo XVIII español, al igual que la europea, está caracterizada por su dualidad. Al tiempo que se desarrollan ideas de cambio, dispuestas a innovar en multitud de campos, perviven los seguidores del pasado, cuantitativamente más numerosos, especialmente beligerantes en sus controversias con aquellos que se llaman ilustrados y que tienen un nuevo modo de concebir el conocimiento y la realidad. Esa nítida división que se observa en la cultura europea y española entre lo antiguo y lo moderno, queda perfectamente definida por los propios ilustrados quienes, al utilizar el concepto de las Luces como rasgo de identidad, subrayaban su radical hostilidad al oscurantismo, su contrario dialéctico.
            La Ilustración es un sistema de ideas que se define desde su oposición a un modelo de conocimiento unitario, donde la teología marcaba las directrices y los límites del saber. El ilustrado reivindicaba la autonomía del conocimiento, hasta considerar que el hombre, mediante el uso de su razón, estaba en disposición de poder explicar la realidad natural y social prescindiendo de todo tipo de dogmas. Pero no era sólo una filosofía, sino el uso que se hacía de ella, y en ese sentido Cassirer advirtió hace años que con frecuencia la Ilustración daba en la práctica resultados distintos a los que habían imaginado sus pensadores.
            Este fenómeno ideológico-cultural, basado en una actitud optimista respecto a la capacidad autónoma de la razón para hacer progresar el conocimiento, tuvo sus inicios en la Europa de finales del siglo XVII, cuando el continente comenzaba a superar los difíciles momentos vividos en las décadas centrales del Seiscientos. La denominada por Paul Hazard "crisis de la conciencia europea" dió paso en Europa, pero de forma más acusada en Inglaterra y Holanda, a un deseo de someter a examen las creencias tradicionales, y criticar cuanto en la sociedad, la cultura y la religión discreparan de las normas de la razón.
             España no estuvo ajena a ese despertar de la modernidad, y fue receptiva a las nuevas ideas, aunque adecuándolas al medio cultural y político hispano, ya que la Ilustración europea muestra a lo largo de todo el período fuertes contrastes nacionales.
            En la evolución de la Ilustración española se pueden distinguir cuatro períodos:
            A) En las dos últimas décadas del siglo XVII y primeros años del siglo XVIII, los llamados novatores mostraron un gran interés por la nueva filosofía, la historia crítica y la ciencia moderna, presentando una visión del mundo que, si no tan osada como en otros paises, tiene ya los elementos precisos para poder ser considerada ilustrada.
            B) Desde 1715 hasta el inicio del reinado de Carlos III en 1759, desarrollaron su actividad los ilustrados reformistas, destacando las figuras señeras de Feijoo y Mayans. La legitimación de las ciencias experimentales, la exaltación de la razón como criterio de verdad, y las directrices culturales impuestas por Felipe V y Fernando VI dan a este período una importancia mayor que la que habitualmente se le concede, puesto que en la primera mitad del siglo XVIII se encuentran planteadas, aunque sólo sea a nivel teórico, gran parte de las cuestiones de l periodo de Carlos III.
            C) El reinado de Carlos III (1759-1788) es considerado como la época de plenitud de la Ilustración española, si bien las relaciones entre el poder y los ilustrados se enfrían progresivamente desde el ascenso a la Secretaria de Estado del Conde de Floridablanca en 1777. Es, no obstante, la etapa de mayores realizaciones prácticas.
            D) Los acontecimientos de 1789 en Francia y su repercusión en España, dieron una nueva dimensión a la Ilustración en el reinado de Carlos IV. La ofensiva de las fuerzas antiilustradas, que acusaban a la Ilustración de socavar el orden social, la acogida propicia que éstos ataques habían encontrado en el poder político, y el desarrollo de una nueva sensibilidad, que tenía en el sentimiento y no en la razón su pauta de comportamiento, dieron lugar a que los ilustrados más avanzados dejaran atrás el despotismo para llegar al liberalismo, mientras que otro grupo permaneció leal al reformismo y, en su mayoría, pasaron a adscribirse en 1808 a lo que Artola ha denominado "la intentona afrancesada de restablecer el Despotismo Ilustrado".
                           CARACTERISTICAS DE LA ILUSTRACION ESPAÑOLA
            La Ilustración española comparte los rasgos propios de la Ilustración europea. Si bien las peculiaridades de la realidad socio-cultural de España le otorgan cierta especificidad, no por ello debe ser considerada diferente a las corrientes culturales que, con mayor o menor intensidad, penetraron el la Península Ibérica a lo largo del siglo XVIII. La exaltación del racionalismo crítico; la autonomía del saber respecto a la teología; la defensa del método experimental para el conocimiento de la naturaleza; una nueva sensibilidad religiosa; y un optimismo en la capacidad del hombre para progresar hacia la consecución de la felicidad individual y pública, son actitudes compartidas por nuestros ilustrados, quienes las consideraban como elementos fundamentales de su quehacer público y privado.
            Los ilustrados españoles compartieron, pues, la fe en la razón que se generalizó en Europa desde finales del siglo XVII. El uso crítico de la razón podía explicar la realidad natural y social de España, descubrir en ella las causas que habían motivado su atraso respecto al resto del continente europeo y, finalmente, proponer las reformas necesarias para disminuir la distancias que nos separaba de las naciones más avanzadas. Esta actitud crítica y reformista obtuvo por parte del poder político una respuesta distinta en función de sus intereses. Mientras que el saber conectado con las ciencias útiles fue apoyado por las autoridades con entusiasmo, ya que así se potenciaba la actividad económica, no sucedió lo mismo cuando los ilustrados utilizaron su racionalismo para someter la tradición a la crítica, procurando eliminar aquellas leyendas y manipulaciones de la Historia que el poder eclesiástico y político había fomentado para incrementar la piedad o la gloria de la nación, como sucedió respecto a la venida del apóstol Santiago a España o la tradición del Pilar de Zaragoza, en cuyo caso cualquier tipo de duda expuesta por ilustrados fue reprimida de inmediato por la autoridad al considerar que cualquier manifestación en ese sentido atentaba, no contra la verdad, sino contra la nación, ya que el origen apostólico del cristianismo español era una prueba de que la Providencia había concedido a España un lugar de privilegio entre los pueblos de Europa. El interés por la Historia como ciencia sistemática del pasado, y la búsqueda de la verdad por métodos adecuados hizo del XVIII el siglo en el que surgió el historicismo, distinguiéndose de las crónicas y cronologías de los siglos anteriores. Pero el poder fue siempre reticente hacia una Historia que utilizaba la crítica, ya que ésta podía mancillar el honor patrio, mostrando, sin embargo, su proclividad a fomentar el discurso apologético, donde se narraban las excelencias del poder y se hacía una eficaz propaganda de sus realizaciones.
            La autonomía del saber respecto a la teología suponía en España separarse de la tradición escolástica que había monopolizado todos los ámbitos de la cultura y la enseñanza oficiales. La Ilustración suponía una revolución en el campo del conocimiento. Hasta finales del siglo XVII la ciencia era el resultado de probar algo ya sabido, puesto que la verdad era un dogma revelado y, por tanto, avalado por la teología. El método que se seguía era, lógicamente, el deductivo. Pero el ilustrado, al rechazar todo saber dogmático y partir de las experiencias que lograba de sus sentidos, obtenía un conocimiento inductivo, menos seguro que el saber dado por el dogma revelado, puesto que la certidumbre sólo se alcanzaba a través de la experiencia. Era en definitiva un conocimiento más humilde pero dotado de un mayor optimismo: ya que sólo se tenía la certeza que ofrecía la razón, muchos Ilustrados de la primera mitad de siglo se denominaron a sí mismos escépticos, pero su optimismo derivaba de su convencimiento de que, partiendo del reconocimiento de lo mucho que se ignoraba, era posible avanzar en el saber.
            Esta autonomía del saber respecto a normas y autoridades consideradas intocables en su condición de dogmáticas, era el resultado de un atrevimiento. Atreverse a pensar (el "Sapere Aude" kantiano) y opinar era, además de la consigna de la Ilustración europea, el resultado de valorar la libertad como una situación imprescindible para poder ejercitar la razón. Y al igual que desde el racionalismo crítico se podía alentar un conocimiento utilitarista y criticar las falsedades de la tradición, desde la libertad se defendió una mayor movilidad en el seno de la sociedad estamental y que se aceptaran criterios de competencia, basados en el mérito y el trabajo, para el ascenso social.
            Una tercera característica de la Ilustración española es la defensa del método experimental para el mejor conocimiento y dominio del mundo físico. El aristotelismo escolástico, que monopolizaba el estudio de la naturaleza, permaneció impasible en una universidad rutinaria; pero fuera del contexto institucional universitario el empirismo penetró en España desde fechas tempranas. A fines del siglo XVII, el profesor López Piñero ya percibió la influencia de Bacon en los círculos novatores de Valencia y Sevilla, y la física experimental de Newton ya fue valorada positivamente a mediados de la centuria, si bien en España las formulaciones matemáticas no fueron suficientemente estimadas, quedando relegadas al ámbito de las academias militares.
            La sensibilidad religiosa del ilustrado español se mantuvo, por lo general, dentro de la ortodoxia, y la incidencia en España del materialismo y el ateismo fue prácticamente nula, aunque sí se puede rastrear la influencia de las tesis deístas en la época de Carlos IV, en las que se admitía la existencia de una religión natural y no revelada en la que un Dios Creador había diseñado un plan desconocido con el que cada individuo buscaba una relación armónica. En cualquier caso, la mayoritaria ilustración católica o la muy minoritaria corriente deísta tenían en común una nueva sensibilidad y un deseo de reforma de la Iglesia.
            Esta nueva sensibilidad se manifestó en su contraposición a la religiosidad barroca o popular. Frente a las múltiples devociones locales a multitud de santos, los ilustrados situaban a Cristo en el centro del culto; frente a las ceremonias espectaculares y sentimentales, propugnaban una religiosidad interior, en que la lectura de la biblia era fuente de espiritualidad. Pero también esa nueva actitud era visible en una mayor tolerancia hacia el hecho religioso diferencial, al que no había que combatir por la fuerza como en los siglos XVI y XVII, y en un deseo de secularizar las normas sociales, distinguiéndolas de la fé, que quedaría en el ámbito de lo individual privado. La norma a la que debía atenerse la conducta de todo individuo, cualquiera que fuese su religión, era la ley natural, presente en toda las conciencias a la manera que lo estaban los instintos. El hombre virtuoso era aquél que actuaba de acuerdo con la ley natural, y el elogio de la virtud fue una constante en las tragedias moralizantes de nuestro teatro neoclásico, donde el "hombre de bien" se halla presente en todas las obras de Iriarte o Moratín.
            El deseo de reforma de la Iglesia como institución fue común a los ilustrados españoles, si bien a la hora de trasladar a la práctica esa aspiración reformista, las divergencias de criterio se manifestaron ante la permanente presencia del poder político, deseoso de desarrollar una política regalista que controlara totalmente la vida eclesial. Aunque fue mayoritaria la simpatía de los ilustrados españoles hacia la intervención del poder civil, y reticentes ante el poder temporal de los papas, la actitud de los ilustrados no coincidió en todo momento con las directrices del Estado, cuyo interés no estaba en la reforma de la Iglesia en sí misma, sino en incrementar su poder. Cuando las propuestas de los ilustrados no iban encaminadas en esa dirección, fueron rechazadas sin contemplaciones.
            Queda finalmente, como última característica, el optimismo que impregna todas las ideas, valores y orientaciones que constituyeron la Ilustración, un movimiento cuyo objetivo último era lograr la felicidad general. La fe en el hombre y en el progreso fueron compartidas por todos los Ilustrados sin excepción, siendo la educación el cauce por donde debía discurrir ese progreso. La educación permitía incrementar el conocimiento, y con él un mayor dominio de la realidad, además de posibilitar al hombre revisar sus prejuicios. Para Foronda, "no somos realmente sino el producto de la educación", y es por ello que la educación se convierte en este siglo en materia de Estado. Los gobiernos debían dotar a sus súbditos de los recursos morales, técnicos, científicos y económicos que les permitieran progresar en el proceso escalonado de la civilización, y alcanzar la felicidad individual. La suma de todas ellas daría como resultado en el porvenir, y tras un progreso continuo, la felicidad pública. José Antonio Maravall ya señaló en su momento que la felicidad en el siglo XVIII es un concepto dinámico, que necesitaba esfuerzo y participación, pero también la búsqueda de la felicidad suponía una cuestión ética y política, que llegó a plantear la necesidad de superar el orden social estamental cuando a fines del Antiguo Régimen, los ilustrados más radicales consideraron que los intereses egoístas y los privilegios de los estamentos obstaculizaban gravemente el avance hacia la conquista de la felicidad colectiva.

                                                    LA PRIMERA ILUSTRACION
Los Novatores
            El inicio de la asimilación de las nuevas corrientes científico-filosóficas que se difundieron en Europa a fines del siglo XVII, tuvo lugar en España, durante los últimos años del reinado de Carlos II y en los inicios del de Felipe V, de la mano de un grupo reducido de intelectuales, ajenos por lo común a las instituciones educativas oficiales.
            Esta minoría atraída por las novedades fue calificada de novatores por los enemigos de las teorías modernas, y con esa denominación han pasado a ser conocidos los introductores en España de la nueva concepción de la ciencia y de la filosofía,  siendo su labor pionera, en opinión de López Piñero, el fundamento del movimiento innovador que agitará la cultura española en la primera mitad del siglo XVIII.
            Su carácter moderno viene dado por su concepción abierta de la labor científica, sobre todo en el plano físico-médico, y en su interés por una renovación de la disciplina histórica[1]. Su sentimiento del atraso español en campos como la medicina, las matemáticas, la astronomía y la física, y su conciencia de que esta inferioridad era el resultado del aislamiento respecto Europa y de los condicionamientos que imponía la teología escolástica, les llevó a abrirse a las influencias europeas que preconizaban el libre análisis racional de la naturaleza, y a liberarse de la rémora rutinaria de la física aristotélica y de la medicina galénica. Gracias a esa doble opción, los novatores recibieron influencias procedentes de Francia, Inglaterra e Italia, y situaron sus reflexiones en tertulias y academias privadas, ajenas al dogmatismo imperante en las universidades.
            El influjo francés procedió de Descartes y Gassendi. Fueron cartesianos por lo que el método del filósofo francés suponía de independencia respecto al método escolástico, y siguieron el atomismo de Gassendi, no sólo por encontrar atractiva la física corpuscular, pronto arrumbada por la física newtoniana, sino también por las frecuentes denuncias de Gassendi hacia los errores de la escolástica y sus agudas críticas a quienes eran esclavos del dogma de los maestros, y en el campo de la historia el influjo de los maurinos en los benedictinos españoles.
            De Inglaterra, la influencia del empirismo de Bacon era considerable, pero también conocían y apreciaban las experiencias microscópicas de Harvey, y los trabajos de Robert Boyle, a quien Juan Bautista Corachán dedicó sus "Avisos del Parnaso". Y de Italia, los iniciadores del criticismo histórico en España adquirieron su metodología durante sus estancias en aquella península. Nicolás Antonio fue, desde 1659, diplomático en Roma, manteniendo contactos con los ambientes intelectuales más abiertos de la ciudad, y Manuel Martí residió en la misma ciudad entre 1686 y 1696, entrando en intensa relación con Juan Vicente Gravina, creador de la Historia del Derecho, cartesiano y latinista[2]. Hay también en estos reformadores de la Historia una influencia del humanismo español del siglo XVI, impregnado de erasmismo, y Nebrija, Vives o el Brocense fueron considerados modelos a imitar en sus actitudes.
            El movimiento novator fue, sobre todo, periférico. Mientras la Castilla interior vivía una fuerte depresión económica en las décadas postreras del reinado de Carlos II, la periferia dio una imagen de vitalidad, con una recuperación demográfica y económica notable. Es por ello lógico que los focos más activos de renovación intelectual se situaran en Sevilla, Valencia y en el entorno de Barcelona.
            El carácter comercial de la capital andaluza posibilitaba un mayor intercambio de ideas y publicaciones, y un grupo de médicos, entre los que destacaba Diego Mateo Zapata, reunidos inicialmente en tertulia para tratar de aspectos de su profesión y debatir las novedades que se conocían, fundaron en 1700 la Real Sociedad Sevillana de Medicina y Ciencias, primera institución partidaria de la renovación científica surgida en España.
            En Valencia también aparecen Academias donde se discutían cuestiones científicas, al margen de una Universidad convertida en reducto de la tradición. Vicente Tosca, un religioso que defendía la autonomía de la ciencia respecto de la metafísica, abrió en 1697 una academía privada para la enseñanza de las matemáticas, publicando entre 1707 y 1715 los nueve tomos de su "Compendio Mathemático", texto muy utilizado durante todo el siglo y reeditado varias veces, la última en 1794. La moderación en sus planteamientos, al asimilar el progreso científico sin salirse de la ortodoxia, colaboró a su éxito. Otro valenciano, Juan Bautista Corachán era defensor de la experiencia como criterio científico, aunque como señala Víctor Navarro "la actividad experimental de los novatores valencianos debió estar reducida a la reproducción de experimentos sencillos realizados por los autores europeos y descritos en los textos a que tenían acceso".
            En Cataluña, la conciencia de recuperación económica dió lugar a escritos en los que se exaltaban los valores de trabajo e industria, destacando el titulado "Fénix de Cataluña" de Narcís Feliu de la Penya, un abogado de Mataró, que propugnaba las vías que debía seguir Cataluña para acelerar su avance económico: reconquista del mercado italiano; intervención catalana en el mercado americano; y formación de una gran Compañía de comercio al estilo holandés.
            El proyectismo de Feliu de la Penya, al interpretar los deseos de los grupos más dinámicos de la sociedad catalana, no sufrió inconvenientes hasta la guerra de Sucesión, en la que tomó partido por el Archiduque. Pero, por lo general, las relaciones de los novatores con el poder fueron difíciles. Los tradicionalistas les acusaron de poner en peligro el catolicismo, pese a que aquellos defendieron siempre la inocuidad religiosa de sus posiciones, sin desear enzarzarse en disputas teológicas.
            Otro sesgo tuvo el esfuerzo por renovar la Historia mediante la crítica histórica. En la labor de hacer una historia bajo la exigencia de pruebas documentales y testimonios de valor probado, donde prevaleciera la imparcialidad de juicio, los novatores entraron en conflicto con el poder. El poder civil y el eclesiástico se habían preocupado secularmente por difundir una imagen del pasado tendente a fortalecer el orgullo nacional, y para la consecución de ese fin no importaban las falsificaciones si éstas eran útiles para hacer una apología de la historia patria. Cuando Nicolás Antonio o el Deán de Alicante Manuel Martí se manifestaron dispuestos a combatir esas falsedades, iniciaron una empresa peligrosa, porque no se trataba tan sólo de una cuestión cultural, sino también política. Lo pudo comprobar Martí en 1715, cuando siendo el candidato más idóneo por su formación para ser designado bibliotecario real, fue rechazado al ser injuriosamente acusado de austracista y antijesuita por quienes el Deán llamaba "ambiciosa gente que aspira al dominio universal y opresión de la libertad".

La Ilustración en los reinados de Felipe V y Fernando VI
            La Ilustración durante los reinados de los primeros monarcas de la dinastía borbónica estuvo fuertemente condicionada por la política cultural de sus gobiernos, y por la personalidad de sus dos figuras más notables: el benedictino gallego, aunque ovetense de adopción, Benito Jerónimo Feijoo, y el valenciano Gregorio Mayans, si bien la habilidad de Feijoo le permitió conectar en mayor grado que el valenciano con las coordenadas culturales desarrolladas por la monarquía.
            La irrupción de Feijoo en el panorama cultural español se produjo a fines de la década de los años veinte, después de un difícil período para las ideas renovadoras. Tras la Guerra de Sucesión, la actitud negativa ante lo nuevo cobró un sesgo combativo que puso en serias dificultades a los novatores. En la década de los veinte, la Inquisición fue movilizada contra el embrionario grupo de renovadores, algunos de los cuales fueron acusados de judaizantes, como sucedió con algunos destacados miembros de la Sociedad de Medicina de Sevilla, como Diego Mateo Zapata. En este clima poco favorable, Martín Martínez, otro médico, editó su "Medicina Scéptica y cirugia moderna", una defensa de la nueva ciencia, que recibió las invectivas de los escolásticos. En defensa de las ideas de Martínez apareció el primer texto de Feijoo, cuando éste había cumplido ya los cincuenta años. En él incorporaba ya los elementos fundamentales de su extensa obra posterior: la ciencia debe ser experimental, y el saber se alcanza por la vía inductiva, admitiendo sólo el conocimiento confirmado por la experiencia. Para evitar nuevas polémicas que entremezclaran el plano religioso con el científico, Feijoo distinguía ambas realidades, al considerar la fe superior a la certeza que ofrece la razón y, por lo tanto, ajena a toda posibilidad de crítica.
            Sus ocho volúmenes del Teatro Crítico Universal, más otros cinco de Cartas eruditas y curiosas, tenían como propósito divulgar, entre un público lo más amplio posible, las ideas avanzadas que circulaban en Europa y que el monje benedictino conocía de segunda mano a través de publicaciones periódicas, en su mayor parte francesas. Esta labor diletante, ejecutada con una elevada calidad literaria, pretendía desterrar de España lo que denominaba "errores comunes" o populares, como supersticiones, creencias sobrenaturales y falsos milagros procedentes de la cultura barroca, y así sacar al país del penoso estado intelectual en el que se hallaba.
            Pese a las precauciones tomadas por Feijoo al diferenciar el campo de la física del de la religión, no pudo impedir que se le atacase por quienes se oponían a todo abandono de la verdad dogmática, pero sí logró que quienes lo hicieron fueran gentes que no lograron acusarlo de heterodoxo y que sólo pudieron esgrimir argumentos de escasa altura intelectual. Lo novedoso del caso Feijoo fue el apoyo que encontró en los ambientes gubernamentales, tras las dificultades que en ese sentido habían conocido los novatores, hasta el punto que un decreto de Fernando VI en 1750 prohibió expresamente escribir contra el fraile benedictino. La razón estriba en la defensa que Feijoo hizo en todo momento del nacionalismo uniformista español, censurando los particularismos, en los que veía "un incentivo de guerras civiles y de revueltas contra el soberano", sin cuestionar tradiciones dudosas, como la jacobea o la del Pilar, que servían para cohesionar el sentimiento nacional. Posturas que estaban en total sintonía con los propósitos políticos de dar consistencia y fortaleza a un Estado centralizado y uniformista.
            El caso del valenciano Gregorio Mayans es distinto[3]. Heredero de los novatores valencianos y discípulo de Manuel Martí, Mayans siguió las coordenadas de asimilar la ciencia moderna y, al mismo tiempo, profundizar en la tradición humanista cristiana, tomando como arquetipos para la reforma de las letras a los más preclaros hombres de nuestro Siglo de Oro, a muchos de los cuales editó, como Nebrija, Fray Luis de León o Luis Vives. Su propósito tenía similitudes con el de Feijoo, pues su objetivo era someter a crítica histórica las tradiciones con el fin de desterrar las fábulas y supersticiones y reducir así la distancia que separaba a España de las naciones más cultas de Europa. Sin embargo, a diferencia del benedictino, sus relaciones con el poder político fueron difíciles, y gran parte de su labor intelectual, hoy conocida por la labor historiográfica llevada a cabo por Antonio Mestre, la desarrolló lejos de la Corte, en su pueblo natal de Oliva, en Valencia.
            Las razones de la desconfianza con que fue visto Mayans en los círculos de la Corte eran debidas a su postura menos acomodaticia en relación a la política cultural impulsada por la corona. Mayans consideraba que la escolástica, al dirigir todas sus energías hacia cuestiones inútiles, era la culpable de la parálisis que afectaba a la Universidad. Las escuelas de las distintas órdenes religiosas, como guardianas de la ortodoxia, hacían imposible el estudio de la ciencia moderna en las aulas, ni la incorporación a ellas de las nuevas corrientes europeas en los campos del Derecho y de las Humanidades. Era necesario, en opinión de Mayans, una política cultural que tuviera como primer objetivo la reforma de la Universidad. En el plan presentado a Patiño con ese propósito en 1734, Mayans vertebraba la reforma en torno al método histórico, lo que resultaba políticamente inadecuado para los fines de exaltación nacional que perseguía el gobierno.
            Sus diferencias de criterio con lo que demandaban los gobiernos de Felipe V y Fernando VI se pondrán de manifiesto en las polémicas que sostendrá el erudito valenciano con los llamados Diaristas y con el padre Flórez.
            En 1737, un año después de la muerte de Patiño, apareció en Madrid el "Diario de los literatos de España", que un grupo de seguidores de Feijoo editaron con el objeto de difundir las nuevas ideas y las publicaciones afines con ellas. En 1738, los diaristas elogiaron la edición de la "España primitiva", de Francisco Manuel de la Huerta y Vega, al que apoyaban las Academias de la Lengua y de la Historia. Mayans, que consideró el libro ajeno a todo rigor histórico, y un conjunto de fábulas sin ninguna verosimilitud, criticó la publicación y a quienes la habían alentado. Los diaristas respondieron acusando a Mayans de antiespañol, al atacar las glorias de España y contribuir a crear una imagen negativa de la cultura nacional en el extranjero.
            Esta actitud independiente de Mayans, que era de escaso agrado en la Corte, se reiteró durante el reinado de Fernando VI.  Los ministros Carvajal y Ensenada apoyaron el proyecto del agustino Enrique Flórez de acopiar la documentación básica para una historia eclesiástica de España veraz, pero respetando siempre aquellas tradiciones relacionadas con la piedad o de significación para la política nacional. Flórez en su "España Sagrada", de la que publicó 27 volúmenes entre 1747 y 1761, defendió apasionadamente la tradición jacobea y el origen apostólico del cristianismo español, que era lo que el gobierno deseaba escuchar, y está probado que destruyó documentos "a fin de que no perseverase vestigio", cuya existencia podía, en opinión de los gestores de la política cultural, comprometer el buen nombre de España.
            En este contexto político era lógico que Mayans se mantuviera alejado de la Corte. Desde su retiro de Oliva, el valenciano mantuvo una asombrosa actividad erudita y epistolar, que sólo hoy ha sido conocida. Defendió el regalismo, el papel relevante de los obispos, la reforma de la predicación, y la lectura de la Biblia en lengua vernácula, como exponente de una religiosidad interior, distinta a la exterior, superficial y supersticiosa tan ampliamente extendida y sostenida por los enemigos de la Ilustración. Pero su esfuerzo solitario tuvo más repercusión en agrandar su prestigio, que era enorme en 1781, cuando murió, que en lograr una efectiva influencia en la política cultural de los Borbones.
            Donde con mayor intensidad se centraron los esfuerzos de los gobiernos en la primera mitad del siglo fue en las llamadas Ciencias Útiles, en las que era posible obtener resultados apreciables en plazo breve, y reclutar científicos y técnicos dóciles a la política.
            La recuperación económica tras la contienda sucesoria hizo posible que se reflexionara sobre la economía española con una intención mercantilista semejante a la ya comentada de Feliú de la Penya para la Cataluña de finales del siglo XVII. En 1724 se publica la obra de Jerónimo de Uztariz "Theórica y práctica de Comercio y Marina", en la que el autor presentaba todo un programa de actuación económica basado en sus propias vivencias en Holanda, Inglaterra y Alemania. Su influencia en Patiño y Ensenada fue considerable[4].
            El principio mercantilista en el que se fundamentaba la obra de Uztariz exigía una balanza de comercio positiva, para lo cual era necesario aplicar una política urgente que estimulara la producción interior, el comercio y la marina, y estrechara la distancia que separaba a España de Europa en esas cuestiones. Para que el "barómetro político" de la balanza mercantil indicara lo adecuado de la política económica, era imprescindible fomentar unos saberes, a ser posible de aplicación inmediata, que se hallaran íntimamente conectados a las actividades productivas. Para un ministro de la primera mitad del siglo XVIII será útil económicamente todo aquel saber que no sea especulativo ni que se encuentre vinculado a la escolástica. Y ante la precariedad científica de una Universidad anclada en el escolasticismo, y de una minoría ilustrada dedicada en gran parte a la especulación, el Estado decidió optar por la militarización de las ciencias útiles, superponiendo a la estructura militar otra estructura docente y científica.
            Gran parte de la actividad científica de la primera mitad del siglo XVIII español se encuentra vinculada a los cuerpos armados del Estado, y la Academia militar ocupa el lugar de la Universidad en estos menesteres, con la ventaja añadida de que los militares eran más fáciles de controlar por el Estado. De esta manera la Academia de Guardias Marinas creada en Cádiz en 1717, la Academia de Ingenieros de Barcelona, y otras de distintas armas y cuerpos, pasaron a ser centros científicos donde se enseñaba aritmética, álgebra, geometría, dibujo y trigonometría.
            Durante el reinado de Felipe V la principal actuación en el campo de las ciencias útiles fue la intervención española en la expedición hispano-francesa al Perú durante los años 1735-1744, amén de la contratación de técnicos y científicos extranjeros. El sentido que le dio José Patiño, Secretario de Marina e Indias, a la expedición es revelador de la manera en que el gobierno entendía el carácter de las llamadas ciencias útiles. En primer lugar, la elección de dos oficiales de la Armada española, Jorge Juan y Antonio de Ulloa, para acompañar a los académicos franceses, es demostrativa que sólo el estamento militar estaba en disposición de ofrecer científicos cualificados en el campo de la matemática y de la astronomía, conocedores y adscritos al sistema newtoniano. En segundo lugar, existía un objetivo político que Patiño quiso superponer a la misión científica, que trataba de dilucidar empíricamente la forma exacta de la Tierra mediante la medición de un grado de meridiano terrestre sobre el Ecuador. Para cubrir la misión política, los dos marinos españoles recibieron el encargo de observar e informar posteriormente todo lo concerniente a la situación social, económica y administrativa de las colonias, para que la metrópoli pudiera en un futuro explotar más adecuadamente los recursos americanos.
            Durante el reinado de Fernando VI, el marqués de la Ensenada desarrolló una activa política que aceleró la militarización de la ciencia española, con el objeto de proporcionar a la Corona española buenos técnicos. En 1748 fue creado el Colegio de Cirugía en Cádiz, se publicaron los trabajos de Ulloa y Jorge Juan, y se relanzó la política de construcción naval, lo que exigía la normalización, racionalización y modernización de la tecnología naval. Se renovaron las enseñanzas de las Academias militares, introduciéndose en ellas, por indicación de Jorge Juan, el cálculo diferencial y la trigonometría, y se fundó en 1753 el observatorio de Cádiz, anejo a la Academia de Guardias Marinas, que fue el primer observatorio astronómico español[5]. Un año antes, por sugerencia de Antonio de Ulloa[6], se creó en Madrid el "Real Gabinete de Historia Natural", que no era un museo de curiosidades, sino un centro docente para impartir cursos de mineralogía, botánica y zoología.
            La muerte de Carvajal y la posterior caída de Ensenada en 1754 paralizó momentáneamente el desarrollo de estas ciencias prácticas y el grado de identificación logrado entre el Estado y la Ilustración. Pero gracias al esfuerzo de los primeros ministros de Fernando VI, cuando Carlos III accedió al trono en 1759 se había logrado reducir notablemente el desfase de España respecto a Europa.

                      LA ILUSTRACION EN LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XVIII
            En la segunda mitad de la centuria el dirigismo cultural de la monarquía se intensificó, ya que con Carlos III se hizo mayor la voluntad intervencionista de la corona en todos los ámbitos, sin que existieran mediaciones que perturbaran sus deseos absolutos. Campomanes expresó esta idea en su "Tratado de la regalía de amortización" al señalar que "Dios constituyó a los reinos y a sus soberanos con una perfecta y absoluta potestad en lo temporal".
            En ese marco, el intelectual imbuido del espíritu de la Ilustración ve en el poder el instrumento imprescindible para la realización de sus ideas, pero éstas serán tomadas en consideración por la corona cuando coincidan con los objetivos político de fortalecimiento de la monarquía. Así sucede respecto al ideal religioso de los ilustrados y su relación con la política regalista; el desarrollo de la política educativa; la concepción crítica de la historia y la defensa del criterio de verdad propia de las luces, frente al criterio gubernamental que primaba el patriotismo sobre la verdad y la exaltación apologética de la nación; y, por último, el apoyo gubernamental a las ciencias útiles o aplicadas[7], frente a los principios más amplios y globalizadores del conocimiento que propugnaron los hombres de la ilustración.
Religiosidad ilustrada
            La Ilustración española se desarrolló en una sociedad altamente sacralizada, en la que lo civil y lo religioso no se hallaban nítidamente diferenciados. Es por ello que los ilustrados hispanos en la segunda mitad de la centuria se mantuvieron mayoritariamente inmersos en la ortodoxia católica, sin que ello resultara incompatible con el avance del concepto de ley natural, por el que un hombre podía ser justo y honesto con independencia de sus creencias religiosas, siempre que sus actos no fueran contrarios al bien colectivo. La Ilustración suponía en todos los hombres un sentido moral que generaba sensibilidad ante la injusticia y las desgracias ajenas. Un hombre, dotado de razón, podía ser perfectamente un hombre religioso si su devoción era "razonable", es decir, contraria a las formas de religiosidad exterior y contaminada de supersticiones.
            Compaginar razón y revelación no era sencillo, habida cuenta la dificultad de encajar la Providencia en un marco explicativo, como el de la Ilustración, que defendía la comprensión del mundo por medio de estructuras causales. El esfuerzo constante a que estaban obligados los ilustrados por tener que distinguir fe y racionalidad, ofreció un flanco por el que recibieron numerosos ataques de los partidarios de una religiosidad tradicional, y por donde escaparon hacia el deísmo algunos españoles que, hacia finales de siglo, rechazaban la revelación, aceptando únicamente una religión natural, suficiente para que el hombre fuera bueno y virtuoso. Es el caso de "El Eusebio", la novela del valenciano Montegón, uno de los éxitos editoriales del siglo, donde el niño que protagoniza la narración es educado en una moral natural por un maestro laico, al margen de cualquier dogmatismo religioso.
            ¿Cuál era la religiosidad de los Ilustrados españoles? En sus relaciones con la Iglesia, los hombres de la ilustración española deseaban una renovación de la estructura eclesiástica, y de las formas de piedad. Con respecto a la estructura eclesial, el ilustrado desconfiaba, por lo general, de la curia romana, a la que veía como un instrumento de sustraer dinero para mantener una maquinaria vaticana que en nada beneficiaba a la iglesia española, y consideraban que el papa debía contar directamente con los obispos para el gobierno de la Iglesia. La renovación de la estructura eclesiástica pasaba por la asunción de plenos poderes por los obispos en sus respectivas diócesis, ya que el carácter episcopal procedía directamente de Cristo y no del papa; el fortalecimiento de la figura del párroco, que debía convertirse en el centro de la vida religiosa y social de los núcleos rurales; y, en tercer lugar, por una participación activa de los seglares en terrenos que eran tradicionalmente feudo del estamento eclesiástico. Estas ideas se completaban con la escasa simpatía que en los ambientes ilustrados se sentía hacia las órdenes religiosas, y en particular hacia la Compañía de Jesús, consideradas como los principales bastiones antiilustrados y alejadas de una verdadera Iglesia.
            Por lo tocante a la piedad, el modelo a seguir por los ilustrados era la iglesia de los primeros tiempos, todavía ajena a los bienes amortizados y a las riquezas acumuladas a lo largo de los siglos y dedicada exclusivamente, como quería Campomanes, a lo puramente espiritual. La lectura de la biblia, la reforma de la predicación, una piedad individual basada en la devoción a Cristo, frente a la piedad ceremonial repartida en multitud de santos y vírgenes, eran los símbolos de esa renovación espiritual, que los enemigos de la Ilustración, con el propósito de desprestigiarla, tildaban de "Jansenista", intentando con ese calificativo vincular la religiosidad ilustrada del siglo XVIII con la herejía de Jansenio en el siglo XVII, con la que doctrinalmente nada tenían que ver. "Jansenista" era en España todo aquél que se declaraba defensor de una Iglesia episcopalista, que debía desarrollar una intensa acción pastoral para el logro de una piedad racional; partidario del rigor y de la austeridad en la moral; contrario a las órdenes religiosas y especialmente a los jesuitas, y dispuesto a colaborar con el poder político en sus reivindicaciones regalistas frente a Roma.
            Los políticos de los gobiernos de Carlos III, aunque también de Carlos IV, hicieron suyos aquellos elementos de la religiosidad ilustrada que eran útiles para profundizar en la línea regalista ya desarrollada en la primera mitad de siglo. Pero la sintonía entre el poder y la Ilustración en cuestiones religiosas dependió de los hombres destinados a aplicarla y de la coyuntura política del momento.
            El regalismo de Carlos III se centró en dos aspectos: la relación con Roma, para completar aquellas cuestiones que habían quedado pendientes en el Concordato de 1753; y en lograr un control más completo de la Iglesia española.
            La primera cuestión, estudiada por Rafael Olaechea, estuvo dirigida a presionar en los cónclaves para que el papa elegido no fuera contrario a los intereses españoles. Así sucedió en 1769, cuando fue elegido Clemente XIV, contando con el apoyo de la diplomacia española en Roma; en 1776, cuando fue proclamado Pío VI, proclive a los intereses borbónicos y candidato del representante español José Moñino, próximo a recibir de Carlos III el título de conde de Floridablanca; y en la elección de Pío VII en 1800.
            Pero el control de la iglesia nacional era la preocupación esencial de los gobiernos. La colaboración entre ilustrados y poder político en este punto fue estrecha entre 1759 y 1769, años en que Campomanes inspiró las radicales medidas regalistas tomadas en ese período: control estricto de la Inquisición; reducción de la inmunidad eclesiástica o derecho de asilo; expulsión de los jesuitas, acusados de alentar la oposición política y los motines de 1766; reforma de las órdenes regulares; y publicación por Campomanes del "Tratado de la regalía de amortización", por el que el Fiscal del Consejo de Castilla propugnaba la desamortización de las tierras de la Iglesia que, al ser de "manos muertas", causaban, en su opinión, graves perjuicios a la nación.
            A partir de 1769, la política religiosa española entra en una etapa más moderada, que Franco Venturi señala para toda Europa, desacelerándose las reformas ilustradas y deteriorándose poco a poco la unión entre los filósofos y el poder. El episcopalismo no alcanzará a ser el instrumento dinamizador que pretendían los ilustrados, sino el modo por el que la monarquía subordinó la jerarquía eclesiástica al poder, convirtiendo al obispo en un funcionario al servicio de la política reformista. El papel del párroco en la sociedad rural, donde debía acometer una acción pastoral reformadora de la piedad tradicional y difusora de conocimientos útiles, tampoco fue atendida debidamente por el temor de las autoridades a que un párroco fortalecido pudiera entrar en competencia con los funcionarios reales, únicos que debían ejercer el control de la vida social española.

La reforma educativa         
            La educación es el segundo ámbito donde se puede apreciar la distancia que separó los planteamientos de los ilustrados españoles de los logros alcanzados por la acción gubernamental. Es un rasgo común y característico de toda la Ilustración europea la confianza ilimitada en la educación como instrumento de reforma social, pero la ilustración española tendió especialmente a confiar en la acción benefactora de la educación, en contraste con el estado lamentable en que se encontraba la enseñanza en todos los niveles, la mala preparación de los educadores, y el desconocimiento absoluto de los métodos pedagógicos. Jovellanos resumía ese optimismo educativo al señalar que "con la instrucción todo se mejora y florece; sin ella todo decae y se arruina en un estado".
            Los gobernantes del reinado de Carlos III fueron sensibles a las cuestiones educativas, si bien poniendo más énfasis en la instrucción, es decir, en lo que Campomanes denominaba "todos aquellos conocimientos que son necesarios para ser útiles al Estado", que en la estricta educación, entendida al modo ilustrado, es decir, la acción que moldea el carácter de la persona en busca de la perfectibilidad de la naturaleza humana.
            La reforma educativa se centró en el cambio de ciertos elementos del proceso educativo. Por lo que toca al primer escalón de la enseñanza, se procuró poner cierto orden en el caos en que ésta se encontraba. Dominada esta etapa primaria por el clero, se intentó sustituir el criterio dominante de beneficencia por el de utilidad pública. Los logros más significativos fueron la secularización del oficio de maestro de primeras letras y la extensión de la enseñanza a un mayor número de niños.
            La etapa secundaria estaba formada por las Escuelas de Gramática, donde se preparaba para el ingreso en la Universidad con una enseñanza monopolizada por el latín y en latín, y dominada por las órdenes religiosas, en especial los jesuitas. La expulsión de la Compañía en 1767 posibilitó la mejora de esta enseñanza preparatoria: se obligó a enseñar en castellano, se mejoraron los contenidos docentes y se avanzó en la selección del profesorado.
            Pero era la Universidad la piedra de toque de la reforma educativa para los ilustrados y el poder. Ambos coincidían que era una institución obsoleta, con planes de estudios que no daban cabida a la ciencia moderna, controlada por distintas órdenes religiosas que pugnaban en los claustros por el control de la enseñanza.
            La actitud de los ilustrados iba desde la postura radical de Cabarrús, quien proponía su cierre, ya "que no han hecho más que derramar sobre la sociedad la corrupción y el error", a las de quienes elaboraron planes para su reforma, como Olavide o Mayans. El plan de Pablo Olavide, intendente de Sevilla, representaba el sentir ilustrado[8]. Redactado tras la expulsión de la Compañía de Jesús, tenía como principio inspirador la concepción de la enseñanza superior como monopolio del Estado. Su propósito era la expulsión de los religiosos de la Universidad y la introducción en sus estudios del método experimental. El plan de Gregorio Mayans era menos radical que el de Olavide y no tan innovador en los contenidos, aunque coincidía con aquél en que "no se ha de permitir que ningún religioso enseñe públicamente"[9].
            La reforma aplicada por Carlos III fue muy moderada. Mantuvo la base escolástico-aristotélica de la enseñanza universitaria, si bien permitió la entrada de ciertas novedades en la enseñanza del Derecho, donde se introdujo el derecho real y se reforzaron las doctrinas regalistas en la enseñanza del derecho Canónico, y en las facultades de Medicina, en las que los médicos podían asomarse a la ciencia moderna, aunque en dosis reducidas. Por el contrario, las facultades de Filosofía y Teología siguieron teniendo a Aristóteles como maestro indiscutible, convirtiéndose en bastiones escolásticos.
            Los más que discretos logros conseguidos por Carlos III se fueron diluyendo durante el reinado de Carlos IV, al considerarse a la ciencia moderna un enemigo potencial del orden tradicional. El único deseo que animaba a la monarquía en las últimas décadas de siglo era lograr una Universidad centralizada y obediente. En 1807, el ministro Caballero, sucesor de Jovellanos, dió el primer plan de estudios generales para todas las Universidades, pero el criterio que presidía esta centralización universitaria no era reformista, sino tan sólo de control político. El balance de la política educativa en la segunda mitad de siglo es pobre y muy alejado de las aspiraciones ilustradas. Sus escasos logros se debieron principalmente a dos causas: primera, la timidez y falta de resolución en excluir a los religiosos, como cabezas de escuela, de la docencia, como solicitaban unánimemente las voces ilustradas. Los regulares continuarán controlando las cátedras, y en ellas seguirá campando el escolasticismo y la hostilidad a las nuevas ciencias; segunda, la iniciativa de reforma no surgió de las universidades, sino del poder, y éste se inclinó por la moderación ante la considerable fuerza de la Iglesia en los claustros universitarios.

Historia y Apología  
            Al igual que en la primera mitad de siglo la Historia siguió siendo en los reinados de Carlos III y Carlos IV una cuestión cultural con implicaciones políticas. Como comprobara Jean Sarrailh[10], para los ilustrados de la segunda mitad de la centuria, la historia siguió siendo una necesidad que ocupaba un lugar privilegiado en las publicaciones, en las excavaciones arqueológicas, y en la creación y reorganización de archivos.
            Se ensanchó también el marco de la disciplina, ampliando el panorama historiográfico, como lo practicaba Voltaire en Francia. Campomanes utilizó la Historia para combatir las intromisiones clericales o para fomentar la educación de los artesanos; Jovellanos la aplicó al estudio del derecho y la agricultura, usándola como instrumento de reforma política; Antonio Capmany ensayó por vez primera la Historia económica en sus "Memorias históricas sobre la marina, comercio y artes de la antigua ciudad de Barcelona"[11]; y entre 1783 y 1805 aparecen los 20 tomos de la "Historia crítica de España y de la cultura española", del jesuita exilado Juan Francisco Masdeu, primer intento inacabado (pues sólo alcanza el siglo XI) de historia global, en que se se procura atender a todas las variables,  desde la influencia del medio natural hasta el temperamento de los españoles.
            La Historia es, pues, en el siglo XVIII, una ciencia aplicada, cuyos cultivadores creen que conociendo el modo de ser nacional, se puede programar más adecuadamente una política que impulse su desarrollo. Pero la Historia, como ya sucediera en la primera mitad, era un instrumento que, utilizado desde el poder, exaltaba el nacionalismo patrio, acumulando pretendidos méritos a la nación, sin entrar a discernir críticamente su auténtico valor y sentido. Hubo desde el gobierno de Floridablanca un deseo de fomentar el móvil apologético como respuesta a la incomprensión de Europa hacia la cultura española en torno a 1780.
            Después de que publicaciones francesas (Raynal) y británicas (William Robertson) pusieran en cuestión la obra colonizadora de España en América, y Floridablanca encargó en 1779 al valenciano Juan Bautista Muñoz, que desde 1770 ostentaba el cargo de Cosmógrafo Mayor de Indias, una historia apologética de la colonización. Muñoz tan sólo publicó el primer volumen de su "Historia del Nuevo Mundo" en 1793, que recogía información desde el descubrimiento colombino hasta 1500, pero organizó el actual Archivo General de Indias, inaugurado en 1785, y recopiló una gran cantidad de documentos sobre la obra de España en el Nuevo Mundo procedentes de Simancas, Cádiz, Consejo de Indias en Madrid y otros archivos sevillanos, que quedaron unificados en el antiguo edificio de la Lonja, cuya construcción se había iniciado en el reinado de Felipe II, y que fue acondicionado como Archivo, dotándolo de diez kilómetros de estanterías en las que se colocaron los legajos siguiendo modernos criterios archivísticos, elaborados por el propio Muñoz, y que hoy todavía están vigentes[12].
            En 1783, la "Encyclopédie Méthodique", una publicación que, a diferencia de la Enciclopedia de Diderot y D'Alembert, sólo trataba de cuestiones técnicas y científicas, encargó redactar el artículo "España" a Masson de Morvilliers, un oscuro publicista francés que ignoraba todo lo referente al pasado y al presente español. La imagen negativa que daba de España quedaba resumida en una pregunta considerada ofensiva por el gobierno: "¿Qué es lo que se debe a España? ¿Y de dos, de cuatro, de diez siglos a esta parte qué ha hecho ella por Europa?". Floridablanca movilizó toda la enorme capacidad dirigista del Estado para lanzar una campaña apologética de la cultura española que acentuó las dificultades para expresar con libertad las críticas al pasado. De quienes se sumaron a esta campaña acrítica de exaltación de lo español, acompañada de cierto desdén por la filosofía y la ciencia modernas, destacó Juan Pablo Forner, con su "Oración apologética", por la que recibió el favor y la ayuda del gobierno, y las críticas de quienes consideraron que el fomento de las apologías reducía el estrecho margen de libertad permitida para expresar opiniones[13].
            Entre los Ilustrados españoles la libertad era considerada consustancial con el avance de la Luces, pero en la realidad la aspiración de libertad se hallaba fuertemente condicionada por el miedo a las consecuencias de expresarse libremente. La mayor liberalidad de los primeros años de Carlos III, cuando Gándara exigía "déjese toda la libertad posible a la nación, que no está España tan escasa de hombres y de luces como se cree", se fue estrechando desde la llegada a la Secretaria de Estado de Floridablanca en 1777, hasta desaparecer completamente en 1789. Durante esos años, anteriores al impacto que producirá la Revolución francesa, las ansias de libertad crítica de los ilustrados más auténticos encuentra la desconfianza oficial, y las relaciones entre ilustrados y gobierno se enrarecen. Fruto de ese recelo de Floridablanca será su aproximación a elementos antiilustrados defensores de la teoría el derecho divino para justificar el principio de autoridad, y trabajan por renovar la alianza entre el Trono y el Altar. En una posición crítica quedan ilustrados como Cabarrús, quien hizo una clara profesión de fe individualista; el vasco Valentín de Foronda, que ya en 1780 defendía la razón crítica frente a las determinaciones gubernamentales[14]; y León de Arroyal, el cual redactó un texto clandestino y sedicioso titulado "Oración apologética en defensa del estado de España", y que editado por Antonio Elorza bajo el título de "Pan y Toros"[15], tenía el propósito de ser una sátira contundente a la política cultural fomentada por el despotismo que se esforzaba por exaltar tanto a una nación alejada de la modernidad, como a un régimen al que Arroyal consideraba fracasado[16]. Muchos de estos ilustrados pasarán de la especulación al compromiso político cuando la crisis del Antiguo Régimen modifique las premisas en que se apoyaban sus reflexiones, y las ideas políticas alcancen un nivel de concreción que no tenían antes.

Las ciencias útiles
            Jean Sarrailh califica el interés del Estado por la cultura por su afán dirigista y utilitario. Es en el terreno de las ciencias aplicadas y de la técnica, donde los gobiernos de Carlos III y Carlos IV ejercieron una labor más intensa y consiguieron resultados más apreciables, hasta el punto que los indudables logros en esta parcela de las Luces son presentados como si en ella estuviera toda la Ilustración. No hay duda que, para muchos filósofos y para la totalidad de los políticos, estos saberes útiles eran considerados como el verdadero conocimiento, ya que se dirigían al beneficio de la sociedad, a su comodidad, a su felicidad en definitiva. Jovellanos, que unió a su condición de ilustrado la de político[17], señalaba en su "Elogio a Carlos III" que la tarea investigadora de los hombres debía enmarcarse en el espíritu general de la Ilustración, en principios económicos y, sobre todo, en ciencias útiles.
            Como en la primera mitad de siglo, la ciencia en España se encontró estrechamente vinculada a la milicia, si bien es perceptible un creciente interés por vincular estos saberes a instituciones civiles no universitarias, como Academias, Juntas de Comercio y Consulados, o Sociedades Económicas de Amigos del País, ya que los claustros siguieron mostrando su hostilidad a toda enseñanza renovadora.
            Así sucede con la medicina, cuyos avances se lograron fuera de las aulas universitarias. En 1764 fue creado el Colegio de Cirugía de Barcelona para la formación de cirujanos del ejército, siguiendo el modelo del que existía en Cádiz para la Armada, y hasta 1780 no fue fundado el Colegio de Cirugía de San Carlos, en Madrid, para la formación de cirujanos civiles, pero siguiendo los criterios docentes de las instituciones militares. Junto a la cirugía, los restantes logros médicos se obtuvieron en el campo de la epidemiología: se logró introducir la corteza de la quina, de procedencia americana, como terapia contra la malaria, que era una enfermedad endémica en el litoral mediterráneo, no sin la oposición de los médicos de formación galénica; se efectuaron campañas para la erradicación de las fiebres tifoideas, como las llevadas a cabo en 1783 en Cataluña por José Masdevall, uno de los pocos médicos ennoblecidos por los Borbones en el siglo XVIII; y, por último, se introdujo muy tempranamente la vacuna jenneriana contra la viruela, teniendo lugar entre 1803 y 1806 la expedición dirigida por el médico alicantino Balmis a América y Asia para propagar la vacuna.
            Pese a todo, los aspectos institucionales de la medicina sufrieron escasos cambios. La Junta Suprema de Sanidad, encargada de la lucha antiepidémica, siguió funcionando con criterios más burocráticos que sanitarios, al seguir estando constituida por miembros del Consejo de Castilla y no por profesionales de la medicina, mientras que el Tribunal del Protomedicato, encargado de centralizar el ejercicio profesional de la sanidad al ser el único organismo facultado para la expedición de títulos, sólo conoció en 1780 una mayor especialización al dividirse en tres organismos, independientes entre sí, cada uno con responsabilidad sobre su ámbito sanitario: medicina, cirugía y farmacia, vinculada ésta última a los avances logrados en los terrenos de la química y de la botánica.
            La química avanzó también de la mano de la institución militar. En la Academia de Artillería de Segovia enseñó e investigó el famoso químico francés Luis Proust, llamado por Carlos III para que se hiciera cargo de la clase de química de la institución, y fueron contratados otros químicos extranjeros[18]. También militar fue el principal químico español del período, Juan Manuel de Aréjula, formado en el Colegio de Cádiz como cirujano de la Armada y enviado a París y Londres para completar su formación, de donde regresó a España como divulgador del método de Lavoisier, que revolucionaba el sistema químico y creaba una nomenclatura que, en lo esencial, es todavía hoy utilizada[19].
            El avance de los estudios botánicos estuvo unido al Real Jardín Botánico y al deseo de explotar adecuadamente las riquezas naturales americanas[20]. Desde 1781 comenzó a funcionar en El Pardo un nuevo Jardín Botánico con criterios de "utilidad", pues la institución debía dedicarse a la enseñanza de una ciencia con aplicaciones en Farmacología, Economía, Agricultura e Industria, además de servir de centro de aclimatación de especies ultramarinas, siendo nombrado como su director el prestigioso botánico Antonio José Cavanilles en 1801. El conocimiento de la riqueza vegetal americana se consideraba necesario para el progreso farmacéutico, agrícola, textil o naval, por lo que se enviaron expediciones botánicas a América con el doble propósito de servir al mejor conocimiento de la naturaleza americana, y asegurar el dominio colonial español en aquellas latitudes. Las expediciones a Perú, Nueva Granada y Nueva España en tiempos de Carlos III sirvieron para describir su flora, elaborar gran número de dibujos y formar colecciones que pasaron a engrosar el Real Gabinete de Historia Natural. De los científicos españoles implicados en esa ingente labor americana destacó el médico y botánico gaditano José Celestino Mutis que descubrió para la ciencia buena parte de la actual Colombia, dedicándose entre 1760 y 1808, en que murió, a la recolección en herbarios de 20.000 ejemplares clasificados según el sistema de Linneo[21], y un total de más de 6.000 láminas descriptivas de la vegetación de la sabana de Bogotá[22]. Como colofón de las expediciones científicas a América, en 1789 inició un viaje científico y político alrededor del mundo el capitán de la Armada española Alejandro Malaspina. Los trabajos de Maria Dolores Higueras y Galera Gómez, entre otros[23], han dado a conocer el proyecto del marino italiano al servicio de España: acopiar por un lado conocimientos de  la Historia Natural de la costa occidental americana, y obtener información de las apetencias coloniales de ingleses, rusos y franceses sobre territorios españoles. La expedición, tras atravesar el Pacífico y el Índico, retornaría a España tras circunnavegar el globo en 1794. Los resultados científicos de la expedición fueron notables, recopilándose abundante material científico que quedó inédito al caer en desgracia política el propio Malaspina y encontrarse la España de Carlos IV inmersa en un clima muy distinto al de su antecesor.
            También América y la milicia se encuentran en el origen de los avances logrados por la zoología, la astronomía y la geografía. La gran figura de la zoología española en el siglo XVIII es el aragonés Félix de Azara, ingeniero militar, seguidor de Buffon, y que desde 1781 se dedicó al estudio de la fauna americana[24]. La astronomía tuvo un carácter docente -- para formar oficiales de la Armada en matemáticas y astronomía -- y naútico, por su incidencia en la mejora de la navegación. Sólo en 1790 se iniciaron las obras para construir un observatorio en Madrid, que debía formar parte de un complejo científico que aglutinaba un gabinete de máquinas[25] y una Escuela de Caminos, pero no pasaría de proyecto, ya que en 1808 el observatorio madrileño se convertiría en polvorín, y quemado el telescopio adquirido para él antes de que se hubiera procedido a su montaje. La Geografía, con una marcada inclinación cartográfica, precisaba de una exactitud que sólo podía obtenerse a partir de observaciones astronómicas. Los proyectos cartográficos recibieron un gran impulso por su importancia para la división administrativa del territorio, y la articulación de una red de comunicaciones marítimas, fluviales y terrestres. Entre 1783 y 1788 se cartografió por la Marina la costa española, y varias expediciones recorrieron las costas americanas procediendo a levantar cartas marítimas y terrestres. Una vez más, los hombres con capacidad adecuada para realizar estas tareas técnicas eran marinos e ingenieros militares, encargados éstos últimos de la cartografía y planimetría terrestre, cuya labor geográfica estaba destinada a facilitar a la administración una amplia información territorial que tenía gran interés como instrumento básico de gobierno.
                                                  LA DIFUSION DE LAS LUCES
            La Ilustración, como ha señalado el hispanista François López, estaba condicionada por el nivel de instrucción. El analfabetismo en España alcanzaba al 75 % de la población, lo cual reducía drásticamente el número potencial de lectores, que sería más restringido incluso si atendiéramos a su solvencia económica para adquirir libros y prensa, o a su disponibilidad para seguir con provecho las actividades programadas por las Reales Sociedades Económicas de Amigos del País u otros centros educativos privados con objetivos semejantes a aquellas.
El libro
            No es hasta 1760 que el libro español recibe una dedicación importante por parte de los poderes públicos. A instancias de Campomanes se conceden ventajas significativas a la industria editorial: exención del servicio militar a los impresores; prohibición de importar libros encuadernados para proteger así a los encuadernadores; y liberalización de la imprenta, suprimiendo el precio único de venta para todos los libros, y poniendo fin a los privilegios de impresión que poseían las órdenes religiosas. La fundición de nuevos caracteres tipográficos, siguiendo los modelos de letras más avanzados de Europa, y la mejora en la calidad del papel, pusieron al libro español a nivel europeo.
            Sin embargo, el número de impresores y librerías existentes en España estaba lejos del existente en otros países. París, tan sólo, contaba con mayor número de librerías que el conjunto de España, y la debilidad del comercio del libro era el resultado de una demanda todavía exigua. Tampoco había llegado el momento de que la biblioteca pública apareciera como objetivo cultural para el gobierno, si bien existía la Real Biblioteca y se redactaron algunos proyectos con la intención de acercar el libro al lector.
            La Real Biblioteca fue creada en 1711 con los fondos bibliográficos existentes en palacio y los libros traídos por Felipe V de Francia, a lo que se añadieron las bibliotecas secuestradas a destacados austracistas, siendo la más importante la del arzobispo de Valencia Antonio Folch de Cardona[26]. El carácter centralizador de la Biblioteca se reforzó a partir de una disposición de 1716 que obligaba a entregar un ejemplar de todos los libros que se editaran en el reino, y por el derecho de tanteo que poseía la corona en la compra de las bibliotecas que se vendieran[27]. La Biblioteca, abierta al público durante seis horas diarias, fue durante el siglo la única biblioteca pública, pese al proyecto presentado en 1743 por el benedictino fray Martín Sarmiento para que el gobierno creara una red de bibliotecas públicas en todas las poblaciones populosas, "pues habría en ellas menos ociosos, y no se embrutecerían tanto por falta de libros los que teniendo buenos talentos y habiendo tenido buenos principios de literatura, residen allí sin poder seguir la carrera de letras"[28].
            La importación de libros puso en contacto a los españoles con la cultura europea. Francisco Sánchez-Blanco ha probado que el ilustrado español conocía las grandes corrientes europeas, pese a las dificultades que imponía la censura gubernativa y la Inquisición[29]. De hecho, las bibliotecas particulares que se conocen de nuestros más destacados ilustrados poseen los libros de los grandes pensadores europeos de la época, incluso aquellos que se hallaban prohibidos. En la biblioteca de Jovellanos, junto a autores de la antigüedad greco-latina o del humanismo, se encontraban los libros de Hume, Montesquieu, Voltaire, Rousseau, además de la Enciclopedia de Diderot y D'Alembert. Entre los 408 libros inventariados en la biblioteca del marino y científico Jorge Juan[30], eran habituales textos de Voltaire, Montesquieu, Halley, Leibnitz, Locke y Newton. Un último ejemplo es el de la librería del abate Gándara, un eclesiástico, aunque ilustrado, que ofrece entre sus fondos lo más florido de la literatura filosófica y enciclopédica prohibida por la Inquisición, con especial dedicación a Rousseau del que poseía trece obras.
            La desconfianza del poder hacia la imprenta, agudizada desde los motines de 1766 y convertida en obsesiva a partir de 1789, tuvo una incidencia relativa en evitar la importación de libros, pese a la severidad de las medidas tomadas. Defourneaux considera en su estudio "Inquisición y censura de libros en la España del siglo XVIII" que el celo inquisitorial no logró impermeabilizar las fronteras terrestres y marítimas, y que los libros de la moderna filosofía siguieron llegando a manos de los lectores españoles, aunque sí creció en ellos "la impresión de vivir encerrados en una prisión intelectual, a través de cuyos barrotes podían entrever la libertad"[31].
La prensa
            La prensa, como género, tuvo su nacimiento en la España de la Ilustración, y cumplió una importante función divulgadora de las ideas modernas, como lo señalara Sempere y Guarinos al finalizar el reinado de Carlos III: "para los progresos de las ciencias y las artes han contribuido mucho en estos tiempos los papeles periódicos". Sin embargo, el espacio que ocupaban en ella las cuestiones políticas o filosóficas no correspondía con la importancia que merecía su interés ideológico, ya que para entender la verdadera dimensión del periodismo español en el siglo XVIII es necesario no olvidar las condiciones muy restrictivas que la censura gubernamental y la Inquisición imponían a la expresión de las ideas, como tendremos ocasión de comentar al tratar de los enemigos de las Luces.
            La actitud del poder hacia la prensa en este siglo osciló entre el recelo y el desdén, al considerarla un subgénero literario, si bien el recelo inicial se convirtió en temor a finales de la centuria. El periodista, llamado en la España del Setecientos "diarista", "papelista" o "escritor público" era, por lo general, un escritor con pocos medios económicos y estudios que se lanzaba a la aventura de editar un periódico por su fe en las posibilidades educativas del género, pero también por las posibilidades de obtener unos ingresos complementarios a sus profesiones habituales de abogado o funcionario. Incluso aparece ya, en la segunda mitad de la centuria, el periodista profesional, del que será el ejemplo más acabado la figura del aragonés afincado en Madrid Francisco Mariano Nipho, cuya carrera periodística se prolongó durante todo el reinado de Carlos III. En opinión de Luis Miguel Enciso[32], su mejor conocedor, Nipho no sólo fue el fundador en 1758 del primer diario en lengua castellana, el "Diario Noticioso", sino que estableció las bases de la técnica y de la profesión periodística.
            Los nuevos periodistas, según Paul Guinard[33], tuvieron muy presente los intereses del público hacia quien dirigían su trabajo, y realizaron una interesante labor para captar su atención. Publicados con medios muy rudimentarios, frecuentemente con un sólo redactor que admitía colaboraciones ajenas, impreso en papel de escasa calidad, de formato muy reducido, y con tiradas muy cortas, entre 100 y 500 ejemplares de media, los periódicos españoles del XVIII intentaron ofertar una información que interesara entreteniendo a sus potenciales lectores y que, al mismo tiempo, se cubriera el fin didáctico que era su principal finalidad. Junto a la información bibliográfica de novedades editoriales españolas y europeas, en sus páginas se daban a conocer adelantos científicos, con una cierta inclinación hacia lo exótico, acompañados de reflexiones sobre cuestiones cotidianas y, a ser posible, próximas la lector. La especialización de los periódicos acompañó ese deseo de captar lectores, que normalmente pertenecían a los grupos medios urbanos. Junto a revistas plenamente científicas, como los "Anales de Ciencias Naturales", que ofrecía trabajos sobre novedades en el campo de la agricultura, la química, la botánica o la mineralogía, también fueron frecuentes periódicos especializados en crítica literaria, economía o destinados a lectores muy específicos, como las mujeres, para quienes se editó en 1763 "La Pensadora Gaditana", o el público infantil, para quien se publicó en 1798 "La Gaceta de los Niños".
            La prensa tuvo en el reinado de Felipe V unos inicios balbucientes. El primer periódico importante fue el "Diario de los Literatos", publicado entre 1737 y 1742 por un grupo de feijoonianos de Madrid que tenían el propósito de mejorar las letras españolas, censurando o alabando en su caso las obras que se publicaran en España, para así exaltar el honor de la patria. Ya que esos propósitos "patrióticos" coincidían con la política cultural del gobierno de Felipe V, contaron con apoyo gubernamental, y sus opiniones fueron siempre moderadas y eclécticas, intentando conciliar la escolástica con la nueva filosofía. La prensa política, o de criterio más independiente, no tuvo cabida en el marco del reinado del primer Borbón, y cuando apareció lo hizo con carácter absolutamente clandestino, como sucedió con "El Duende Crítico", un periódico dirigido contra Patiño y que durante algún tiempo trajo en jaque a las autoridades de la Corte[34].
            La prensa, en el reinado de Fernando VI, dio pruebas de mayor capacidad doctrinal. Destacó sobremanera la publicación a partir de 1752 de los "Discursos Mercuriales" de Juan Enrique de Graef que, a diferencia del "Diario de los Literatos" no surgió por inspiración del poder, sino a iniciativa de un particular cuyos móviles eran su interés por el bien común, y la difusión de la libertad de expresión y de la tolerancia. El contenido de los "Discursos Mercuriales" estaba relacionado, sobre todo, con temas políticos y científicos recopilados de publicaciones extranjeras, pero con reflexiones sobre España[35]. La defensa que su editor Graef, un extranjero naturalizado español, hizo del regalismo no impidió que el poder se mostrara inquieto por el contenido del periódico, y en 1756 el ministro Ricardo Wall dio órdenes para que se prohibiera la publicación con "cualquier pretexto".
            Con Carlos III la prensa alcanzó una gran vitalidad. En Madrid, seguida muy a lo lejos por Andalucía y Cataluña, se publicó un importante número de periódicos, tanto de opinión como de información cultural y científica. Pero la prensa también soportó el cambio de aires que en la colaboración entre poder e Ilustración es perceptible desde mediados de los años setenta, cuando el equipo gubernamental se dispuso a ejercer una vigilancia más estrecha sobre el mundo de las ideas. El temor a las represalias influyó en los periodistas, que adoptaron un lenguaje más críptico, repleto de subterfugios y de segundas intenciones. La trayectoria del "El Censor", aparecido en la capital en 1781 bajo la dirección de los abogados madrileños Luis García Cañuelo y Luis Marcelino Pereyra, es un buen ejemplo de las posiciones temerosas que adopta la prensa en los años anteriores al inicio de la Revolución en Francia. Considerado como el semanario más representativo del periodismo difusor de las nuevas ideas, y crítico con aquellos aspectos de la realidad española necesitados de reforma (ociosidad de la nobleza y riqueza excesiva de la Iglesia), sus problemas con la censura gubernamental y con el Santo Oficio fueron constantes. Su desaparición en 1787, dio lugar a la aparición de periódicos que intentaron proseguir la línea marcada por los editores de "El Censor". El seguidor más radical de esta escuela sería "El Observador", redactado por José Marchena quien, pocos años después, pasaría a convertirse en entusiasta seguidor de los ideales revolucionarios[36]. Sus críticas a la escolástica y sus opiniones completamente opuestas a la línea apologética alentada por Floridablanca, le condujeron a un rápido final en febrero de 1788, cuando la Ilustración española, en su conjunto, se batía ya en franca retirada.
Las Sociedades Económicas de Amigos del País
            Junto al libro y la prensa, hubo un tercer vehículo de difusión de las ideas ilustradas, en lo que éstas tenían de valoración positiva de la ciencia y de la técnica: las Sociedades Económicas de Amigos del País. Mientras que hacia los contenidos de las obras periódicas o editadas en libro, el poder tenía una actitud vigilante y recelosa, las Sociedades estaban fomentadas desde el gobierno y encajaban perfectamente con el deseo dirigista y utilitario del despotismo.
            El inspirador e impulsor de las Sociedades fue Pedro Rodríguez de Campomanes en 1774. Estas instituciones privadas, pero protegidas y alentadas por la monarquía, debían aplicar "patrióticamente" un plan de regeneración económica cuyo programa había diseñado el propio fiscal del Consejo de Castilla en su "Discurso sobre el fomento de la industria popular"[37], sirviéndose para ello del modelo ya existente de la Sociedad Vascongada.
            El origen de la Vascongada se remontaba a los primeros años del reinado de Fernando VI. Al igual que en otros lugares de España, se reunía en Azcoitia un grupo de caballeros y sacerdotes interesados por las matemáticas, la física experimental y la historia, cuyas tertulias se fueron formalizando hasta constituirse como Sociedad en 1764, bajo la inspiración de uno de sus miembros más activos, José Maria Munibe, conde de Peñaflorida. Su objetivo era difundir las ciencias útiles, para lo cual solicitaron y obtuvieron de Carlos III en 1771 la cesión del antiguo Seminario que los jesuitas, ya expulsados, tenían en Vergara. En el nuevo centro educativo se invitó a destacados científicos extranjeros, reuniéndose una importante biblioteca, en la que no faltaba "La Enciclopedia", y en sus aulas se enseñó lengua castellana, ciencias naturales, física, matemáticas y agricultura[38]. Sus buenos resultados y su prestigio sirvieron a Campomanes para utilizar el esquema organizativo de la Vascongada y ejecutar en toda España un programa de difusión de lo que el político asturiano denominaba "conocimientos sólidos y usuales".
            En noviembre de 1774, Campomanes distribuyó a las autoridades civiles y eclesiásticas españolas su "Discurso sobre el fomento de la industria popular", del que se imprimieron 30.000 ejemplares, acompañado de una circular recomendando la fundación de Sociedades Económicas a imitación de la que venía ya funcionando en Vizcaya. El propósito del "Discurso" y la circular era el mismo: incrementar la capacidad productiva del país mediante una instrucción más adecuada de sus hombres, sin que ello supusiera "gravar el Erario". El texto remitido por Campomanes respondía a su preocupación por la desocupación campesina y el aumento de la mendicidad urbana. Para disminuir ambas situaciones potencialmente conflictivas su propuesta se centraba en fomentar manufacturas rurales sencillas, que desarrollaran las primeras etapas del proceso productivo, y que sirvieran de auxilio al labrador y de empleo a quienes se hallaban sumidos en largos períodos de paro estacional, complementado todo ello con la puesta en funcionamiento de fábricas en las ciudades y villas importantes, de mayor complejidad, para ocupar a la gente ociosa y pobre, reconvertida así en útil para la sociedad y el Estado.
            En el plan de Campomanes, las Sociedades debían ser ejecutoras de ese deseable fomento regenerador, actuando como escuelas permanentes del saber, donde gentes pertenecientes a la aristocracia, el clero y la burguesía, tocadas de amor a la patria y afán de servicio al rey, enseñarían a leer y escribir y, sobre todo, capacitarían al pueblo a hilar, cultivar los campos, y perfeccionarse en diversas artes y oficios.
            La primera Sociedad creada fue la de Madrid[39], siendo su presidente el propio Campomanes, y en 1804 eran 63 las existentes, aún en poblaciones de escasa entidad. Pese a su número, la experiencia no dió los resultados apetecidos. Si bien algunas desarrollaron una interesante actividad, esforzándose en subvenir a las necesidades de formación de agricultores y artesanos, impulsando acciones benéfico-asistenciales, y creando foros para la enseñanza de una ciencia nueva, como era la economía política, antes de finalizar el reinado de Carlos III, la mayor parte de la Sociedades llevaban una vida lánguida. El matrimonio Demerson, que ha estudiado el expediente formado por el Consejo de Castilla en 1786 para conocer la situación de estas instituciones[40], considera que para entonces la mayor parte de ellas estaban en plena decadencia por la carencia de fondos o por las desavenencias surgidas entre sus socios. Tras la euforia inicial, la falta de estímulos del Estado entibió ese entusiasmo. Para los Demerson, "edificadas sobre la premisa de un milagro continuado, no pudieron sostenerse", mientras sí lo lograron otras instituciones aparentemente análogas, pero dotadas en el fondo de un espíritu distinto: las Juntas y Consulados de Comercio. Surgidas en poblaciones portuarias de la periferia a iniciativa de una incipiente burguesía mercantil e industrial, eran ajenas al dirigismo del gobierno, creando centros educativos que guardaban estrecha relación con sus intereses, y con un gran contenido práctico. Los estudios impulsados por la Junta de Comercio de Barcelona son un ejemplo acabado de la funcionalidad que se perseguía: enseñanza naútica, formación vinculada al ámbito de las manufacturas textiles, e instrucción a los miembros de la profesión mercantil en las técnicas administrativas y en los conocimientos jurídicos y económicos.
                                           LOS ENEMIGOS DE LA ILUSTRACION
            El espíritu de la Ilustración se vio sometido, en todo momento, a los instrumentos de control ideológico utilizados por el dirigismo gubernativo. No hubo, en el siglo XVIII español, concesión alguna a la libertad de pensamiento, y los ilustrados independientes trataron de propagar su ideario reformista bajo la amenaza actuante de tres fuerzas enemigas: la censura gubernamental, la Inquisición, y los fanáticos partidarios del pensamiento tradicional.
La censura
            La censura previa del Consejo de Castilla era un trámite obligado para toda obra que pretendiera ser impresa en los dominios de la monarquía, tanto libros como periódicos. Siguiendo una práctica habitual en la España de los Austrias, Felipe V recordó en 1705 la prohibición de imprimir sin licencia del Consejo, y esta resolución fue reiterada con frecuencia durante su reinado y en el de Fernando VI. Un Consejero de Castilla actuaba como Juez de Imprentas, y bajo su dirección un número variable de censores emitía sus dictámenes sobre cada obra que solicitara licencia para su publicación. Uno de estos Jueces de Imprenta, Juan Curiel, fue responsable en 1754 de una de las leyes de imprenta más rigurosas de la historia española, y cuya vigencia cubrió toda la segunda mitad del Setecientos[41]. En sus apartados más significativos imponía seis años de destierro a todo aquel editor que hubiera publicado sin licencia, pena que podía alcanzar la de muerte en el caso de que el contenido del libro tratara inadecuadamente aspectos doctrinales de la Iglesia católica.
            En la segunda mitad del siglo XVIII, tal y como ha demostrado la profesora Domergue[42], se reforzó el control ejercido por la censura gubernamental, muy en particular sobre los papeles periódicos. La primera ley reguladora de la prensa fue promulgada por la Real orden de 19 de mayo de 1785, que distinguía entre papeles impresos que no pasaban de seis pliegos, considerados periódicos, y libros, prohibiendo además la utilización de seudónimos o del anonimato. Tras la ley se encontraba el interés del Secretario de Estado Floridablanca por controlar más estrechamente a la prensa, censurando toda sátira política o cualquier alusión crítica a cuestiones tan dispares como la política educativa, el teatro o las órdenes religiosas.
            Después de 1789 la censura gubernativa no hizo otra cosa que endurecer sus posiciones. En febrero de 1791, con Floridablanca todavía al frente de los asuntos de gobierno, se culminó el proceso de restricciones censuristas, suprimiendo todos los periódicos españoles, excepción hecha del Diario de Madrid, que únicamente podía publicar anuncios, y los periódicos editados por el propio gobierno, como eran la "Gaceta de Madrid" y el "Mercurio de España". Excepto el breve paréntesis que supuso la sustitución de Floridablanca por el conde de Aranda en 1792, la prensa y los autores de libros quedaron amordazados durante la totalidad del reinado de Carlos IV, un período calificado expresivamente por Domergue como "verdadera edad de hierro para los periodistas"[43]. La orientación de las noticias por las autoridades, prohibiendo en 1793 la inserción en la prensa de noticias sobre Francia "ya fuesen adversas o favorables", vino acompañada de una drástica reducción de licencias, pues entre 1789 y 1808, de las 39 peticiones al Consejo de Castilla para autorizar la edición de nuevos periódicos, 20 fueron denegadas.
La Inquisición
            Tras la censura gubernativa, el español ilustrado se encontraba con un segundo filtro, la Inquisición, que afectaba no sólo a los libros editados, sino también a los libros importados.
            En la primera mitad del siglo XVIII, el Tribunal del Santo Oficio centró su preocupación en el jansenismo, el criticismo histórico, en el Derecho natural y de gentes, y en censurar la nueva ciencia. El criticismo histórico provocaba una gran inquietud entre los miembros del Tribunal al cuestionar la veracidad de tradiciones muy arraigadas en la religiosidad española, como Santiago y el Pilar, mientras que el Derecho natural, al exaltar el valor de las virtudes naturales, era considerado como peligroso anticipo del ateísmo, y un ataque encubierto a las verdades reveladas. La totalidad de las obras del holandés Hugo Grocio, el creador en el siglo XVII del Derecho Natural, fueron prohibidas en 1732. Finalmente, la ciencia nueva fue objeto de vigilancia especial, y el mismo Jorge Juan tuvo problemas con la edición de sus "Observaciones astronómicas y físicas"[44], más que por seguir a Newton, por defender la teoría heliocéntrica del "hereje" Galileo.
            En la segunda mitad de siglo, la Inquisición ejerció su labor vigilante para evitar la penetración de las ideas enciclopedistas, deístas y materialistas. Hasta 1776, sin embargo, su eficacia fue relativa: por las aduanas portuarias y por la frontera franco-española penetraron un número considerable de libros de los principales filósofos prohibidos por el Tribunal, como Montesquieu, Voltaire y Rousseau. Carlos III había subordinado el Santo Oficio a la autoridad civil, permitiendo una cierta tolerancia en el acceso a la literatura que corría por Europa. En 1776, este clima varió bruscamente y desde el poder se activó de nuevo a la Inquisición para marcar los límites permitidos a las luces en España. En dicho año se inició un proceso inquisitorial contra Olavide, un destacado ilustrado que había viajado con frecuencia a Francia, se ufanaba en público de leer sin cortapisas a los filósofos, de los que poseía una gran biblioteca, que había elaborado pocos años antes un plan de estudios universitario antiescolástico, que ya hemos comentado con anterioridad, y que había desarrollado una importante actividad pública en Andalucía[45]. La Inquisición semejaba haber elegido un modelo, más que un individuo, para escarmiento de aquellos ilustrados que soñaban con aplicar a las reformas un ritmo superior al deseado por el poder. Denunciado por hereje en 1776, Olavide fue encarcelado durante dos años, tras los cuales fue condenado a destierro y "confinado por ocho años a un monasterio, donde el primer lugar haga unos ejercicios espirituales con la persona docta que se le señale, quien le instruya y fortifique en los misterios de Nuestra Santa Fe". Según Defourneaux[46], el proceso causó gran impacto en todos los ilustrados españoles, sin que ninguno de los políticos del entorno de Carlos III hiciera lo más mínimo por prestarle ayuda.
            Aun cuando desde 1776, los ilustrados redoblaron sus precauciones para la adquisición y lectura de libros prohibidos, y la prensa tuvo frecuentes problemas con el Santo Oficio, fue a partir de 1789 cuando la colaboración entre el gobierno y la Inquisición se hizo más estrecha. Desde entonces se reforzó la vigilancia en los puertos marítimos y fronteras, y los comisarios inquisitoriales actuaron coordinadamente para la requisa de libros y papeles considerados sediciosos, mientras que el celo del Tribunal sobre la prensa fue intensificado, al considerar la Inquisición que el género periodístico era el más sospechoso y punible.
El pensamiento tradicional 
            La capacidad del tercer enemigo de la Ilustración, el pensamiento tradicional, estuvo en función de su relación con el poder político. Hasta 1789, ilustrados y tradicionalistas compitieron por convertirse en aliados de la monarquía, y utilizaron para ello dos argumentos de peso. Mientras que los Ilustrados apoyaron con entusiasmo las tesis regalistas que fortalecían el poder del rey frente a Roma, y se postularon como los inspiradores de las reformas económicas y educativas que necesitaba el reino para reducir la distancia existentes con las grandes potencias europeas, los que se aferraban a los principios filosófico-religiosos tradicionales argumentaban que las ideas defendidas por la Ilustración socavaban los cimientos mismos de la institución monárquica, al cuestionar el principio de autoridad y romper la necesaria armonía entre la Iglesia y el Estado.
            Desde el poder se utilizaron los servicios de uno u otro grupo en función de las necesidades mismas de su política, sirviéndose para ello de la inmensa capacidad de patronazgo cultural en manos de la monarquía. En el período de mayor esfuerzo regalista, es decir, desde los años anteriores al Concordato de 1753 hasta la supresión de la Compañía de Jesús por Clemente XIV en 1773, se vivió el momento de mayor aproximación de la monarquía a los ilustrados. Tras la desaparición de los jesuitas, controlada ya la iglesia española, y con un pontífice sumiso a la política borbónica, la monarquía fue girando lentamente hacia posiciones más conservadoras y, por tanto, más próximas a quienes advertían de los peligros que acechaban tras la Ilustración. El ya citado proceso inquisitorial a Olavide en 1776 fue la primera victoria antiilustrada, y en esos mismos años crecieron notablemente las campañas que denunciaron el carácter intrínsecamente irreligioso de las luces. Javier Herrero[47], que ha estudiado los ataques llevados a cabo contra las corrientes filosóficas, ha destacado el papel de Fernando Cevallos en esta ofensiva contra la Ilustración. Cevallos publicó en 1774 "La falsa filosofía", donde se señalaban las líneas maestras que seguirá la antiilustración en los años venideros: la Ilustración era "perniciosa para el Estado, porque no puede dejar de ver que además de la impiedad y de la irreligión que dicha filosofía predica va a revolver el orden público, a derribar a los soberanos y a disipar a los magistrados y gobiernos establecidos, y si pudiera, a destruir a la humanidad". Los volúmenes de Cevallos se convirtieron en un gran éxito editorial y, lo más importante, la tesis de que una Ilustración no controlada por el Estado y por la Iglesia podía conducir a la anarquía y a la subversión, encontró acogida en el gobierno presidido por Floridablanca, para quien la religión unida al absolutismo era el único freno a las tendencias egoístas de la naturaleza.
            Los acontecimientos franceses de 1789 vinieron a confirmar esas sospechas y a acelerar la alianza entre el poder y los sectores antiilustrados, fortaleciendo la censura, dando mayor protagonismo a la Inquisición, marginando definitivamente a los ilustrados más críticos, y difundiendo un discurso antirrevolucionario que, en sus parámetros esenciales, ya se encontraba formulado en España antes de la Revolución Francesa.
            La situación de los ilustrados al finalizar el siglo XVIII era difícil ante la ofensiva combinada del poder, la Inquisición y un pensamiento tradicional que pasaba a ser reaccionario. Moratín supo resumir perfectamente el terrible dilema en que se encontraba su generación: "Si vamos con la corriente y hablamos el lenguaje de los crédulos, nos burlan los extranjeros, y aún dentro de casa hallaremos quien nos tenga por tontos, y si tratamos de disipar errores funestos y enseñar al que no sabe, la Santa y General Inquisición nos aplicará los remedios que acostumbra". 


[1]          Antonio MESTRE SANCHIS: "Los novatores como etapa histórica", en Studia Histórica 14 (1996), pp. 11-13. Este número ofrece un dossier sobre el movimiento Novator.

[2]           Sobre Martí, Antonio MESTRE SANCHIS: Manuel Martí, el Deán de Alicante, Alicante, Instituto de Cultura Juan Gil-Albert, 2003.
[3]           Antonio MESTRE SANCHIS: Don Gregorio Mayans y Siscar, entre la erudición y la política Alfons el Magnanim, Valencia 1999
[4]           Reyes FERNANDEZ DURAN: Jerónimo de Uztariz (1670-1732). Una política económica para Felipe V (1670-1732) Madrid 1999
[5]          LAFUENTE, Antonio y SELLES, Manuel: El Observatorio de Cádiz (1753-1831) Ministerio de Defensa, Madrid.
[6]           M. LOSADA y C. VARELA: Actas del II Centenario de D. Antonio de Ulloa, Escuela de Estudios Hispanoamericanos, Sevilla 1995.
[7]          Sobre la importancia creciente de las Ciencias útiles y la introducción de la Física en España en el reinado de Carlos III, vid. Antonio MORENO GONZALEZ: Una ciencia en cuarentena. Sobre la Física en la Universidad y otras instituciones académicas desde la Ilustración hasta la crisis finisecular del s. XIX, Madrid, CSIC, 1988.
[8]           Francisco AGUILAR PIÑAL: La Universidad de Sevilla en el siglo XVIII: estudio sobre la primera reforma universitaria, Sevilla, Universidad, 1969.
[9]           Mariano PESET REIG: Gregorio Mayans y la reforma universitaria, Valencia, Ayuntamiento de Oliva, 1975.
[10]          Jean SERRAILH: La España ilustrada de la segunda mitad del siglo XVIII, México, F.C.E., 1974.
[11]         Francisco FERNANDEZ DE LA CIGOÑA y Estanislao CANTERO NUÑEZ: Antonio de Capmany (1742-1813). Pensamiento, obra histórica, política y jurídica. Madrid, Fundación Francisco Elias de Tejada, 1993. Javier ANTON PELAYO: “Antoni de Capmany (1742-1813): análisis del pasado catalán para un proyecto español”, en Obradoiro de Historia Moderna 12 (2003), pp. 11-45 (A-1)

[12]          Sobre Muñoz y su obra historiográfica y archivística, vid. Nicolás BAS MARTIN: Juan Bautista Muñoz (1745-1799) y la fundación del Archivo General de Indias, Valencia, Biblioteca Valenciana, 2000.
[13]          Francois LOPEZ: Juan Pablo Forner (1756-1797) y la crisis de la conciencia española, Salamanca, Junta de Castilla y León, 1999.
[14]          José Manuel BARRENECHEA: Valentín de Foronda, reformador y economista ilustrado, Vitoria, Diputación Foral de Álava, 1984.
[15]          Antonio ELORZA (Edit.): Pan y toros y otros papeles sediciosos de fines del siglo XVIII, Madrid, Ayuso, 1971.
[16]         José PALLARES MORENO: León de Arroyal o la aventura intelectual de un ilustrado. Universidad de Granada, Granada 1993
[17]          Javier VARELA: Jovellanos, Madrid, Alianza Universidad, 1988.
[18]          María Dolores HERRERO: La enseñanza militar ilustrada: el Real Colegio de Artillería de Segovia, Segovia, Academia de Artillería, 1990.
[19]          Ramón GAGO: La introducción de la nueva nomenclatura química y el rechazo la teoría de la acidez de Lavoisier en España, Málaga, Universidad de Málaga, 1979.
[20]          Vid. los dos libros de Francisco Javier PUERTO SARMIENTO: Ciencia de Cámara. Casimiro Gómez Ortega (1741-1818) CSIC, Madrid 1992, y La ilusión quebrada. Botánica, sanidad y política científica en la España Ilustrada, Serbal.
[21]          Sobre el sistema de Linneo en España, vid, las actas del congreso Carlos Linneo y la ciencia ilustrada en España, Madrid, Fundación Bernt Wistedt, 1998.
[22]          Marcelo FRIAS NUÑEZ: Tras el Dorado vegetal. José Celestino Mutis y la Real Expedición botánica del Nuevo Reino de Granada (1783-1808), Diputación Provincial, Sevilla 1994.
[23]          La armonía natural: la naturaleza en la expedición marítima de Malaspina y Bustamante (1789-1794), Madrid Real Jardín Botánico, 2001.
[24]          C. ALFAGEME: Félix de Azara: Ingeniero y naturalista del siglo XVIII, Huesca, Instituto de Estudios Altoaragoneses, 1987.
[25]          Antonio RUMEU DE ARMAS: El Real Gabinete de Máquinas del Buen Retiro, Madrid, Castalia, 1990, y Ciencia y tecnología en la España Ilustrada: la Escuela de Caminos y Canales, Madrid 1980.
[26]          Maria Dolores GARCIA GÓMEZ: El arzobispo de Valencia Folch de Cardona: análisis de una biblioteca eclesiástica del siglo XVIII, Universidad de Alicante 1996.
[27]          Luis GARCIA EJARQUE: La Real Biblioteca de S.M. y su personal (1712-1836), Madrid, Asociación de amigos de la Biblioteca de Alejandría, 1997.
[28]          José FILGUEIRA VALVERDE: Fray Martín Sarmiento (1695-1772), Fundación Pedro Barrié, 1994
[29]          Francisco Sánchez-Blanco: Europa y el pensamiento español del siglo XVIII, Madrid, Alianza Universidad, 1991.
[30]          Rafael NAVARRO MALLEBRERA y Ana Mª NAVARRO: Inventario de bienes de Jorge Juan y Santacilia: transcripción y estudio de la biblioteca, Alicante, Instituto de Estudios Juan Gil-Albert, 1987.
[31]          Marcelin DEFOURNEAUX: Inquisición y censura de libros en la España del siglo XVIII, Madrid, Taurus, 1973.
[32]          Luis Miguel ENCISO RECIO: “La prensa y la opinión pública”, en La época de la Ilustración. El Estado y la Cultura (1759-1808), Tomo XXXI-1 de la Historia de España Menéndez Pidal, Madrid, Espasa-Calpe, 1987, pp. 59-128.
[33]          Paul GUINARD: La presse espagnole de 1737 a 1791: formation et signification d’un genre, Paris, Centre de Recherches Hispaniques, 1973.
[34]          Teófanes EGIDO: Opinión pública y oposición al poder en la España del siglo XVIII (1713-1759) Universidad de Valladolid, Valladolid 1971 (reedición 2001)
[35]         GRAEF, Juan Enrique de: Discursos mercuriales económico-políticos (1752-1756) Fundación El Monte, Sevilla 1996 Introducción de Francisco Sánchez-Blanco.
[36]          Juan Francisco FUENTES: José Marchena: biografía política e intelectual, Barcelona, Crítica, 1989.
[37]         Vicent LLOMBART: Campomanes, economista y político de Carlos III, Alianza U. Madrid 1992. Hay edición reciente en RODRIGUEZ DE CAMPOMANES,Pedro: Discurso sobre el fomento de la Industria popular (1774). Discurso sobre la educación popular de los artesanos y su fomento (1775), Oviedo, Gea, 1991
[38]          Joaquín IRIARTE S.I.: El Conde de Peñaflorida y la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País (1729-1785), San Sebastián 1991.
[39]          Olegario NEGRIN FAJARDO: La educación popular en la España de la segunda mitad del siglo XVIII. Las actividades educativas de la Sociedad Económica Matritense de Amigos del País, UNED, Madrid 1987.
[40]          Jorge y Paula DEMERSON: La decadencia de las Reales Sociedades de Amigos del País, Oviedo, Universidad de Oviedo, 1977.
[41]          Ángel GONZALEZ PALENCIA : El sevillano D. Juan Curiel, Juez de Imprentas, Sevilla 1945
[42]          Lucienne DOMERGUE: Censure et lumières dans l’Espagne de Charles III, Paris, CNRS, 1988.
[43]          Lucienne DOMERGUE: La censure des livres en Espagne à la fin de l’ancien régime, Madrid, Casa de Velázquez, 1996.
[44]          Rosario DIE y Armando ALBEROLA: La herencia de Jorge Juan: muerte, disputas sucesorias y legado intelectual, Alicante, Universidad, 2002.
[45]          Luis PERDICES BLAS: Pablo de Olavide (1725-1803): el ilustrado, Madrid, Complutense, 1993.
[46]          Marcelin DEFOURNAUX: Pablo de Olavide: el afrancesado, Sevilla, Padilla libros, 1990.
[47]          Javier HERRERO : Los orígenes del pensamiento reaccionario español, Madrid, Alianza Universidad, 1994.

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