dimarts, 26 d’octubre del 2010

DESPOTISMO ILUSTRADO EN ESPAÑA

La imagen del rey
            En las monarquías absolutas sólo se participaba en la vida pública en función del monarca, quien personalizaba el poder. Es por esta razón que la imagen del rey no era objetiva, sino políticamente interesada, y las particulares circunstancias del acceso al trono de Carlos III en 1759, y la difícil coyuntura política que se abrió pocos meses después de su muerte en 1788, colaboraron a resaltar los rasgos más sustantivos de su reinado, hasta llegar a transmitir una imagen global positiva de un reinado que, con frecuencia, es calificado de "esplendoroso"[1].
            Carlos III, rey de Nápoles desde 1734, llegó al trono de España por la muerte en agosto de 1759 de su hermanastro Fernando VI sin sucesión, tras una larga y penosa enfermedad. Desde el verano de 1758, el rey Fernando, recluido en Villaviciosa de Odón, pueblo de las proximidades de Madrid, entró en un proceso irreversible de locura que paralizó por completo los asuntos de gobierno, creando un vacío de poder que contribuyó a extender por toda España el clima de desorientación reinante en la Corte[2]. Los doce meses en que la monarquía vivió, de hecho, sin rey, sirvieron para crear un clima expectante en torno al heredero, D. Carlos. De su labor de gobierno en el reino más extenso de Italia se conocían y valoraban en España sus obras urbanísticas y constructoras, como los palacios de Capodimonte, Portici y Caserta, su mecenazgo artístico, que había hecho posible las excavaciones de Herculano y Pompeya, y las reformas fiscales, institucionales y eclesiásticas planteadas que, pese a su moderación, mostraban a un rey reformista, pero prudente y, sobre todo, experimentado en los asuntos de gobierno. Tras un año de incertidumbre, en una Europa enfrascada en la Guerra de los Siete Años, la muerte del rey fue acogida como una liberación, dando paso a la aclamación de D. Carlos como un nuevo mesias capacitado para remediar todos los males.
            Si la imagen positiva de Carlos III comienza a gestarse en el momento mismo del inicio de su reinado, ésta se verá considerablemente reforzada en los instantes inmediatamente posteriores a su muerte, cuando tiene lugar en Francia la explosión revolucionaria de 1789. El profesor Stiffoni ha analizado la utilización propagandística de la figura de Carlos III a través de la numerosa literatura apologética surgida en los años posteriores al fallecimiento del rey, cuya labor reformista, pero prudente y guiada siempre por la virtud y la moral religiosa, era presentada en España, Italia y centro-Europa como alternativa a la vía revolucionaria.
El inicio del reinado
            Desde la muerte de Fernando VI el 10 agosto de 1759 hasta la entrada del nuevo rey en Madrid el 9 de diciembre de ese mismo año, se vivió un largo período de transición en el que se puso de manifiesto la potencialidad del carisma real. Durante los meses de enfermedad de su hermano Fernando, Carlos se mantuvo informado por su embajador e Isabel de Farnesio, su madre, de la situación española, solicitando incluso que los Consejos y la Inquisición le rindieran cuenta de aquellos asuntos graves cuya resolución hiciera precisa la autoridad del soberano. Una vez producido el fallecimiento de Fernando, y hasta su llegada a España, Carlos designó a su madre, que había vivido apartada en La Granja desde la muerte de Felipe V en 1746, como Reina Gobernadora, y dio órdenes para que una escuadra se dirigiera a Nápoles para el traslado de la familia real a la Península.
            Previamente a su salida de Italia, el rey tuvo que resolver los problemas derivados de su sucesión en el reino napolitano, para lo que tomó algunas decisiones personales de dudosa legalidad: inhabilitó a su hijo primogénito, el infante Felipe Pascual, duque de Calabria, deficiente mental; designó a Carlos, su segundo hijo, como heredero al trono de España, pese a que no cumplía la condición de "nacido y criado en España", que Felipe V había establecido para la sucesión; y nombró a Fernando, su tercer hijo, como futuro rey de las Dos Sicilias cuando alcanzara la mayoría de edad, ocupando entretanto las funciones de regente, su ministro y hombre de confianza Tanucci.
            Barcelona fue la ciudad elegida por el nuevo rey para su primera toma de contacto con los españoles. Se trataba de una decisión meditada, pues Carlos III deseaba un mayor acercamiento entra la corona y el Principado tras el largo paréntesis abierto por la Guerra de Sucesión y el Decreto de Nueva Planta. Tras su paso por Barcelona, el viaje se prolongó por Cataluña, Aragón y Castilla, y todo su recorrido se vivió entre aglomeraciones, en un clima de gran exaltación que, por lo general, se produjo en todos los lugares de España donde se festejó la proclamación real, llegando a extremos sólo concebibles en situación de histeria colectiva, como en Níjar, donde se arrojó a la calle el trigo almacenado en el pósito local, o en otros lugares donde se quemaron las cosechas en señal de júbilo, y que la esposa del rey, María Amalia de Sajonia, resumía perfectamente en un párrafo contenido en una carta dirigida a Tanucci: "los pueblos por donde pasamos hacen locuras y aclaman al Rey como su redentor".
            Tras un inicio espectacular y esperanzado, las primeras medidas tomadas por el nuevo rey marcaron el sesgo futuro de su política interior: renovar la burocracia en los altos niveles de la administración, dando mayor presencia a los manteístas en perjuicio de los colegiales mayores; confirmación de la inoperancia de las Cortes; equilibrio entre las Secretarías y el Consejo de Castilla; e introducción de reformas en la administración territorial y municipal.
                                            EL ESTADO Y LA ADMINISTRACION
Manteistas y colegiales
            La administración carlotercerista, si bien mantuvo el organigrama heredado de Felipe V y Fernando VI, conoció un progresivo desplazamiento de los Colegiales Mayores por los manteístas en las Secretarías de Despacho y en el Consejo de Castilla, único de los consejos existentes con competencias administrativas y gubernativas sustanciales.
            A la llegada de Carlos III, el 85 % de los puestos más importantes del entramado administrativo de la monarquía estaban ocupados por antiguos alumnos de los seis Colegios Mayores de las Universidades de Salamanca, Valladolid y Alcalá, miembros por lo general de linajes influyentes, mientras que los licenciados no colegiales, llamados manteístas o golillas, se veían relegados a cargos de menor entidad, tenían mayores dificultades para hacer carrera administrativa, y veían a los colegiales como enemigos, al considerarlos una casta, dotada de un alto espíritu corporativo, cuyos miembros se apoyaban entre sí para copar las cátedras universitarias, y los principales empleos y cargos públicos, sobre todo en los Consejos, de cuyo fortalecimiento los colegiales eran firmes partidarios frente al predominio de las Secretarías.
            Los colegiales estaban vinculados a la Compañía de Jesús, en cuyas instituciones educativas se preparaban antes de ingresar en los Colegios Mayores, por lo que los manteístas midieron por el mismo rasero a jesuitas y colegiales mayores. Si los jesuitas eran enemigos del regalismo, y los colegiales mayores eran partidarios del régimen polisinodial, se comprende que la política de Carlos III estuviera encaminada a expulsar a los jesuitas, y a reducir el peso colegial dando entrada a los manteístas en las cátedras y en los puestos clave de la administración.
Las Cortes y la Diputación permanente
            Entre los gobernantes del siglo XVIII era mayoritaria la opinión que las Cortes no eran el cauce adecuado por el que el reino expresara sus puntos de vista. Si durante el reinado de Fernando VI las Cortes no se reunieron ni una sola vez, Carlos III ordenó convocarlas a fines de febrero de 1760, cuando no habían transcurrido dos meses de su entrada en Madrid. La causa de tal celeridad era debida al deseo del nuevo rey a ver reconocidas por el Reino algunas decisiones tomadas por su propia voluntad, como la incapacitación de su primogénito, o la designación de Carlos Antonio, su segundo hijo, como heredero.
            Reunidas en Madrid durante cinco dias del mes de julio, realizaron el juramento preceptivo con toda normalidad, y los procuradores de las capitales de la extinta Corona de Aragón presentaron al monarca un Memorial, calificado por Enric Moreu Rey como "memorial de agravios", por el que solicitaban una mayor participación de los oriundos de Cataluña, Valencia, Aragón y Mallorca en los cargos políticos y eclesiásticos de la monarquía que, en su opinión, iban mayoritariamente a manos de castellanos. La finalidad de la petición no iba en contra de la política impuesta por Felipe V, ni planteaba algún tipo de nostalgia foral, sino que demandaba el perfeccionamiento del modelo centralizador que debía integrar a todos los súbditos en una comunidad de reciprocidades, sin discriminaciones regnícolas.
            Las Cortes no volvieron a ser convocadas hasta que Carlos IV lo hizo en 1789 para que jurasen al príncipe heredero. En este largo paréntesis de veintinueve años, la Diputación, que representaba a los reinos en el intervalo entre Cortes, sólo fue requerida por el poder ocasionalmente para que apoyara alguna directriz política concreta. Juan Luis Castellano ha detectado la inactividad casi total de la institución representativa durante el reinado de Carlos III, salvo cuando se le solicitó su opinión favorable al expediente de amortización eclesiástica que tramitaba Campomanes en 1766, y para criticar los excesivos privilegios Mesta a partir de 1779, cuando el poderoso Honrado Concejo vio como éstos sufrían recortes sustanciales.
Las Secretarías del Despacho
            La administración central siguió articulada en torno a seis Secretarias, auténticos ministerios con competencias plenas en los ámbitos de la política exterior, la hacienda, el ejército, la justicia, la marina y la política colonial. La incertidumbre creada por la llegada del nuevo rey, del que se sospechaba llevaría a cabo una amplia remodelación ministerial, no estuvo justificada, pues Carlos III, poco proclive a los cambios, mantuvo en sus puestos a los Secretarios heredados de su hermano Fernando, pese a que en su mayor parte eran hombres de edad avanzada, excepto al titular de la vital Secretaria de Hacienda, a cuyo frente fue designado el siciliano Esquilache, hombre trabajador, y que había sido director general de Aduanas en Nápoles.
            El monarca procuró controlar con su autoridad el buen funcionamiento de las distintas Secretarías, con cuyos titulares despachaba asuntos periódicamente de forma individualizada, si bien a los temas de Estado dedicaba únicamente las mañanas, pues las tardes, con la sola excepción del Viernes Santo, las dedicaba a satisfacer su pasión irrefrenable por la caza.
            Hasta 1763, en que Ricardo Wall abandonó las Secretarías de Estado y Guerra, no se produjo cambio alguno. Las razones de la dimisión de Wall estaban en relación con el conflicto que enturbió las relaciones entre Roma y Madrid a partir de 1761. En ese año, el papa Clemente XIII condenó un catecismo publicado en Nápoles con la aprobación del rey, del que era autor un abate francés apellidado Mesenguy, pero Carlos III se negó a retirar el texto de Nápoles y España considerando que se trataba de una intolerable intromisión del pontífice, y exigió un permiso real, el llamado exequatur, para permitir la entrada en España de los breves pontificios. Para ese redoblado esfuerzo regalista era conveniente sustituir a Wall por un decidido partidario de reforzar las regalías del rey frente a Roma. El elegido para esa tarea fue Jerónimo Grimaldi, un genovés al servicio de Carlos III que desarrollaba sus oficios diplomáticos en París, y que fue nombrado responsable de la Secretaria de Estado, mientras que la de Guerra era ocupada por Esquilache quien, al mantener en sus manos Hacienda, controlaba dos ramas decisivas de la administración.
            La presencia de dos italianos en las tres Secretarías más importantes, y su clara posición reformista y regalista, contraria a la influencia que la Compañía de Jesús ejercía en la política a través de los Colegiales Mayores, se vio reforzada en 1765 con el nombramiento del manteísta aragonés Manuel de Roda como Secretario de Gracia y Justicia en sustitución del hasta entonces titular, el fallecido marqués de Campo de Villar, Colegial y pro jesuita.
            Los sucesos de marzo de 1766 en Madrid, conocidos como el motín de Esquilache, fueron el resultado de una conspiración cuyos detalles tendremos ocasión de analizar más adelante, y que explotó los sentimientos populares de xenofobia contra los italianos en el gobierno y la crisis de subsistencia de aquel año. El objetivo era la caída de Esquilache y Grimaldi, y un giro en la política desarrollada hasta entonces por el gobierno. La destitución de Esquilache, arrancada por los amotinados al rey, no sólo no logró variar el signo de una política que pretendía acentuar el regalismo y disminuir el peso de los colegiales, sino que la acentuó. Miguel de Muzquiz, un colaborador de Esquilache, y el general Juan Gregorio Muniain, sustituyeron a éste en Hacienda y Guerra respectivamente.
            Hasta 1777 el equipo gubernamental, formado por un grupo de gentes cohesionadas bajo la dirección del Secretario de Estado, no sufrió cambios relevantes, excepto la sustitución de los fallecidos por otros de la confianza de Grimaldi. Actuando en sintonía con el Conde de Aranda, presidente del Consejo de Castilla, y los manteístas José Moñino y Campomanes, fiscales del mismo Consejo, se profundizó en el regalismo, llevándose a cabo la expulsión de los jesuitas en 1767, presionando en el cónclave para la elección en 1769 de un papa dócil a los intereses de la casa de Borbón, y, finalmente, logrando la extinción de la Compañía de Jesús en 1773.
            Pero en ese año las diferencias entre Grimaldi y el conde de Aranda en materias de política exterior y sus discrepancias sobre el lugar que la aristocracia y los Consejos debían tener en la administración del Estado, rompieron la unidad de acción mantenida hasta entonces. Aranda perdió la presidencia del Consejo de Castilla y fue enviado a París como embajador, pero en torno suyo se fue aglutinando una oposición que se manifestaría contra Grimaldi en 1775, cuando la expedición española enviada a Argel al mando del general O'Reilly, para mantener a raya las incursiones argelinas, fracasó estrepitosamente.
            Los ataques a Grimaldi, convertido por sus oponentes en responsable del desastre de Argel, consiguieron su dimisión a fines de 1776, pero la Secretaría de Estado no fue confiada a Aranda, que la pretendía, sino a José Moñino, un manteísta, flamante conde de Floridablanca por sus gestiones como embajador en Roma. A primeros de 1777, Floridablanca se hacía cargo de la Secretaría de Estado sustituyendo a Grimaldi, al mismo tiempo que desaparecían de la escena política otros dos grandes políticos del siglo: Tanucci en Nápoles y Pombal en Portugal.
            Con Floridablanca se fortalecieron definitivamente las Secretarias del Despacho y, muy especialmente, la de Estado, convertido su titular en una especie de primer ministro de la monarquía. Los secretarios acapararon el funcionamiento administrativo, quedando los Consejos relegados más que nunca a organismos honoríficos. El poder de Floridablanca hasta la muerte de Carlos III se fue incrementando progresivamente: en 1782, a la muerte de Manuel de Roda, el propio Floridablanca asumió la Secretaría de Gracia y Justicia. Pero la culminación de este proceso se produjo en 1787 con la creación de la Junta Suprema de Estado, considerada por José Antonio Escudero como "el origen del Consejo de Ministros".
            A lo largo del reinado de Carlos III el Secretario de Estado coordinó esporádicamente reuniones de los responsables de otras secretarías, y la puesta en marcha de la Junta vino a institucionalizar este tipo de sesiones y la preeminencia del responsable de Estado, quien las presidía en la sede de su departamento al menos una vez por semana.
            Esta reglamentación contó con la firme oposición de Aranda, que abandonó la embajada en París el mismo año 1787,  trasladándose a Madrid, desde donde redobló sus esfuerzos por debilitar la posición política de Floridablanca haciendo una apología del régimen polisinodial, arrinconado por el auge de las Secretarías.
Los Consejos
            Ante la potenciación de las Secretarías de Despacho, los Consejos se mantuvieron postergados, excepto el de Castilla que cobró gran vitalidad en lo concerniente a la administración del reino, si bien era un organismo más judicial que político. Pese a todo, Carlos III siempre prefirió despachar con los titulares de las Secretarías, y estudiar los expedientes del Consejo con cada uno de ellos, lo que significaba la subordinación del alto organismo consultivo a los secretarios.
            La composición en 1759 del Consejo de Castilla era de mayoría colegial, pero ésta fue variando con la progresiva designación de letrados manteístas para ocupar las vacantes de Consejeros que se producían por fallecimiento. Si bien su presidente desde 1766 hasta 1773 fue el conde de Aranda, un militar Grande de España, los importantes puestos de fiscales, cuya misión era defender los intereses de la Corona, fueron ocupados por manteístas sobresalientes, como Pedro Rodríguez de Campomanes y José Moñino.
            Campomanes era un abogado asturiano, aficionado a la historia, el griego y el árabe, cuyo fervor regalista y su inteligencia fueron decisivos en su carrera. Según Laura Rodriguez, Campomanes inició su carrera como asesor de Correos en 1755, pasando cinco años más tarde al Consejo de Hacienda, y desde 1762 a Fiscal de lo civil del de Castilla, cargo que abandonaría en 1783 para ocupar el puesto de gobernador de ese mismo Consejo. Moñino, futuro conde de Floridablanca, era un abogado manteísta murciano. Para su biógrafo, Juan Hernández Franco, Moñino era, al igual que Campomanes, un decidido regalista, y ocupó la segunda fiscalía del Consejo de Castilla en 1766 para colaborar con Campomanes en su tarea de fortalecer al Estado. Ambos dirigieron los momentos más decisivos de la acción antijesuítica desarrollada por la corona a partir de 1766: Campomanes condujo la pesquisa reservada que debía probar la responsabilidad de la Compañía en el motín de Esquilache, redactó el dictamen fiscal favorable a su extrañamiento, y planeó con sumo detalle la expulsión; Moñino pasó en 1772 a Roma como embajador con la misión exclusiva de lograr del papa la extinción definitiva del instituto ignaciano, considerado como el mayor enemigo de las regalías de la corona.
            Los restantes Consejos mantuvieron una existencia más teórica y honorífica que real. El Consejo de Estado siguió teniendo un carácter poco menos que ornamental; el Consejo de Guerra conoció en 1773 retoques en su composición, buscando mayor coordinación con el ministro del ramo, que pasó a formar parte del Consejo en razón de su cargo, como su decano; y el Consejo de Hacienda también sufrió modificaciones en 1761, trasvasándose competencias a Esquilache, por entonces titular de la Secretaría de Hacienda, y dispuesto a controlar más férreamente la percepción de rentas y en la incorporación al Real Patrimonio de señoríos enajenados, labor en la que colaboró Francisco Carrasco, fiscal del Consejo de Hacienda y hombre de confianza del ministro siciliano.
            El esquema ministerial era criticado por quienes consideraban excesivo el peso de los aspectos gubernativos sobre los de procedimiento, calificando de "despótico" el poder alcanzado por las secretarías. El conde de Aranda encabezaba esta oposición, y sus propuestas iban encaminadas a que los Consejos, tras ser convenientemente revitalizados, actuaran como organismos censores de la gestión de los ministros, además de ejercer su tradicional papel de dictaminar sobre los asuntos importantes del quehacer político.
La administración territorial
            En la administración de justicia, que se efectuaba a través de las Chancillerías y Audiencias, se vivió también la mayor presencia de manteístas como oidores, fiscales y alcaldes del crimen. Desde la llegada de Carlos III a España, y más intensamente desde 1766, se procuró promover a los puestos de magistrados a manteístas de los que se tuviera información fidedigna de su hostilidad hacia la Compañía de Jesús. Pedro Molas, buen conocedor de las transformaciones experimentadas por la magistratura española durante el reinado de Carlos III, ha detectado en el conjunto de tribunales de la Monarquía una orientación desde 1760 favorable al nombramiento de magistrados contrarios a los jesuitas, que se acentuó con la llegada en 1762 de Campomanes a la fiscalía civil, y que ya fue claramente hostil hacia los colegiales mayores desde que Manuel de Roda se hizo cargo en 1765 de la Secretaría de Gracia y Justicia.
             La Intendencia, revitalizada como vimos por Ensenada en 1749, vio recortada sus facultades en 1766. Según las ordenanzas de 1749, el Intendente ocupaba a su vez el corregimiento de la capital, aspecto éste que no era bien visto por el Consejo de Castilla, puesto que el supremo tribunal era el que elevaba al rey las propuestas para el nombramiento de corregidores, y el Intendente, por el contrario, lo era por las Secretarías de Guerra y/o Hacienda. Desde el Consejo, y con su fiscal Campomanes al frente, se pedía un menor peso del modelo gubernativo, ya que la Intendencia, con corregimiento incorporado, suponía una notable pérdida en la intervención política del Consejo, al estar el Intendente exonerado del juicio de residencia, y utilizar la vía reservada con las Secretarías de Hacienda y Guerra. Aduciendo las excesivas competencias que el Intendente poseía por las ordenanzas de 1749, imposibles de abordar adecuadamente en opinión de Campomanes, como lo demostraban los problemas de abastecimiento que habían provocado los motines de 1766, Carlos III accedió en noviembre de ese mismo año a separar los intendentes de los corregimientos, cuyas vacantes pasarían a cubrirse con caballeros o letrados propuestos por el Consejo de Castilla. La acción de los responsables de las veintiséis intendencias en que se hallaba dividida España quedó circunscrita solamente a cuestiones hacendísticas y de suministros al ejército.
            El segundo elemento de la administración territorial, los corregimientos, de exclusiva competencia del Consejo de Castilla, excepción hecha de aquellos que estaban servidos por gobernadores militares, dependientes de la Secretaría de Guerra, conocieron una profunda remodelación en sus funciones y normativa. El responsable de la reforma corregimental fue Campomanes quien, tras un laborioso proceso, logró entre 1781 y 1788 los cambios legislativos oportunos. El propósito de la reforma era profesionalizar la carrera corregimental, haciéndola atractiva para letrados capacitados, que serían seleccionados por el Consejo de Castilla mediante determinadas pruebas y a la vista de su curriculum personal. Para lo primero, se amplió la duración del cargo de tres a seis años, se incrementó el sueldo, y se creó un escalafón que ofreciera estímulo, y que dividía a los corregimientos en tres escalas: una inferior o de entrada, una intermedia, y una superior, desde la cual el letrado podía seguir ascendiendo como magistrado de Audiencia o Chancillería, y llegar, en la culminación de su carrera, a los Consejos.
            La reforma corregimental formaba parte de un conjunto reformista más ambicioso, que tenía como centro la vida municipal.
La administración municipal
            El profesor González Alonso describió, con tonos sombríos, la situación del municipio a la llegada de Carlos III: a su debilidad política y difícil situación económica "se sumaba la exigua o nula participación de los vecinos en los asuntos municipales, dirigidos, sobre todo en las grandes ciudades, por una oligarquía poco menos que impenetrable". 
            Los motines de la primavera de 1766 en toda España habían tenido su origen en la crisis de subsistencia, siendo demostrativos de que la política de abastos no había funcionado. Con el fin de evitar nuevas algaradas, se creyó necesario efectuar ciertas remodelaciones en los ayuntamientos que garantizaran el mantenimiento del orden municipal. Estas reformas no tenían un objetivo democratizador, pese a abrir un proceso electoral al que más tarde nos referiremos, ya que mantenían el orden municipal establecido de regidores vitalicios, sino que intentaban reducir tensiones en la gestión municipal dando entrada a gentes ajenas a las oligarquías que habían controlado tradicionalmente las regidurías, y al otorgar un lugar político al común de vecinos se canalizaba más adecuadamente el malestar social.
            Las reformas municipales giraron en torno al Auto Acordado de 5 de mayo de 1766 y a la Instrucción de 26 de junio de ese mismo año, legislación cuyo contenido conocemos bien gracias a los trabajos de Javier Guillamón. El Auto Acordado creaba la figura de los Diputados del Común, en número de cuatro para aquellas poblaciones que superaran los 2.000 vecinos, y de dos con un número de vecinos menor. Estos Diputados tendrían voz y voto en el ayuntamiento, junto a los regidores, en todos aquellos asuntos relacionados con el abasto. También se creaba la figura del Síndico Personero del Común, uno en cada población, con voz pero sin voto en la corporación, siendo su función la de "proponer todo lo que convenga al Público generalmente", es decir, instando en todo aquello que pudiera redundar en ventajas al Común. Las medidas citadas se completaron en 1768 con la creación de la figura del Alcalde de Barrio, que en principio debía circunscribir sus funciones a Madrid, y que posteriormente se extendió a otros municipios españoles. Su objeto, como ha señalado Enrique Martínez, era permitir un mayor control de la población, llevando relaciones de la población residente en su barrio, y vigilando mesones y posadas, y prestando atención a todo lo que tuviera relación con el mantenimiento del orden público.
            La Instrucción de junio de 1766 detallaba la modalidad de elección que debía seguirse para cubrir los cargos, establecía el régimen de incompatibilidades de los nuevos cargos con los regidores y sus familias, y perfilaba sus competencias. La elección de los Diputados y Síndico debía realizarse anualmente por parroquias, siendo electores todos los vecinos "seculares y contribuyentes". La elección no era directa, pues en una primera votación tan sólo eran elegidos los comisarios electores quienes, en una segunda votación, elegirían en el Ayuntamiento a los Diputados y Síndico.
            La Instrucción desarrollaba con detalle las competencias de los Diputados del Común: los abastos en primer lugar, pero también todo aquello conducente a garantizar el libre comercio de los productos de primera necesidad, además de fiscalizar el origen y destino de las rentas que el municipio recaudaba de sus propios y arbitrios.       
            La creación de estos nuevos cargos preocupó a los regidores, a quienes molestaba la intromisión de vecinos electos en un terreno tan sensible a las competencias municipales como los abastos. Sin embargo, el seguimiento de las elecciones efectuado en distintos lugares ha demostrado que las preocupaciones iniciales eran infundadas, ya que los regidores lograron capitalizar el proceso electoral sin excesivas dificultades, y  las tensiones e incidentes que jalonaron las relaciones entre los regidores y Diputados y Síndico Personero  giraron siempre en torno a cuestiones protocolarias o competenciales, sin que llegase a cuestionarse en ningún momento el marco social y político del régimen municipal borbónico. Desde el punto organizativo y de control, las reformas de 1766 supusieron un mecanismo corrector al encuadramiento político tradicional, cuyo alcance se mantuvo siempre en los límites previstos por los legisladores.
                                                        LA POLITICA INTERIOR
            Las expectativas creadas por la llegada de Carlos III al trono en 1759 se debían al hecho poco frecuente de que el nuevo rey contara con una larga experiencia político-reformista adquirida en Nápoles. La primera parte de su reinado no defraudó a los que esperaban cambios en la política interior, reflejados sobre todo en la hacienda y en la liberalización de la vida económica. Los acontecimientos de la primavera de 1766, cuando en la Corte y en otros muchos lugares de España estallaron graves motines, acentuaron algunas líneas esbozadas en los primeros años: se fortaleció el poder de los grupos manteístas y se ahondó en el control de la iglesia española expulsando a los jesuitas, cuyas propiedades fueron confiscadas. La caída de Grimaldi en 1776 como consecuencia de la desafortunada expedición a Argel de 1775, abrió una última etapa protagonizada por Floridablanca, en la que las reformas se estancan, y donde la pugna entre el nuevo Secretario de Estado y el conde de Aranda se prolongaría hasta los primeros años del reinado de Carlos IV.
La primera etapa reformista
            El período comprendido entre 1759 y 1766 estuvo caracterizado por el espectacular ascenso de Esquilache, hombre fuerte del equipo ministerial, la aplicación de las tesis de Campomanes sobre la libertad del comercio de granos y la abolición de la tasa, y la exposición de sus tesis contra la amortización eclesiástica.
            Esquilache, al frente de la Secretaría de Hacienda, reinició la política que había quedado frenada tras la caída de Ensenada en 1754, necesaria, por otra parte, para hacer frente a las necesidades planteadas por la entrada de España en la Guerra de los Siete Años en 1761. Su propósito de proseguir con el proyecto ensenadista de crear en Castilla una única contribución basada en el Catastro, dio como resultado la creación en 1760 de una Junta de Única Contribución, que no prosperó. Miguel Artola considera que la decisión de la Junta de proceder a la revisión de los datos catastrales obtenidos con tanto esfuerzo seis años antes, "induce a pensar en una decidida intención de llevar el proyecto a una vía muerta". El segundo frente de la actividad de Esquilache estuvo en las haciendas locales, cuyo control era indispensable para poner orden en el enmarañado sistema recaudatorio, el cual daba escasos rendimiento para la Hacienda real. La gestión que en los ayuntamientos se hacía en materia de propios y arbitrios resultaba necesaria por las numerosas desviaciones que sufría lo recaudado, como fondos que se destinaban a fines no autorizados y usurpaciones de bienes comunales por las oligarquías locales. Con la creación de la Contaduría General de Propios y Arbitrios, vinculada a la Secretaría de Hacienda, se intentó reformar la situación de las haciendas municipales, y hacerlas rentables para el Estado. Se inició una investigación sobre los propios de cada pueblo, los arbitrios que usaba y la finalidad de lo recaudado, al mismo tiempo que se facultaba a los Intendentes para vigilar de cerca la administración de las haciendas locales.
            La oposición de la oligarquía castellana a estas reformas, que afectaban a un sistema fiscal que les beneficiaba, y a la razón misma de su poder en los municipios, sirvió para iniciar una campaña de desprestigio hacia Esquilache, calificado de hombre "despótico", y cuya condición de extranjero fue hábilmente utilizada como recurso xenófobo para inclinar a la opinión pública en su contra. 
            La otra gran medida reformista tomada en los primeros años del reinado, fue la abolición en 1765 de la tasa que regulaba el precio del trigo, una decisión controvertida pues el mercado de grano había estado siempre regulado por una legislación paternalista que impedía que en épocas de escasez el precio superara la barrera impuesta por la tasa. Frente a esta opción intervencionista, en toda Europa se iba abriendo camino, con más o menos dificultad, la opción liberalizadora de quienes confiaban en que el libre comercio y los precios no intervenidos estimularían la producción, ajustarían el mercado y evitarían los sobresaltos que se vivían en épocas de mala cosecha. Campomanes, fiscal del Consejo de Castilla, era partidario de esas tesis liberalizadoras. La pésima cosecha de 1763 y sus efectos negativos en Castilla le llevó a proponer la abolición de la tasa, de acuerdo con el ministro Esquilache. La hipótesis de Campomanes se basaba en su convicción de que la liberalización estabilizaría los precios, pues en los años de buena cosecha las abundantes compras que haría los comerciantes y el recurso a la exportación impedirían un fuerte descenso del precio, mientras que en los años de escasez, la subida del precio quedaría mitigada por la reventa del grano almacenado y por la importación. La idea de que el "buen precio" fomentaría la producción no tuvo los efectos esperados ni a corto ni a largo plazo. A corto plazo, porque la mala cosecha de 1765 disparó los precios; a largo plazo, porque la estructura de la agricultura española no permitió que los excedentes sobre el consumo fueran relevantes, beneficiando más a los rentistas que a los productores directos.
            En 1765, Campomanes publicó su "Tratado de la Regalía de Amortización", donde se hacía una llamada al intervencionismo del Estado para enfrentarse al hecho de que una parte importante de la tierra cultivable se encontraba en manos de Iglesia y de la nobleza, y que la amortización de sus propiedades era un obstáculo esencial al desarrollo agrario. En la tesis básica de su obra, Campomanes defendía la facultad del rey para impedir o limitar la adquisición de bienes raíces por la Iglesia, lo que provocó no poca inquietud entre los grupos privilegiados, que se sintieron amenazados por las propuestas del fiscal manteísta. La publicación coincidía con las alegaciones fiscales presentadas en junio de 1765 por el propio Campomanes y el Fiscal del Consejo de Hacienda Francisco Carrasco apoyando una ley que evitara que siguieran creciendo las manos muertas con nuevas adquisiciones, un proyecto que sería desestimado por la mayoría del Consejo que seguiría las tesis del Fiscal de lo criminal Lope de Sierra, próximo a los intereses de la Iglesia[3]                   
            La legislación para la reforma de la propiedad, no obstante, fue muy tímida, teniendo en cuenta la elevada concentración de propiedad amortizada y colectiva  -- los 2/3 de la tierra en Castilla -- y su incidencia negativa en el nivel productivo. La propiedad nobiliaria era muy importante en la mitad sur de España, con porcentajes en torno al 70% de la superficie en sus manos en Sevilla o La Mancha, y del 50% en Extremadura. Algo menor era la propiedad eclesiástica, pero sus tierras eran de mayor calidad y mejor aprovechadas. Las tierras de propiedad colectiva, formada por baldíos, comunales y propios, suponían, según Richard Herr, "la porción más importante del territorio español vinculado". Mientras que los baldíos, o tierras realengas, eran de titularidad real, las comunales eran tierras propiedad del municipio de uso común por los vecinos, y las de propios eran tierras, también municipales, que se cedían en arriendo, y cuyas rentas pasaban a formar parte de los ingresos de la hacienda local.
            El trato recibido por la legislación reformista fue muy distinto en cada caso. La propiedad nobiliaria no sufrió modificación alguna, mientras que la eclesiástica sólo se vio afectada en 1767 en lo concerniente a las propiedades de la Compañía de Jesús, que fueron confiscadas. Sí se actuó con mayor decisión sobre la propiedad colectiva, ya que no afectaba los intereses de los estamentos privilegiados: se cedieron baldíos para el asentamiento de colonos en las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena; se repartieron tierras concejiles para que accedieran a la propiedad labriegos y jornaleros que carecían de ella; y se estimuló el reparto de las tierras de propios en arriendos perpétuos. En la práctica los efectos de esas medidas fueron limitadas. Felipa Sánchez Salazar ha mostrado el fracaso de los repartos por la resistencia de los poderosos, y por la falta de capitales que impedía a los jornaleros explotar adecuadamente sus lotes, mientras que los arriendos perpetuos de los propios fueron monopolizados por los elementos más poderosos de los pueblos.
            El malestar popular, unido a quienes se sentían disgustados por la presencia de extranjeros como Esquilache y Grimaldi en puestos claves de gobierno, y a la política de reformas auspiciadas por manteístas como Campomanes, derivó en el motín de la primavera de 1766 que, como ha escrito Dominguez Ortiz, "marca un hito importante en la política interior española, aunque en realidad lo que hizo fue agudizar tendencias ya latentes".
El motín de Esquilache y la expulsión de la Compañía de Jesús
            Los graves tumultos acontecidos en Madrid entre el 23 y el 26 de marzo de 1766, conocidos como "motín de Esquilache", surgieron en un ambiente de descontento popular, propiciado por las malas cosechas, la carestía de productos de primera necesidad, la presión fiscal, y por disposiciones que menospreciaban usos y costumbres tradicionales, como el bando promulgado el 10 de marzo por el que se prohibía el uso de las capas largas y los sombreros de ala ancha, convertido en detonante de los sucesos.
            El Domingo de Ramos, 23 de marzo, por la tarde, grupos de madrileños se reunieron en la Plaza Mayor profiriendo gritos contra Esquilache y el elevado precio del pan, desde donde se dirigieron a la casa del ministro de Hacienda y Guerra, que fue saqueada, apedreando más tarde las casas de Grimaldi, del arquitecto Sabatini, y destrozando farolas y carruajes. El 24 por la mañana, la situación de gravó al dirigirse varios miles de personas hacia el Palacio Real, frente al cual tuvieron lugar violentos choques con la Guardia Walona, con escenas de inusitada crueldad, muriendo acuchillados o golpeados diez soldados y siendo arrastrados sus cadáveres por las calles. Las propuestas hechas por representantes del rey ofreciendo anular el bando y rebajar los precios, no lograron dispersar a la multitud que exigía la dimisión de Esquilache y la comparecencia del rey ante los amotinados. Pese a las recomendaciones de reprimir drásticamente el motín hechas por el duque de Arcos y el Comandante General de Artillería, Carlos III optó por salir al balcón de palacio y acceder al programa de los rebeldes: destierro de Esquilache, considerado por los amotinados "azote tremendo de España" y "monstruo lleno de avaricia"; extinguir el cuerpo extranjero de guardias walonas, rebajar el precio de los artículos de primera necesidad; y abolir el bando sobre capas y sombreros.
            Durante la noche del mismo día 24 Carlos III abandonó Madrid, dirigiéndose a Aranjuez, y durante los dos días siguientes, los amotinados ocuparon la capital temiendo una contundente represión del monarca, que no se produjo al hacerse cargo del orden público el nuevo presidente del Consejo de Castilla, el conde de Aranda.   
            Estos acontecimientos han sido interpretados de manera diversa, pero hoy no hay duda que en ellos se mezclaron causas económicas y reivindicaciones políticas. Teófanes Egido, que ha estudiado los muchos pasquines, panfletos y sátiras aparecidos en Madrid en los días anteriores al estallido del motín, ha encontrado tantas recriminaciones de carácter económico, como de índole política, en las que se denunciaba la anulación del soberano por la prepotencia de despóticos ministros extranjeros, la opresión que sufría la Iglesia, o la ruina de la economía española a que conducía la política del italiano Esquilache. Laura Rodriguez ha señalado que "en los sucesos de Madrid nos hallamos ante un tipo de motín en el que la masa ha sido utilizada como instrumento de presión por elementos externos a ella, con unos fines políticos determinados". La utilización de resortes eficaces, como la carestía o la xenofobia contra los italianos, manejados por grupos de la aristocracia y colegiales para frenar las reformas y la cada vez mayor presencia de manteístas en la alta administración, no tuvo el éxito esperado por sus instigadores, dando lugar a la expulsión de los jesuitas y a la ofensiva contra los Colegios Mayores.
            Los sucesos de Madrid y el éxito que en algunas de sus reivindicaciones obtuvieron los rebeldes madrileños, actuaron como precedente y catalizador de una serie de motines de subsistencias que afectaron a más de un centenar de poblaciones dispersas por toda la geografía española en una reacción en cadena, en la que no sólo se exigía el abaratamiento del trigo, sino que se ponían de relieve las muchas reivindicaciones populares que existían ya desde antes. En el País Vasco, los amotinados se armaron y actuaron con violencia, aterrorizando a los nobles y al clero, a quienes se les coaccionó para que aceptaran reducciones en las rentas y el diezmo; en Zaragoza se saqueó la casa del Intendente, al que se consideraba culpable de los precios elevados, sin que interviniera la guarnición de la ciudad; y en Valencia la protesta popular, además de dirigirse contra el precio excesivo de los comestibles, se canalizó hacia los derechos señoriales, considerados como la causa última de sus penurias.
            Carlos III y su equipo de gobierno desearon fervientemente descubrir quienes eran los responsables últimos de los motines y de toda la literatura clandestina que los acompañó, sobre todo en la Corte. La investigación, dirigida en secreto por el fiscal Campomanes, con la ayuda de Manuel de Roda, Secretario de Gracia y Justicia, estuvo encaminada a probar la participación de la Compañía de Jesús como instigadora de los tumultos de Madrid, presentándolos como enemigos de la institución monárquica. Pese a que ninguno de los testimonios recogidos en la "pesquisa secreta" entre personas hostiles a los jesuitas probaba fehacientemente la participación corporativa de la Compañía, Campomanes concluyó en su dictamen fiscal presentado la nochevieja de 1766, "ser los jesuitas en España e Indias el fomento y el centro de la disensión y del desafecto", proponiendo su expulsión al igual que se había llevado a cabo en Portugal y Francia en 1759 y 1763 respectivamente.
            Las razones que condujeron a que Carlos III firmara el decreto de expulsión eran, sobre todo, de índole política, aunque también influyeron razones económicas y sociales. La conexión con los colegiales mayores, poco proclives a la creciente presencia manteísta en los Consejos y Secretarías y al predominio de ministros italianos en el equipo ministerial, y las posiciones antirregalistas que mantenía la Compañía, afecta a la Corte de Roma, eran los argumentos que hacían aconsejable el extrañamiento de los jesuitas. Pero la posibilidad de que revirtieran a la Corona sus muchas e importantes propiedades rústicas y urbanas también influyó, puesto que la pena de extrañamiento comprendía un doble castigo: el destierro y el despojo de todos los bienes temporales. No menos importantes fueron las posturas antijesuíticas de las restantes órdenes religiosas, en especial agustinos y dominicos, que tradicionalmente habían pugnado con los jesuitas por el control de las cátedras universitarias, y que se alinearon junto a Campomanes y Roda en 1767, cuando se hizo efectiva la expulsión.
            El proceso preparatorio se llevó a cabo con total sigilo. Campomanes escogió aquellos miembros del Consejo regalistas y antijesuitas para formar con ellos un Consejo Extraordinario, marginando a los colegiales projesuitas, que a fines de enero de 1767 elevó una consulta al rey razonando la necesidad de la expulsión. Carlos III firmó el decreto correspondiente el 27 de febrero, y en la noche del 31 de marzo al 1 de abril se realizó el arresto simultáneo de todos los jesuitas en sus colegios y residencias de España, enviándolos seguidamente a los puertos de Cartagena, Salou, Puerto de Santa María y Santander para su embarque a los Estados Pontificios, siguiéndose un procedimiento similar con los jesuitas de América y Filipinas. Tras navegar por el Mediterráneo durante cinco meses en condiciones muy duras, al negarse el papa Clemente XIII, disgustado con Carlos III, a permitirles la entrada en su territorio, los jesuitas fueron desembarcados en Córcega, y meses después pasaron a distintas ciudades de Italia donde muchos de ellos desarrollaron una sobresaliente labor intelectual, estudiada por Miguel Batllori.
Las reformas interiores hasta la caida de Grimaldi
            Desde la desaparición de Esquilache, el Consejo de Castilla compartió con las Secretarías el protagonismo de la vida política española. Al frente del Consejo, como su presidente, se situó el conde de Aranda, un militar aragonés que ocupaba la Capitanía General de Valencia, para que restableciera la paz y regresaran las cosas al orden natural, conmocionado por los sucesos de 1766. Pero quienes llevaban la iniciativa política eran los fiscales del Consejo, los manteístas Campomanes y el recién incorporado José Moñino, designado para ese puesto en agosto de 1766.
            Su acción política más acusada se dirigió a fortalecer el regalismo, y con él el control de las universidades, reduciendo el peso de los Colegios Mayores, semillero de cargos en la alta administración civil y eclesiástica.
            En la política regalista, además de iniciar las gestiones en Roma para lograr la extinción de la Compañía de Jesús, destacaron el proceso del obispo de Cuenca, y la cuestión del llamado "Monitorio de Parma". En 1769, el obispo de Cuenca, el colegial Isidro de Carvajal y Lancaster, protestó por los proyectos de Campomanes de atajar la amortización eclesiástica, indicando que de proseguir ese camino "España corría a la ruina", recibiendo por ello una dura reprimenda de Aranda, advirtiéndole que su actitud podía ser relacionada con los motines que habían acontecido en coincidencia con sus manifestaciones. El otro asunto polémico tenía como centro el ducado de Parma, regido por Felipe de Borbón, hermano menor de Carlos III. En el pequeño estado italiano, las inmunidades eclesiásticas eran un serio problema económico, pues la proporción de eclesiásticos era de 1 por cada 80 laicos. Las peticiones de Parma a la Santa Sede para que permitiera que los eclesiásticos no gozaran de inmunidad hasta su promoción al subdiaconato, encontró la oposición de Roma, y ante la falta de flexibilidad del papado, Parma decidió aplicar un programa regalista radical, que en el período comprendido entre 1764 y 1768 desamortizó los bienes de la Iglesia, obligó al clero a tributar, reformó la universidad y expulsó a los jesuitas. España apoyó a Parma, fortaleciendo los lazos familiares al casar al heredero español Carlos con su prima hermana Maria Luisa. La respuesta de Roma fue la publicación de un breve papal en enero de 1768, conocido como "Monitorio de Parma", por el que excomulgaba al duque Fernando, hijo de Felipe, ya fallecido, y a sus ministros. La irritación entre los regalistas españoles con el papa fue grande, y Grimaldi logró que se prohibiera en España el Monitorio y se implantara el exequatur antes de permitir la difusión en los territorios de la monarquía de los documentos pontificios.
            Los otros dos focos de atención regalista, la universidad y los Colegios Mayores, fueron atendidos por Manuel de Roda, responsable, desde su Secretaría de Gracia y Justicia, de los temas educativos. La universidad debía ser una institución al servicio del regalismo y desde la que se debía exaltar al poder regio, sin permitir disidencias, y a ello, más que a la mejora de los planes de estudio, se encaminó la reforma; la de los Colegios Mayores, por otra parte, era imprescindible para los manteístas en el gobierno, pues desde ellos se había nutrido tradicionalmente la alta administración española.
            Como complemento y ayuda al control de la universidad y al desmantelamiento de los Colegios Mayores[4], el gobierno aprovechó la masa de edificios y propiedades dejados vacantes por los jesuitas. Obispados y organizaciones educativas asistenciales se posesionaron de gran parte de los edificios, mientras que las tierras fueron adquiridas en subasta por los sectores dominantes de la sociedad.
            Finalmente, en este período hubo una preocupación por el estado de la agricultura. El principal proyecto reformista del siglo fue el "Expediente de la Ley Agraria", iniciado tras los motines de 1766, y que pretendía diagnosticar los males de la agricultura española para darles posterior remedio. Para cumplir ese objetivo se recopiló una gran cantidad de información procedente de la corona de Castilla, pues se consideraba que la situación de la corona de Aragón no era tan preocupante. Según Margarita Ortega se recabaron informes sobre los aspectos considerados más negativos de la realidad rural castellana: la utilización de la propiedad amortizada, tanto de mayorazgos como de "manos muertas"; el reparto de los comunales y baldíos; los contratos agrarios; y los conflictos con la ganadería. La información mostraba el elevado grado de conflictividad existente en el seno de la sociedad rural, y señalaba atinadamente cuáles eran sus males, pero atajarlos suponía cuestionar el orden social imperante, y el "Expediente" no culminó el Ley Agraria. En 1771, un resumen de la gran cantidad de información recopilada fue impreso con el título "Memorial Ajustado para una Ley Agraria", utilizado por Jovellanos en 1794 para su famoso "Informe en el expediente de Ley Agraria", en el que el ilustrado gijonés defendía una doble vía para restablecer la agricultura: permitir el acceso a la propiedad, creando una amplia capa de propietarios medios, y acabar con la amortización de la propiedad "por ser contraria a la economía civil", opciones que requerían un nuevo marco socio-político y que, en consecuencia, fueron heredadas por nuestros liberales del siglo XIX.
            El ciclo reformista fue perdiendo impulso a causa de las diferencias crecientes entre la concepción que de la monarquía tenía el conde de Aranda y sus partidarios del llamado "partido aragonés", y las del grupo manteísta.
            Aranda era un aristócrata, varias veces Grande de España, y decidido partidario de una monarquía estamental, en la que la nobleza, representada en unos Consejos con más amplias competencias, gobernase España. Los manteístas eran opuestos a que la nobleza actuara en calidad de órgano moderador del poder real. Si bien Aranda era partidario de las reformas, discrepaba que fueran personas ajenas a la aristocracia, como Campomanes, o extranjeros, como Grimaldi, quienes las implantaran. Esas discrepancias le condujeron a ser separado de la presidencia del Consejo de Castilla en 1773, tras un intenso y largo enfrentamiento con Campomanes, y enviado al exilio diplomático de la embajada de España en París, donde permanecería hasta 1787.
            Desde 1773, los partidarios de Aranda y sus ideas se lanzaron a una campaña, de cuyos entresijos ha dado cuenta Teófanes Egido, para lograr que el conde aragonés regresara a España y ocupase la Secretaría de Estado de la que Grimaldi era titular. La gran ocasión surgió en 1775, a raíz del estrepitoso fracaso del ejército expedicionario español a Argel, comandado por Alejandro O'Reilly, un irlandés, al que Grimaldi, otro extranjero, le había dado el mando de la operación. Nuevamente la xenofobia fue utilizada en una masiva producción clandestina[5] que exigía el cese de Grimaldi y su sustitución por Aranda, cuyas características personales y políticas eran convenientemente mitificadas por sus partidarios.
            Si bien los ataques contra Grimaldi lograron su cese en noviembre de 1776, no fue Aranda el que accedió a la importante Secretaría de Estado, sino el manteísta José Moñino, ahora conde de Floridablanca. La pugna entre Aranda y el nuevo Secretario de Estado marcaría la última etapa del reinado de Carlos III.
La pugna Floridablanca-Aranda
            Con Floridablanca el impulso reformista perdió fuerza. Su inclinación a apoyarse en los ambientes más tradicionales, y los recelos que las ideas ilustradas le provocaban, influyeron en ello. Un ejemplo de su actitud poco dada a los cambios fue su decisión de arrumbar definitivamente el proyecto de Unica Contribución, sustituido por una denominada "contribución de frutos civiles" que no suponía variación alguna del anticuado y enmarañado sistema fiscal castellano.
            Sus mayores logros fueron la liberalización del comercio con América desde 1778, y la fundación del Banco de San Carlos en 1782. La libertad de comercio supuso una nueva etapa en las relaciones mercantiles entre la metrópoli y sus colonias, y la supresión, por innecesaria, de la Casa de Contratación. La creación del Banco de San Carlos en 1782, tras una larga etapa de proyectos, tenía como finalidades financiar el comercio con América, y sostener el Real Tesoro en tiempo de guerra sin tener que exigir impuestos extraordinarios ni acudir a onerosos empréstitos. Pero su política de reforzar las Secretarías, y la creación de la Junta Suprema de Estado como su órgano coordinador, chocaba con las concepciones del conde de Aranda y su partido en la oposición.
            Para el conde de Aranda, el excesivo fortalecimiento de las Secretarías suponía una subversión del orden tradicional de la monarquía, al quedar los Consejos anulados y recibir el titular de la de Estado un margen desmedido de facultades. Aranda tenía su propia opinión de cómo debía gobernarse España y el papel político más activo que debía jugar la nobleza.
            Ya que sus planteamientos no tuvieron eco en Carlos III, Aranda lo buscó en el Príncipe de Asturias quien, en 1781, solicitó al todavía embajador en París un "plan de lo que debiera hacer en el caso (lo que Dios no quiera) de que mi padre viniese a faltar". La respuesta de Aranda fue su largo "Plan de gobierno para el Príncipe", que resumía sus ideas sobre la estructuración político-administrativa de la monarquía. Según su proyecto debía haber Secretarías, pero por encima de ellas debían situarse, además del rey, un "ministro confidente" o primer ministro, sin estar vinculado a ninguna Secretaría, que debía vigilar "el cumplimiento de los otros, trabaja, discute con ellos, dirige las especies para enterar al rey de sus circunstancias", y el Consejo de Estado revitalizado, con pocos miembros, y una reunión semanal para controlar la acción de gobierno, a la manera de un "crisol donde purificar cualquiera expediente en que hubiese intervenido el ministro y uno o más secretarios, y donde reverlo y hallarle el verdadero aspecto aún dudoso".
            En ese mismo año de 1781, el conde de Aranda abandonó la embajada de España en París y regresó a la Corte. La guerra sorda con Floridablanca se iría recrudeciendo progresivamente: en 1782, por ocupar Floridablanca la vacante dejada en Gracia y Justicia por el fallecimiento de Manuel de Roda, aragonés y amigo de Aranda; y  en 1787, al crearse la Junta de Estado. La campaña y las intrigas contra Floridablanca alcanzaron su culminación a lo largo de 1788. En octubre de ese mismo año, el primer ministro murciano presentó al rey un largo Memorial en el que pasaba revista a su labor política, y en el que solicitaba su dimisión: "líbreme Vuestra Majestad de la inquietud continua de los negocios, de pensar y proponer personas para empleos, dignidades, gracias y honores". La petición de dimisión no fue aceptada por Carlos III, lo que suponía una nueva derrota indirecta de Aranda dos meses antes del fallecimiento del rey.
                                                       LA POLITICA EXTERIOR
            La política exterior de Carlos III estuvo estrechamente vinculada a la alianza con Francia, refrendada por el III Pacto de Familia, firmado en 1761 y vigente a lo largo de todo el período como principal instrumento de la acción exterior española en el período.
            A diferencia de los Pactos de Familia establecidos en 1733 y 1743, el rival circunstancial de España no era Austria, sino Inglaterra, y su objetivo fue reducir el creciente poderío de Inglaterra, enemigo común de los intereses españoles y franceses. Por esa razón la alianza franco-española fue efectiva en dos conflictos bélicos, la Guerra de los Siete Años y la Guerra de Emancipación Norteamericana.
            En el período comprendido entre ambas, la diplomacia española dirigió sus preocupaciones a lograr una paz duradera en el Mediterráneo no cristiano, y a desarrollar contactos diplomáticos con el Este y Norte de Europa.
La Guerra de los Siete Años
            El enfrentamiento franco-británico iniciado en 1757 tenía para España un interés enorme, ya que al tener el conflicto una dimensión colonial sus resultados afectaban directamente a España, para quien el mantenimiento de su imperio era una cuestión de supervivencia. La potencia británica se basaba en el dominio marítimo, y sus objetivos no eran continentales, sino ultramarinos. Para contrarrestar la mayor potencialidad inglesa, la única posibilidad española era vincularse a Francia, otra potencia con intereses coloniales.
            Durante los dos primeros años de guerra, reinando todavía Fernando VI, la posición oficial de España fue de neutralidad, pese a que su impacto sobre el tráfico marítimo español era catastrófico, como lo evidencia que en 1762 hubiera disminuido el 85 % de los navíos que hacían el tráfico de la Carrera de Indias, y se hubiera perdido el 91 % del tonelaje transportado.
            Cuando Carlos III accedió al trono en 1759, la guerra en América había tomado un sesgo muy ventajoso para Inglaterra. Para entonces, las tropas británicas había tomado Quebec y habían roto toda posibilidad de conexión entre Canadá y Luisiana, lo que suponía en la práctica el control inglés de las vías de comunicación atlánticas. Para Francia era de vital importancia conseguir la alianza de España, y poder contar con el apoyo de su  capacidad naval. Para España resultaba una gran amenaza para sus colonias en el Caribe y América del Sur la hegemonía inglesa en el Norte. De la confluencia de ambos intereses surgieron los primeros pasos negociadores, llevados a cabo por Grimaldi, embajador entonces de España en París, y el duque de Choiseul, secretario de Estado de negocios extranjeros francés, y principal ministro de Luis XV.
            El resultado de las conversaciones llevadas a cabo entre enero y agosto de 1761, fue la firma del III Pacto de Familia, una alianza ofensivo-defensiva, de carácter permanente, por la que los dos monarcas de la casa de Borbón se garantizaban sus posesiones, comprometiéndose a ayudarse mutuamente, salvo en conflictos continentales, y se contemplaba un trato preferente a los súbditos, "que serán tratados en todo como los habitantes del país". En una cláusula secreta, España aceptaba entrar en la contienda el 1 de mayo de 1762, si para entonces no se había llegado a la paz entre franceses y británicos, pero la sospecha de éstos últimos de que España estaba llevando a cabo preparativos militares en los astilleros de Cádiz, Ferrol y Cartagena, y fortificando las más importantes plazas americanas, condujo a la declaración de guerra por parte de Inglaterra el 4 de enero de ese mismo año.
            Los planes españoles no se pudieron iniciar en el Caribe por la anticipación de la flota inglesa, que tomó La Habana en agosto. En septiembre, otra escuadra tomó Manila. Sólo se pudo atacar la frontera portuguesa en mayo, tras lanzar un ultimatum al rey portugués para que rompiera su tradicional alianza con Inglaterra y cerrara sus puertos a los buques ingleses. La campaña no tuvo el éxito esperado por la escasa preparación de las tropas, la falta de decisión de los mandos, y el tiempo lluvioso que dejó intransitables los caminos.
            Cuando se firmó la Paz en París en febrero de 1763, España tuvo que entregar Florida a Inglaterra y permitir a los ingleses la navegación por el Mississippi a cambio de La Habana y Manila. Como compensación a las pérdidas, y para mantener vigente la alianza, Carlos III recibió de Francia la Luisiana, una amplia región en estado salvaje.
            El Pacto de Familia se mantuvo vigente a lo largo del reinado de Carlos III, aunque peligró en 1770 por la actitud dubitativa y renuente de Francia a prestar apoyo a su aliada, cuando en aquel año las relaciones entre España e Inglaterra estuvieron al borde de la ruptura por el incidente de las Malvinas, unas islas desérticas en el Atlántico Sur bajo soberanía española que los ingleses ocuparon por su proximidad al cabo de Hornos y al estrecho de Magallanes. Pero la posibilidad de desquite a las derrotas de la Guerra de los Siete Años que se abrió en 1776 al declarar su independencia las Trece colonias británicas de América del Norte, volvió a activar plenamente el pacto hispano-francés.

La guerra de emancipación norteamericana
            Los conflictos graves que desde 1774 enfrentan a colonos norteamericanos con la administración británica, fueron seguidos con gran atención por Francia y España, para quien Inglaterra era considerada el enemigo común de la Casa de Borbón. Frente al deseo intervencionista del gobierno francés, la posición española era de mayor prudencia. Floridablanca, que pasó a dirigir la política exterior desde 1777, temía que el surgimiento de un estado americano cercano a las colonias españolas, contagiara a éstas de afanes independentistas, por lo que durante los años 1777-1779 únicamente concedió a los colonos rebeldes ayuda económica secreta. La victoria norteamericana de Saratoga en octubre de 1777, decidió a Francia a entrar en la guerra, pero Floridablanca consideró más oportuno esperar, en contra de la opinión de Aranda, al prever que el país no estaba todavía militarmente preparado, y que debía poner en estado de defensa el vasto imperio colonial español.
            El 12 de abril de 1779, las dos potencias borbónicas firmaban en secreto la Convención de Aranjuez, en la que España se comprometía a entrar en la guerra, una vez despejada la situación en el Mediterráneo por la firma de acuerdos con Marruecos y Turquía, y por la que Francia se comprometía a que Menorca, Gibraltar, Florida y Belice, en la costa hondureña, fueran devueltas a la soberanía española.
            La guerra para España tuvo dos ámbitos: el europeo y el americano. En Europa, las acciones comenzaron en 1779 con el bloqueo de la plaza de Gibraltar, que fracasó. En 1781 se preparó el desembarco y toma de Menorca, y en febrero de 1782 se conquistó la isla, iniciándose un nuevo bloqueo de Gibraltar que, pese a la utilización de baterías flotantes y otros artilugios bélicos, no pudo ser tomada por las tropas españolas.
            En América, el mayor interés estratégico estribaba en recuperar el dominio del Golfo de Méjico, perdido por la cesión de Florida a Inglaterra en 1763 quien, desde sus guarniciones de Mobile, Natchez y Pensacola, amenazaba el control español del tramo final del Mississippi. El gobernador de Luisiana, Bernardo Gálvez, fue el artífice de los éxitos españoles. En 1779 se apoderó de los fuertes ingleses situados en la orilla izquierda del Mississippi, y en 1781 logró conquistar Pensacola y las restantes guarniciones británicas en la Florida, distrayendo con sus operaciones tropas inglesas, y contribuyendo indirectamente a la gran victoria de los colonos en Yorktown, que significaba el fin militar de la guerra.
            En 1782, se formó en Inglaterra un nuevo gobierno dispuesto a negociar. En noviembre fue reconocida por la antigua metrópoli la independencia de los Estados Unidos, paso que Madrid todavía no había dado por las reticencias de Floridablanca a aceptar un régimen cuyas características no eran en absoluto de su agrado: republicano, basado en la libertad individual, la soberanía popular, y la división de poderes, y que reconocía derechos naturales al ciudadano.
            En las conversaciones de paz que concluyeron en 1783, los diplomáticos españoles tenían como prioridad asegurar la posesión de Menorca e intentar recuperar Gibraltar. El Tratado de Versalles de 1783, si bien aceptaba la posesión española de Menorca, Florida y Belice, mantuvo a Gibraltar en manos inglesas, cuyos negociadores habían mantenido una posición inflexible a las muchas ofertas que se les hicieron, como la opción de establecerse ingleses en Honduras y Campeche, o el canje del Peñón por la plaza de Orán.
El Mediterráneo y el norte de Europa
            Erradicar la piratería africana que realizaba incursiones en la costa levantina peninsular, y entorpecía el comercio de cabotaje, y establecer relaciones comerciales con zonas poco frecuentadas por los hombres de negocio españoles, fueron las razones que llevaron a Carlos III a diseñar una política que garantizara la estabilidad en el mar interior.
            El primer resultado fue el establecimiento de relaciones diplomáticas con Marruecos en 1766, negociadas por Jorge Juan como embajador español ante el rey alauita Sidi Mohamed, un monarca deseoso de modernizar su país abriéndolo al exterior.
            Con Floridablanca se iniciaron conversaciones con el Imperio Otomano, que quedaron selladas por un tratado firmado en 1782, en el que se recogían cláusulas comerciales, de representación consular y otras sobre cautivos y peregrinaciones a los Santos Lugares. También fue firmado un acuerdo con el bey de Trípoli en 1783 tendente a garantizar la libertad de comercio y la eliminación del corsarismo, y con el de Túnez en 1791. Más difícil fue llegar a un acuerdo similar con Argel, firmado en 1786, que disminuía el corso entre los dos paises y auspiciaba el abandono español de Orán y Mazalquivir, que se produciría en 1791, tras el terremoto de octubre de 1789 que arrasó totalmente sus defensas.
            Un frente diplomático secundario fue el que Floridablanca abrió con el centro y norte de Europa. Con Prusia se establecieron relaciones diplomáticas en 1780, esperando que los prusianos sirvieran de freno al poder austriaco en la Europa central. Los intereses diplomáticos que llevaron a España a establecer relaciones con Rusia fueron más complejos[6]. Los primeros contactos tuvieron lugar en 1762, cuando el marqués de Almodovar fue enviado a San Petesburgo, pero se formalizaron en 1781. Se buscaban ventajas comerciales, pero también incidió la preocupación de la presencia rusa en Alaska, y una posible expansión por la costa del Pacífico hacia la California española.


[1]          STIFFONI, Giovanni: “Una aportación toscano-veneciana en la forja del mito del monarca ilustrado: la Storia del Regno di Carlo III di Borbone, de Francesco Becattini y su versión castellana”, en Boletín de la Academia de la Historia CLXXXV-III (1988), pp. 587-624 (S-1).

[2]          PEREZ SAMPER, María de los Ángeles: “Yo el Rey. Poder y sociedad entre dos reinados”, en en Boletín de la Academia de la Historia CLXXXV-III (1988), pp. 501-586


[3]           Francisco TOMAS Y VALIENTE: “Tratado de la regalía de la Amortización”, en José Antonio FERRER BENIMELI (coord.): Relaciones Iglesia-Estado en Campomanes, Madridf, Fundación Universitaria Española, 2002, pp. 79-109.
[4]           Inmaculada SERRA PONS: “Pérez Bayer educador de Príncipes y reformador de Colegios Mayores”, en Educación e Ilustración en España. III Coloquio de Historia de la Educación, Barcelona, Universidad de Barcelona, 1988, pp. 186-191.
[5]          VILLALBA PEREZ, Enrique: “O’Reilly y la expedición de Argel (1775). Sátiras para un fracaso”, en Agustín Guimerá y Victor Peralta (coords.) El equilibrio de los Imperios: de Utrech a Trafalgar, Madrid 2005, pp. 565-586

[6]          VILLA GARCIA, Roberto: “El Conde de Floridablanca y las relaciones hispanorrusas a finales del XVIII”, en Agustín Guimerá y Victor Peralta (coords.) El equilibrio de los Imperios: de Utrech a Trafalgar, Madrid 2005, pp. 225-231

Cap comentari:

Publica un comentari a l'entrada