dimarts, 26 d’octubre del 2010

CARLOS IV. HACIA LA CRISIS DEL ANTIGUO REGIMEN EN ESPAÑA

            Desde el ascenso de Floridablanca a la Secretaría de Estado en 1777, y aún antes, se pueden hallar síntomas, cada vez más patentes, del frenazo que conocieron las reformas, detectándose también una mayor desconfianza hacia los intelectuales independientes, y una aproximación paulatina del poder a los grupos tradicionales y antiilustrados, preámbulo de la renovada alianza del Trono y el Altar que se consolidará tras los acontecimientos de 1789.
            La herencia que recibió el nuevo rey Carlos IV saltó hecha pedazos a poco de iniciarse la Revolución en Francia. En primer lugar, los grupos políticos procedentes del reinado de Carlos III se diluyeron al fracasar en su gestión quienes eran sus líderes naturales, Floridablanca y Aranda, y en su lugar aparecerá una figura nueva y desconocida, Manuel Godoy, que quedará situado en el primer plano de la política española hasta 1808. En segundo lugar, la pieza maestra de la política exterior de Carlos III, la alianza con Francia mediante el Pacto de Familia, se mantedrá  anómalamente, tras el paréntesis de la Guerra con la Convención de 1793-1795, pero cada vez más sometida a los designios napoleónicos. En tercer lugar, una economía que había sido moderadamente expansiva, entra en crisis, inducida ésta por los continuos conflictos en los que España se ve envuelta, sobre todo con la gran potencia naval y colonial británica.

                                   EL NUEVO REY Y LOS INICIOS DEL REINADO
La imagen del rey
            La imagen de Carlos IV no ha contado con la fortuna de su antecesor. De edad de 40 años cuando accedió al trono en diciembre de 1788, el retrato que de él hizo Desdevises du Dezert no era nada halagador: "era de elevada estatura y de aspecto atlético; pero su frente hundida, sus ojos apagados y su boca entreabierta, señalaban a su fisonomía con un sello inolvidable de bondad y de debilidad". Aficionado a la música de Bocherinni y a la pintura de Goya, había heredado de sus antecesores la adoración por las actividades campestres, sobre todo la caza y la equitación, y se sentía inclinado por las actividades manuales, como la carpintería y la relojería. Su esposa, Maria Luisa de Parma, su prima hermana, fue objeto de una cruel campaña de desprestigio, auspiciada por los enemigos de Godoy y continuada por la historiografía del siglo XIX y primera mitad del XX. Ante la imposibilidad de comprender y explicar la meteórica carrera de Godoy, se intuyó que unas hipotéticas relaciones amatorias entre la reina y Godoy, consentidas por Carlos IV, eran las responsables del ascenso del hidalgo extremeño a las más altas responsabilidades políticas y militares del reino. Carlos Seco, en su biografía de Godoy, descarta esa interpretación maliciosa basándose en el rígido protocolo de la Corte española, que dejaba pocos resquicios a la intimidad, y en los numerosos partos de la reina, que tuvo 14 hijos entre 1771 y 1794, de los que el futuro Fernando VII fue el noveno. Seco es del parecer que la confianza de los reyes, fuente de todo poder en el Antiguo Régimen, hacia el joven Godoy, y la falta de fe del propio Carlos IV en la política desarrollada por Floridablanca y Aranda frente a la Francia revolucionaria, abrió las puertas del poder al favorito, considerado siempre por la pareja real como su más leal consejero y un amigo insustituible.

La etapa Floridablanca y el temor al contagio revolucionario
            Las primeras decisiones del nuevo rey estuvieron encaminadas a confirmar al equipo ministerial heredado de su padre, y  convocar Cortes.
            Las buenas relaciones que Carlos IV había sostenido, siendo Principe de Asturias, con Aranda, habían llevado a suponer al conde aragonés y a sus partidarios que Floridablanca sería desplazado de la Secretaría de Estado, pero la confirmación de José Moñino pospuso sine die las pretensiones arandistas.
            La segunda decisión consistió en convocar las preceptivas Cortes a efectos de que los procuradores jurasen al heredero, inaugurándose éstas solemnemente el 19 de septiembre. El aspecto de mayor interés que trataron las Cortes fue el relativo a la sucesión de la corona. Las convocadas en 1712 por Felipe V habían decidido derogar la norma que regulaba el acceso al trono, cuyo origen se remontaba a las Partidas, y que prefería en condiciones de igualdad el varón a la hembra, y sustituirla por una ley casi sálica, que excluía prácticamente a las mujeres de la sucesión. Las Cortes de 1789 restablecieron el antiguo orden sucesorio, pero su no publicación como pragmática impidió que fuera conocido adecuadamente este restablecimiento, lo que daría origen en el siglo XIX al conflicto dinástico sobre la sucesión de Fernando VII, que desembocó en las guerras carlistas.
            Lo más sobresaliente de aquellas Cortes fue su disolución inesperada, anunciada por Campomanes, su presidente, el 17 de octubre, poco tiempo después de que la Asamblea Nacional hubiera proclamado en París los derechos del hombre y del ciudadano, y puesto en marcha una nueva fase del mecanismo revolucionario. El temor de las autoridades, especialmente Floridablanca, que comenzaba a ser obsesivo, también se hizo presente ante unas Cortes dóciles y poco dispuestas a tomar iniciativas que fueran más allá de lo estrictamente protocolario. Juan Luis Castellano, al estudiar las Cortes de 1789, ha señalado con precisión cual era la actitud un tanto histérica que se había apoderado de Floridablanca y su entorno: "Desde finales de 1789 las más altas esferas del poder gubernamental consideran que las Cortes, más o menos asimiladas ya a la Asamblea Nacional francesa, son potencialmente revolucionarias y, por tanto, temibles. Por eso trata de clausurar las que están celebrando lo antes posible, y por lo mismo piensa que es bueno, en lo sucesivo, olvidar hasta el nombre de Cortes".
            Las noticias remitidas desde Francia en el verano de 1789 por el embajador conde de Fernán-Núñez habían provocado en los ambientes cortesanos de Madrid un impacto considerable, que Richar Herr ha calificado de "pánico", y que acentuó la determinación de Floridablanca de evitar por todos los medios la penetración de las noticias procedentes del vecino país y, sobre todo, de las "doctrinas republicanas".
            No era ésta una decisión improvisada, sino que se trataba de proseguir una política iniciada con anterioridad. Desde 1784 se había intensificado el control en las fronteras y aduanas para dificultar la llegada a España de los escritos de los filósofos, y en 1785 se fortaleció la censura y se reactivaron los tribunales inquisitoriales. Los damnificados por esta ofensiva entre los ilustrados fueron numerosos: el fabulista Samaniego, sobrino del conde de Peñaflorida, fundador de la Sociedad Económica Vascongadas, tuvo problemas con el Santo Oficio; el poeta Tomás Iriarte hubo de abjurar de sus errores; el periodista Clavijo y Fajardo, director de "El Pensador", fue acusado de deista y materialista; Luis Cañuelo tuvo que cerrar "El Censor" en 1786; y Meléndez Valdés se encontró con problemas por leer a Rousseau y Montesquieu, entre otros muchos que harían la lista interminable.
            El "pánico" que Herr considera atenazó a Floridablanca, no era un miedo injustificado, sino que se hallaba apoyado en la desconfianza que resultaba del conocimiento de dos importantes realidades españolas: la constatación de que faltaba un dispositivo de seguridad y orden público que pudiera contrarrestar la delincuencia política y, en segundo lugar, el malestar existente en muchas ciudades por la escasez y el alto precio del pan, situación que guardaba cierta similitud con lo ocurrido en París a mediados de julio.
            Desde los motines de 1766, la seguridad y el orden público estuvieron presentes en las inquietudes gubernamentales, y esa preocupación dió lugar a la creación de toda una serie de cuerpos destinados a velar por la seguridad, como la Compañía de Fusileros de Aragón, dependiente del Capitán General de aquella región, y cuya misión era la represión de delincuentes, vagos y desertores; los llamados Miñones, creados en Valencia en 1774; y la Compañía de Escopeteros Voluntarios en Andalucia, que iniciaron su labor en 1776, y que venían a sumarse a cuerpos creados durante el reinado de Felipe V, como los "mossos d'esquadra" en Cataluña, nacidos durante la Guerra de Sucesión por iniciativa de catalanes borbónicos. En 1789 era claro que no existía una visión de conjunto del orden público, y las medidas tomadas por el gobierno para paliarla resultaron insuficientes, como ordenar la confección de un censo de extranjeros en España, o remitir órdenes a los corregidores para retirar toda la propaganda que estimaran subversiva.
            La crisis de subsistencia, y el malestar consiguiente, incrementaban la preocupación en el estado de ánimo de Floridablanca. Los años 1775 a 1789 están considerados como un período que conoció alzas violentas en los precios del cereal. Las malas cosechas, especialmente la de 1788, y las prolongadas sequías, dieron como resultado que en 1789 los precios alcanzaran cotas muy elevadas. En febrero de ese año, cinco meses antes de que se viviera en París el inicio de la Revolución, tuvo lugar en Barcelona un motín que elevó el grado de preocupación de la Corte, temerosa que se extendiera por Cataluña y el resto de España, como sucedió en 1766 tras el motín de Esquilache. El 28 de febrero, ante una nueva subida del pan, grupos de personas saquearon las panaderías de la capital de Cataluña, obligando al Capitán General, conde del Asalto, a ponerse a salvo de las iras de los manifestantes, produciéndose durante tres días violentos choques entre el ejército y el pueblo. Hubo 40 detenidos y se ahorcó a cinco hombres y una mujer. Estos "rebomboris del pa", estudiados por Irene Castell, elevaron notablemente la alarma de Floridablanca.
            Si en el país faltaban mecanismos eficaces para oponerse tanto a una agitación interior que tenía su origen en las dificultades económicas, como a la propaganda revolucionaria procedente del exterior, Floridablanca hubo de acentuar las posibilidades que ofrecía la Inquisición como instrumento de control social y político, consolidándose la alianza entre el Estado y el Santo Oficio. Mientras el Estado se encargaba de prevenir, la Inquisición pasaba a efectuar una mayor labor represiva.
            Para prevenir, el Estado tomó actitudes defensivas. Había que impedir el conocimiento en España de los cambios políticos que estaban teniendo lugar en Francia, y para ello fueron instaladas tropas a lo largo de la frontera al modo de como se disponían en la época los cordones sanitarios en los lindes de las poblaciones para evitar la propagación de una epidemia, pues según el propio Floridablanca la intención era "formar un cordón de tropas en toda la frontera de mar a mar al modo que se hace cuando hay peste para que no se nos comunique el contagio". Una medida que debía complementar las instrucciones aislacionistas anteriores fue la orden de que los períodicos oficiales, como la Gaceta de Madrid, no mencionaran los acontecimientos franceses. En las páginas de este diario, dependiente de la Secretaría de Estado, no se hizo mención alguna de la convocatoria de los Estados Generales, y en julio de 1789 la única noticia procedente de Francia considerada destacable fue la entrega por Luis XVI a un obispo del capelo cardenalicio. Posteriormente, estas medidas preventivas iniciales se completaron con la prohibición absoluta de publicar noticias o comentarios sobre Francia, tanto favorables como contrarias a la causa del absolutismo.
            La acción represora que tenía a su cargo la Inquisición tuvo su objetivo prioritario en un fenómeno inusual hasta entonces, al menos a tan gran escala: la propaganda revolucionaria, estudiada por Lucienne Domergue, que se veía acompañada de una inaudita curiosidad entre los españoles. La Inquisición calificaba a los revolucionarios de "fanáticos de la libertad", tal era el afán proselitista que poseían. Proclamas, folletos, libros, periódicos y octavillas en francés y relacionados con Francia llegaron a España por los más variados medios desde los días posteriores al asalto de la Bastilla. El comisario de la Inquisición en San Sebastián informaba de esa precocidad y abundancia al señalar que "los impresos y manuscritos que corren aquí desde el mes de julio son los correspondientes a los sucesos presentes de las revoluciones de Francia y su Asamblea general", para añadir a continuación que "se ve inundada la ciudad de esta especie de papeles".
            La curiosidad de la sociedad española ante los sucesos franceses se vió estimulada por la atracción que se sentía hacia lo prohibido, alcanzando no sólo a los grupos ilustrados de las ciudades, sino a pequeñas poblaciones, como lo prueban los incidentes reseñados por Gonzalo Anes en Torrecilla, en las proximidades de Santo Domingo de la Calzada, cuyos vecinos se manifestaron dando vivas a la igualdad y a la Asamblea, o en Brazatortas, en Ciudad Real, en que se desfiló por las calles al grito de "¡Viva la libertad!".
            Desde el punto de vista de las relaciones exteriores, la situación de Luis XVI, a quien se consideraba un rehén en manos de los revolucionarios, aconsejaba dejar en suspenso el Pacto de Familia, lo que suponía el aislamiento internacional y la necesaria reestructuración de la política exterior. La posibilidad que la situación fuera pasajera se esfumó con la detención del rey en Varennes, tras su intento de fuga, en junio de 1791, inclinando a Floridablanca a intervenir directamente en los asuntos franceses para restituir en el trono a Luis XVI, en alianza con Austria, Prusia, Suecia y Rusia, una coalición que, de momento, no llegó a formarse por falta de acuerdo entre sus potenciales integrantes, pero que fue suficiente para perjudicar la ya muy delicada situación del rey francés.
            El aislamiento diplomático de España y la creciente disposición intervencionista de Floridablanca, con el consiguiente peligro para la vida de Luis XVI, fueron determinantes para que Carlos IV se inclinara por una política menos inflexible que permitiera mantener las relaciones con Francia frente a Inglaterra, y salvar la cabeza de su real primo.

La ocasión del Conde de Aranda
             El relevo de Floridablanca y su sustitución por Aranda no era esperado y, como señala Richar Herr, "cogió a los observadores coetáneos por sorpresa". El cambio no suponía sólo un giro en relación a Francia, sino el triunfo largamente esperado del partido aristocrático frente a los manteístas, y la puesta en práctica de las ideas sobre la organización de la monarquía que el conde de Aranda había presentado en 1781 a Carlos IV cuando éste era Príncipe de Asturias.
            En las páginas del Diario de Aranda se comprueba que, antes de aceptar la Secretaría de Estado, el noble aragonés puso como condición al rey el fin de la Junta Suprema de Estado que su antecesor había creado en 1787, y su sustitución por un remozado Consejo de Estado. Aceptada la condición, es por ese motivo que el 28 de febrero se dieran dos Reales Decretos: uno designaba a Aranda para la Secretaría de Estado; otro, restablecía el Consejo de Estado en sustitución de la Junta, con Aranda como decano. La simultaneidad de ambos decretos le convertía, de hecho, en primer ministro. 
            El nuevo Consejo de Estado ofrecía algunas importantes novedades respecto al viejo Consejo, que durante el siglo XVIII no había tenido actividad alguna, arrastrando una existencia  meramente nominal. Según Feliciano Barrios, todos los titulares de las Secretarías del Despacho -- los verdaderos ministros --, pasaban automáticamente a ser miembros ordinarios del mismo; se instituía el cargo de decano; y se fijaba el palacio real como su sede para hacer más fácil la asistencia del rey a las sesiones, la primera de las cuales tuvo lugar el 10 de abril, dedicada a la cuestión prioritaria para la monarquía: las relaciones con Francia y la situación europea.
            Aranda no introdujo ninguna remodelación en las Secretarías, y su gabinete estuvo compuesto por quienes habían colaborado hasta entonces con su antecesor al frente de la Secretaría de Estado, salvo la sustitución al poco tiempo de Porlier, titular de Gracia y Justicia, por Pedro de Acuña. Sin embargo, Floridablanca fue objeto de una lamentable persecución por quien había sido su contrincante político en los últimos quince años. Obligado a trasladarse a Murcia el mismo día en que le fue comunicado su cese, se dedicó a redactar un "Testamento político", estudiado por Antonio Rumeu, donde reflexionaba sobre sus años de gobernante y los problemas que España tenía pendientes, pero en la madrugada del 11 de julio fue detenido en Hellín y trasladado preso a la ciudadela de Pamplona acusado de abuso de autoridad y de irregularidades en la administración de las obras del Canal Imperial de Aragón, permaneciendo en prisión hasta 1794, y siendo definitivamente rehabilitado en 1795.
            La principal actividad de Aranda estuvo centrada en la complicada situación internacional, la misma que lo había encumbrado al poder. En sus ocho meses de gobierno, el ministro permitió que la prensa ofreciera una mayor información sobre los sucesos de Francia, y en las primeras semanas de su mandato intentó mantener la alianza con Francia con el doble propósito de influir positivamente en la situación de Luis XVI, y de no quedar España sin cobertura diplomática frente a Inglaterra.
            La insurrección parisina de agosto de 1792, con el asalto a las Tullerías, puso fin a esa política. Luis XVI fue derribado del trono y encarcelado con su familia, convocándose una Convención Nacional. Los acontecimientos franceses forzaron una urgente convocatoria del Consejo de Estado, que se reunió en 24 de agosto de 1792 para escuchar un largo memorial en el que Aranda planteó los pros y contras de una intervención armada, tras lo cual el Consejo decidió iniciar en secreto los preparativos para la guerra, aunque manteniendo las relaciones con Francia para poder interceder diplomáticamente a favor del rey.
            La confianza de Aranda en que la coalición austro-prusiana, que había atacado las fronteras orientales de Francia en julio, acabara con la revolución antes de la intervención española, desapareció con la llegada a Madrid de la inesperada noticia de la derrota prusiana en Valmy el 21 de septiembre. El retroceso de Aranda hacia posiciones neutralistas, convencido de que una participación española sería en ese momento contraria a los intereses nacionales, decidió al rey en noviembre a buscar una nueva y sorprendente alternativa: Manuel Godoy.

Manuel Godoy y la Guerra de la Convención
            El ascenso de Manuel Godoy no tiene parangón en la historia de España. En el limitado espacio de treinta meses, un cadete del selecto Cuerpo de Guardias de Corps, natural de Castuera, en Badajoz, de origen hidalgo e hijo de coronel, se convirtió en plena juventud en Teniente General del ejército, Grande de España, duque de la Alcudia, cuyo valle recibió en donación, Consejero de Estado tras su remodelación de 1792, y en noviembre de ese mismo año Secretario de Estado, o lo que es lo mismo, responsable máximo de la política española. El apoyo de la Corona, la confianza de los reyes, clave de bóveda en la estructura del poder en el Antiguo Régimen, hizo posible esa fulgurante y repentina ascensión que liquidaba definitivamente la tradición política heredada de Carlos III.
            Su actividad política, siguiendo los deseos de sus protectores, los reyes, debía encaminarse a salvar la vida de Luis XVI, y para ello había que mantener apariencia de neutralidad, y utilizar todas las vías posibles, tanto oficiales como secretas. Pero la ejecución del rey de Francia en enero de 1793, inclinó a Carlos IV hacia la guerra. Aranda, que conservaba su puesto en el Consejo de Estado, defendió, no obstante, la neutralidad, argumentando razones militares y políticas. Desde su punto de vista, el ejército español no estaba en condiciones de iniciar una guerra en la frontera, y políticamente el verdadero enemigo de los intereses españoles era Inglaterra y no Francia. Defendida su postura "pacifista" en un pleno del Consejo de Estado celebrado el 14 de marzo de 1793, que presidía el rey, cuando la guerra ya se había iniciado, el debate acabó con una violenta disputa entre Aranda y Godoy, que le valió al conde ser desterrado a Jaen primero, y confinado en la Alhambra granadina después. En opinión de Olaechea y Ferrer Benimeli, "lo que en aquel Consejo sucedió fue únicamente la excusa para llevar a cabo la eliminación de un sujeto peligroso, de la misma forma que se iban eliminando todos los partidarios de Aranda".
            La posición de Aranda era, tal y como los hechos vendrían pronto a confirmar, la más sensata y realista, mientras que Godoy dio muestras de su ignorancia y falsa presunción. Excepto por motivos estrictamente familiares, no había razón política alguna que justificara iniciar la guerra. Debido a ello fue imprescindible iniciar ante la opinión pública una campaña patriótica sin precedentes que justificara la lucha, y en la que participaron entusiásticamente los miembros del clero que figuraban entre los enemigos más reclacitrantes de la Ilustración. Convertido el conflicto en Cruzada, Godoy solicitó a los obispos que no sólo pusieran sus esfuerzos en animar a realizar fervorosas oraciones y recoger donativos, sino que exhortaran a los jóvenes al combate, contribuyendo a forjar un discurso reaccionario al establecer la identificación entre Ilustración y Revolución . El ejemplo más conocido de esa defensa de la Guerra Santa es el del famoso predicador capuchino fray Diego José de Cádiz, autor de "El soldado católico en guerra de religión", en cuyas páginas se hacía una vibrante llamada a la participación en la guerra contra la "perversa Francia", encarnación del mal, como obligación moral, garantizando la salvación eterna a quienes en ella cayeran.
            En ese notable esfuerzo de incitación propagandística, los prejuicios contra lo francés en general, sin ningún tipo de distingos, fueron utilizados con mayor énfasis que las referencias a los excesos jacobinos, que sólo eran conocidos por grupos minoritarios de personas informadas. En las arengas del clero se hacían alusiones genéricas a los franceses, tildados de regicidas, bárbaros y enemigos de Dios, lo que explica que en muchos lugares de España se desatara la violencia contra residentes franceses que nada tenían que ver con el proceso revolucionario que se vivía en su país. En Valencia, Manuel Ardit ha estudiado los motines antifranceses de la primavera de 1793, en que fueron asaltadas y quemadas un buen número de casas de comerciantes franceses afincados en Valencia, no librándose de la violencia popular ni tan siquiera los curas refractarios allí refugiados.
            La campaña militar, tras unos inicios esperanzadores, fue desastrosa, y hoy la conocemos con detalle gracias a un reciente estudio de Jean René Aymes. La frontera se distribuyó entre tres cuerpos de ejército: el navarro-guipuzcoano, el aragonés y el catalán. Los dos primeros tenían una función defensiva, y la iniciativa le correspondió al de Cataluña, bajo el mando del general Ricardos. En poco tiempo se ocupó parcialmente el Rosellón, pero las acciones españolas, faltas de objetivos políticos o territoriales, se limitaron a actos simbólicos, como quemar los decretos de la Asamblea o sustituir la bandera tricolor por la blanca de la casa de Borbón. También en ese mismo año, en colaboración con la flota británica, la armada española intentó apoderarse del importante puerto de Tolón, con la intención de crear allí un enclave monárquico, pero el objetivo se malogró a finales de año. En 1794 y 1795, las campañas fueron totalmente desgraciadas para los intereses españoles: se perdieron los territorios ocupados del Rosellón, introduciéndose los franceses en el Ampurdán y poniendo en peligro toda Cataluña; en el frente vasco-navarro, San Sebastián pasó a manos francesas en 1794, y Bilbao y Vitoria el año siguiente. La magnitud de la derrota, el lastimoso estado en que comenzaba a encontrarse la Hacienda española, y un descontento popular creciente, hizo deseable llegar a una rápida paz negociada, en la que también estaba interesada la República francesa, agobiada por tener que sostener la guerra en distintos frentes.
            La paz fue rápidamente acordada en la ciudad suiza de Basilea. Por el tratado hispano-francés firmado el 22 de junio de 1795, la monarquía de Carlos IV reconocía la República francesa, devolviendo ésta todos los territorios españoles ocupados. La única pérdida territorial a la que se veía obligada España en este Tratado de Paz de Basilea era la cesión a Francia de la parte de la isla antillana de Santo Domingo bajo soberanía española. Las condiciones moderadas impuestas por los franceses fueron presentadas por Godoy como un éxito personal, recibiendo de los reyes el título de Príncipe de la Paz, si bien la modestia de las reivindicaciones francesas era preconcebida, pues la República pretendía la reconciliación con España, y reeditar la alianza que había unido a las dos potencias vecinas durante todo el siglo XVIII frente al común enemigo británico.

                                     OPOSICION INTERIOR Y POLITICA EXTERIOR
            Los reveses de una guerra poco gloriosa produjeron algunos movimientos de oposición a Godoy, en los que se ironizaba ante el insólito título de Príncipe de la Paz. Algunas conspiraciones se tejieron en oposición al valido, siendo las más conocidas las encabezadas por Juan Antonio Picornell, el marino Alejandro Malaspina, y la del aristócrata conde de Tébar, representativa del punto de vista del partido aristocrático, surgiendo también la voz de españoles que, desde el exilio, se inclinan por una vía revolucionaria.
La inicial oposición a Godoy
            Las conspiraciones de Picornell y Malaspina tenían objetivos distintos, pero ambas intentaron aprovechar el descontento general derivado de la fracasada guerra con Francia. El proyecto encabezado en 1795 por Picornell, un pedagogo mallorquín, pretendía subvertir el orden monárquico con el apoyo armado de las masas populares, aprovechando la crisis económica y la inmoralidad de Godoy, y proclamar una República cuyo lema sería "libertad, igualdad y abundancia". Su programa revolucionario estaba contenido en un "Manifiesto al pueblo", donde se hablaba de establecer una Junta Suprema que asumiría el gobierno provisional mientras se elaboraba una Constitución, tras lo cual se celebrarían elecciones para que el pueblo eligiera sus representantes. Denunciado por la traición de uno de los implicados, Picornell fue juzgado y encarcelado en América, donde más tarde colabororó con los movimientos emancipadores.
            Durante el mismo año, el famoso marino Malaspina, recién llegado de su circumnavegación a la tierra, y fiado en su prestigio, intentó hacer llegar a los reyes su proyecto para sacar a la Monarquía de las manos inadecuadas de Godoy. En él se hablaba de designar un nuevo gobierno que debía tomar medidas urgentes que evitara el peligro de insurrección popular en ciernes. La detención y encarcelamiento inmediato de Malaspina vino a señalar, como indica Emilio Soler, "la frontera para los críticos con la política de Godoy", y el firme respaldo que la Corona daba a su política.
            El asunto del conde de Tébar, Eugenio de Palafox, venía a demostrar la oposición de la aristocracia, cuyo líder seguía siendo Aranda, al escandaloso encumbramiento de Godoy, y el descontento por su política. El conde de Tébar, hijo mayor de la condesa de Montijo, redactó en 1794 su "Discurso sobre la autoridad de los ricos hombres" para su lectura en la Academia de la Historia. En su "Discurso" Tébar realizaba una nostálgica visión de los tiempos en que el poder de los reyes se hallaba limitado por la autoridad y la independencia de la alta nobleza, y que la sujeción de ésta a la autoridad del rey no había sido buena para España, reivindicando un modelo de monarquía más equilibrada, en la que el monarca compartiese el poder con la aristocracia, cuya opinión se manifestaba en el sistema de Consejos. Sus opiniones fueron consideradas subversivas por Godoy, y el conde fue condenado a exilarse a Ávila, si bien no dejó de participar en todas las intrigas contra el valido que desembocaron en el motín de Aranjuez en marzo de 1808.
            La crítica al absolutismo desde la perspectiva antiliberal, era muy distinta a la que se hacía desde el liberalismo. La Guerra con Francia tuvo también un efecto propagandístico opuesto al deseado por las autoridades, puesto que los principios de la Revolución se difundieron en todos los ambientes. Así lo constataba Juan Pablo Forner en una carta enviada desde Madrid a un amigo sevillano: "En el café no se oye más que batallas, revolución, Convención, representación nacional, libertad, igualdad; hasta las putas te preguntan por Robespierre y Barrére, y es preciso llevar una buena dosis de patrañas gacetales para complacer a la moza que se corteja". A los ilustrados radicales, la Revolución les había abierto un horizonte de posibilidades, y para ellos la regeneración de España pasaba necesariamente por acabar con los privilegios. Quienes estuvieron a la vanguardia de este movimiento favorable al liberalismo se encontraban los españoles exilados en Francia, entre los que destacó José Marchena, el español más comprometido con la Revolución francesa y hoy conocido por la excelente biografía política e intelectual de Juan Francisco Fuentes. Marchena proyectó promover en España un proceso revolucionario, pero no mimético del francés, sino que atendiera a las particularidades españolas, entre ellas la falta de una burguesía capaz de encabezar el proceso, como había sucedido en Francia. En su proclama "A la Nación española", Marchena compendió su programa de Revolución a la española que, en realidad, no consistía en otra cosa que acelerar el reformismo ilustrado: supresión de la Inquisición; restablecimiento de las Cortes estamentales; y limitación de los abusos y poderes del clero. Su intención era ofrecer un proyecto atractivo y posibilista al conjunto de la sociedad española, en el que el pueblo accedería lenta y gradualmente a la plenitud de sus derechos políticos.
            No obstante estas manifestaciones de oposición, que brotaban de sectores muy diversos y con intencionalidad distinta, Manuel Godoy, tras la Paz de Basilea, había decidido dar un giro a lo que hasta entonces había sido su política exterior, e inaugurar una nueva linea política de acercamiento a Francia y enfrentamiento con Inglaterra.

La alianza con Francia y la guerra contra Inglaterra
            La neutralidad de España, tras el Paz de Basilea, duró escasamente un año. El 19 de agosto de 1796, Godoy establecía con el Directorio francés el Pacto de San Ildefonso. Carlos Seco ha señalado que el oportunismo de Godoy era la razón principal de ese vuelco espectacular que unía a una de las monarquías más tradicionales de Europa con la República regicida. El valido logró convencer a Carlos IV argumentando que razones europeas y americanas hacían aconsejable la alianza con Francia. En Europa, los intereses familiares de los Borbones españoles en Parma y Nápoles hacían necesario el acercamiento al Directorio francés, en un momento en que éste dominaba la situación política italiana tras las victoriosas campañas napoleónicas en la península. En América, mantener el neutralismo español suponía abrir las puertas de nuestro imperio colonial a los intereses ingleses.
            Lo arriesgado de un cambio tan drástico en la orientación de la política exterior, no dejó de incitar la oposición clandestina de los enemigos de Godoy en la Corte, y la crítica de amplios grupos de población, entre los que estaba extendido un mayoritario sentimiento antifrancés. Para las poblaciones fronterizas o para las ciudades portuarias, la alianza con Francia y la inminencia de una ruptura armada con Inglaterra era síntoma de privaciones y dificultades, como la experiencia había tenido ocasión de demostrar, y como comprobarían fehacientemente de inmediato.
            Las cláusulas del Pacto de San Ildefonso tenían carácter ofensivo-defensivo, y en ellas se especificaba con detalle la aportación de cada uno de los estados signatarios a una fuerza común en el caso de que cualquiera de ellos fuera atacado. A primeros de octubre de 1796 se rompían las hostilidades con Inglaterra, y con el inicio de la guerra se iniciaba un proceso de sometimiento a las iniciativas francesas y a las pautas que marcaron hasta 1808  el Directorio, el Consulado y el Imperio.
            La guerra con Inglaterra fue más desastrosa aún que la sostenida contra Francia entre 1793 y 1795. El primer resultado de la confrontación anglo-española fue muy negativo para los intereses hispanos: en febrero, una escuadra superior en efectivos a la inglesa era derrotada por el almirante Nelson frente al cabo San Vicente, mientras que en las Antillas los británicos se apoderaron de la isla Trinidad. Posteriormente, los españoles lograron rechazar los ataques a Puerto Rico, Cádiz y  Santa Cruz de Tenerife, donde Nelson perdió uno de sus brazos.
            Los efectos económicos de la guerra fueron todavía más calamitosos. Pierre Vilar califica la crisis abierta por la guerra en la economía catalana como la más aguda de todo el siglo XVIII: las manufacturas quedaron paralizadas; la falta de alimentos, al ser imposible la importación de grano, alcanzó una magnitud extraordinaria; y el comercio marítimo se interrumpió, provocando numerosas quiebras en las compañías dedicadas al tráfico marítimo. Una situación similar se produjo en otros grandes núcleos comerciales, como Alicante, Málaga, los puertos cantábricos, y el centro neurálgico de Cádiz, donde Antonio Garcia-Baquero ha cuantificado el hundimiento espectacular del tráfico portuario gaditano entre 1797 y 1801. La situación de la Hacienda, ya enfrentada a graves problemas por las consecuencias de la Guerra contra la Convención, se hizo entonces angustiosa, y en el intervalo que va de octubre de 1796 a septiembre de 1798 fueron tres los ministros de Hacienda que se sucedieron.
            Para apuntalar su situación, muy debilitada por la serie ininterrumpida de fracasos militares y por la aguda crisis económica, Godoy decidió llevar a cabo importantes cambios en su gobierno, dando entrada en él a destacados ilustrados, y promocionando a puestos relevantes de la diplomacia o de la magistratura a otros. Jovellanos ocupó el ministerio de Gracia y Justicia, y Francisco de Saavedra entró en Hacienda, mientras que el banquero Cabarrús era nombrado embajador en Francia (nombramiento que no fue aceptado por la República), el poeta Juan Meléndez Valdés obtenía la fiscalía de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte, y el obispo Ramón de Arce, con vitola de ilustrado, el cargo de Inquisidor General.
            Jovellanos, que había recibido el ministerio con la expresión "Adiós felicidad; adiós quietud para siempre", se impuso como objetivos la reforma universitaria, iniciar la desamortización, y suprimir gran parte de las atribuciones de la Inquisición. La solución que proponía para recortar los poderes del Santo Oficio, era trasladar sus funciones a los obispos, en coherencia a su pensamiento episcopalista. Nada pudo lograr, pues acusado de enemigo declarado de la Inquisición, y sin contar con el favor real, fue sustituido a los nueve meses de haber accedido al cargo y confinado a Asturias. A los pocos días de la caída de Jovellanos se produjo una importante purga de ilustrados en la administración. Meléndez Valdés, por citar un ejemplo ilustre conocido por los estudios de George Demerson, fue separado de la fiscalía que ocupaba y desterrado a Medina primero, y Zamora después, en residencia vigilada.
            Estos bandazos políticos eran el resultado del creciente malestar que se vivía en España por los escasos frutos del Pacto de San Ildefonso. Paradójicamente la monarquía hispánica era aliada de Francia, pero se hallaba aislada de los países europeos más próximos ideológicamente, y esa situación contradictoria había ahondado la crisis económica y financiera, con el consiguiente incremento del descontento social. Estas razones, más la presión del Directorio francés, disgustado por las buenas relaciones de Godoy con los franceses monárquicos exiliados, y en la sospecha de que hubiera comenzado a dar marcha atrás en su alianza con Francia, motivaron la dimisión momentánea de Godoy en marzo de 1798.
            Su sustituto fue Saavedra, el ministro de Hacienda, pero debido a sus muchos achaques, quien dirigió verdaderamente los asuntos de Estado fue Mariano Luis de Urquijo, un joven funcionario que, en su breve período de responsabilidad, intentó enfrentarse a la delicada situación de España en los frentes interior e internacional.

El paréntesis ministerial de Urquijo
            Entre la dimisión de Godoy en 1798 y su regreso al primer plano del poder en 1800, tiene lugar la difícil gestión del joven Urquijo, quien debió enfrentarse a una crisis económica interior extremadamente grave, y a un dilema en la polìtica exterior de enorme complejidad.
            La situación económica española siguió empeorando: la inflación alcanzó cotas muy elevadas, y las comunicaciones con América siguieron cortadas por la acción permanente del corso inglés. Pero eran las finanzas del Estado las que habían llegado a una situación cercana a la bancarrota. El crédito del Estado había descendido tan espectacularmente, que se corría el riesgo inminente de no poder atender a las urgencias más perentorias, como efectuar los pagos al ejército. La alternativa utilizada por Urquijo fue poner en marcha un proceso desamortizador, ya concebido en sus lineas esenciales cuando Godoy era Secretario de Estado, y solicitar al clero un subsidio extraordinario de 300 millones, lo que le valió la enemistad de la Iglesia.
            Pero era en la escena internacional, donde Urquijo encontró los problemas más acuciantes, y lo que era peor, con una capacidad de maniobra cada vez más limitada. En Europa, las monarquías de Inglaterra, Austria, Rusia, Turquía y Nápoles habían formado una segunda coalición contra la Francia republicana, y en breve plazo los coaligados lograron recuperar Italia de manos francesas. Sobre Urquijo recayó el dilema de mantener los vínculos que unían España a Francia o, por el contrario, tomar partido contra la República. Las presiones de las potencias coaligadas fueron constantes, utilizando tanto la vía diplomática, como la intriga, alentando a los españoles que en la Corte maniobraban para lograr alinear a España junto a Inglaterra y declarar la guerra a Francia. También Francia presionaba para conseguir de España una participación más decisiva en Portugal, base de la flota británica que operaba en el Mediterráneo.
            Los historiadores que han analizado las razones que inclinaron a Urquijo por la opción de continuar aliado con el Directorio, utilizan criterios diversos. Es mayoritaria la opinión que considera que para el gobierno español Inglaterra era más peligrosa para los intereses hispánicos que el propio sistema revolucionario. Otros, por el contrario, hacen referencia al temor existente en la Corte de Madrid ante posibles represalias francesas en el ducado borbónico de Parma, patria de la reina Maria Luisa, si España abandonaba su alianza con Francia, y que era preferible para el gobierno español la hegemonía francesa en Italia a la de Austria. Pero todos, sin excepción, consideran que al optar mantener los vínculos con Francia, se acentuó la dependencia de nuestra política respecto a la de nuestro vecino.
            El propio Urquijo lo sufriría en sus propias carnes a partir de noviembre de 1799, cuando el golpe de Estado del 18 de Brumario, puso fin al Directorio e inaguró el Consulado, con Napoleón como primer Cónsul tras regresar de la campaña de Egipto. La llegada de Napoleón al poder en Francia dió al traste con los éxitos de la segunda colación, pues en 1800 Italia fue recuperada para Francia tras la deslumbrante victoria en Marengo, y los austriacos fueron derrotados en el Rhin.
            Por lo que respecta a España, Bonaparte impuso el cambio de Urquijo por Godoy, quien regresó al poder no ya como Secretario de Estado, sino con los entorchados de Generalísimo. Pero en la realidad, el superministro Godoy era dependiente en todo de Napoleón, convertido en árbitro de la política española hasta la crisis definitiva de 1808.

La política española al servicio de los intereses napoleónicos
            El ascenso del Príncipe de la Paz a la máxima responsabilidad de dirigir los destinos de la monarquía hispánica se debía a dos hechos: en primer lugar, al deseo de Carlos IV de reanudar las buenas relaciones con la Iglesia, que la política de Urquijo había puesto en entredicho, reforzando de nuevo los vínculos entre el poder y los grupos eclesiásticos más tradicionales; en segundo lugar, a la disposición del valido a someterse a los dictados de Napoleón.
            Desde la llegada de Godoy, y con la colaboración del ministro de Gracia y Justicia, José Antonio Caballero, un paladín del reaccionarismo, se inició la persecución de elementos ilustrados del equipo ministerial anterior. Según recoge Javier Varela en su biografía sobre Jovellanos, Maria Luisa de Parma era la principal instigadora de esta caza ideológica, y en su correspondencia privada la reina opinaba que "nadie ha destruido y aniquilado esta monarquía como dos pícaros ministros, cuyo nombre no merecían, que es Jovellanos y Saavedra, y el intruso o entre de Urquijo... ¡Ojalá jamás hubiesen existido tales monstruos, así como quien los propuso con tanta picardía como ellos, que es el mal hombre de Cabarrús!". El camaleónico  Godoy se situaba, ahora, a la cabeza de una ofensiva reaccionaria que, entre otras violencias contra los grupos ilustrados, encarceló sin proceso a Jovellanos en la Cartuja de Valldemosa primero, y en el castillo mallorquín de Bellver después, entre abril de 1801 y el mismo mes de 1808.
            El máximo interés de Napoleón era lograr la intervención de España en Portugal, la inveterada aliada de Inglaterra. Para lograr ese fin, al que era reticente Carlos IV  por motivos familiares, ya que el rey de Portugal era su yerno, Bonaparte contaba con la ambición personal del Principe de la Paz, y con la presión diplomática que podía ejercer a través del embajador de Francia en Madrid, su hermano Luciano Bonaparte.
            Ambos -Godoy y Luciano- convencieron a Carlos IV que una guerra rápida con Portugal sería beneficiosa para la familia real portuguesa, y que incluso podría así colaborar a salvar el trono luso, pues al liberarla de su alianza con Inglaterra, se impedirían los planes napoleónicos de situar en Lisboa a un monarca satélite de París.
            Godoy, nombrado Generalísmo en enero de 1801, anunció que atacaría Portugal si ésta no cumplía rápidamente dos condiciones, expuestas a modo de ultimatum: la ruptura de relaciones con Inglaterra, con el consiguiente cierre de los puertos portugueses a la flota británica; y la cesión de una parte del territorio portugués a los españoles hasta que los ingleses no devolvieran la isla de Trinidad a España y la de Malta a Francia.
            En febrero de 1801 se efectuó la declaración de guerra, aunque los combates no se iniciaron hasta mediados de mayo. Fue una contienda brevísima, conocida como la "Guerra de las Naranjas", por el envío a la reina de un obsequio consistente en un ramo de naranjas portuguesas. Tras la toma por los españoles de la ciudad de Olivenza, muy próxima a la frontera extremeña, se iniciaron conversaciones de paz, que finalizaron al poco tiempo con el Tratado de Badajoz, por el que Portugal aceptaba cerrar sus puertos a los navíos ingleses y cedía Olivenza a España, tomando el curso del Guadiana en aquella parte como frontera natural entre los dos paises. El resultado de la guerra hispano-portuguesa no fue del agrado de Napoleón, que deseaba la conquista territorial de Portugal, por lo que decidió acentuar la subordinación de España a los intereses de la polìtica francesa.
            En marzo de 1802, Francia firmó con Inglaterra la paz de Amiens sin prestar atención alguna a los intereses españoles, con lo que la isla de Trinidad permaneció en manos británicas. Nadie en Europa consideró que la situación de paz fuera duradera, ya que en Amines no se había dado solución a ninguna de las muchas cuestiones que enfrentaban a Francia y España con Inglaterra.
            Para Bonaparte era esencial mantener la ayuda incondicional de España para cuando se reanudaran las hostilidades, y para ello había que evitar cualquier veleidad neutralista de España utilizando, indistintamente, el halago y la intimidación. Cuando en 1803 se reinició la guerra franco-británica, España intentó mantener su neutralidad adquiriéndola a un elevado precio. En una claudicación que el profesor Corona denominó "vergonzosa", el gobierno español se comprometió a pagar al estado francés 6 millones de libras mensuales, y a permitir la entrada en sus puertos a los buques franceses.
            No se pudo, sin embargo, evitar intervenir en la contienda en diciembre de 1804, cuando Napoleón consideró que era preferible disponer de los barcos de guerra españoles en lugar de dinero. La promesa del nuevo emperador a Godoy, siempre interesado en su bienestar personal, de hacerle entrega de un reino en una de las provincias portuguesas, acabó por decidir al valido de la conveniencia de poner la Armada española a las órdenes de Francia.
            La nueva guerra con Inglaterra fue tan calamitosa para España como lo había sido la iniciada en 1796. El proyecto de Napoleón era utilizar la capacidad de las flotas francesa y española para poder desembarcar un ejército de 160.000 hombres en territorio inglés. Pero en octubre de 1805, la flota aliada y la británica se encontraron en el cabo Trafalgar, frente a Cádiz, sufriendo los primeros una gran derrota pese a ser superiores en numéro y capacidad de fuego. La inferior preparación de las tripulaciones franco-españolas, y la mediocridad del almirante francés Villeneuve, junto a la táctica naval del almirante inglés Horacio Nelson, un revolucionario de la guerra en el mar, fueron las causas de la derrota. A la muerte de Nelson, se sumaron las de Churruca, Gravina y Alcalá Galiano, entre otros, que constituían la élite de la oficialidad de la marina de guerra española.
            Tras Trafalgar, el futuro político del Príncipe de la Paz, erosionada su figura en España hasta la impopularidad y el desprestigio más absoluto, dependía, más que nunca, de la voluntad de Napoleón. En 1807, como aportación a las campañas francesas en centroeuropa, Godoy envió un cuerpo expedicionario de 14.000 soldados a Alemania al mando del marqués de la Romana; se sumó al Bloqueo Continental contra Inglaterra, con el que Napoleón pretendía ahogar económicamente a un pais cuya economía se basaba en el comercio; y no tuvo ningún escrúpulo en poner a la venta, previa preceptiva autorización papal, una séptima parte del patrimonio de la Iglesia española para contribuir al esfuerzo militar francés.
            Relacionado con el Bloqueo Continental, nuevamente aparecía en el horizonte político español el tema de Portugal. Al regreso de la campaña de Rusia, Napoleón propuso a Godoy acabar con la monarquía de los Braganza, una parte de cuyo territorio --  el Algarve -- quedaría reservado para que el Príncipe de la Paz viera cumplido su antiguo deseo de convertirse en rey. El Tratado de Fontainebleau, firmado el 27 de octubre de 1807, fijaba los términos del reparto de Portugal, y estipulaba la entrada en España de un ejército imperial para colaborar con el español en las operaciones bélicas. Pero en ese mismo mes, la oposición a Godoy, aglutinada en torno al Príncipe de Asturias Fernando, dio el primer paso para desembarazarse del valido.

El partido fernandino y las conspiraciones de El Escorial y Aranjuez
            Ya hemos señalado que Godoy fue objeto, desde el momento mismo de su acceso al poder a finales de 1792, de duras invectivas. Teófanes Egido ha publicado algunas de las miles de sátiras clandestinas que, junto a grabados malévolos, lo presentaban como un monstruo voluptuoso, oprobio del género humano y sepulturero de España.
            Gran parte de esa oposición estaba formada por aristócratas, arandistas muchos de ellos, que deseaban participar en el poder en la línea expresada por el conde de Teba en su "Discurso sobre la autoridad de los ricos hombres", anteriormente comentado. La agitación opositora encontró cobijo y estímulo en el Príncipe de Asturias, el futuro Fernando VII, convertido en el enemigo más activo del otro Príncipe, el de la Paz, hasta el punto de formarse en torno al heredero el denominado partido fernandino, dedicado a desprestigiar por todos los medios, incluida la calumnia más soez, al valido, y a los reyes.
            En la actitud de Fernando, alentando las campañas denigratorias hacia su madre, la reina Maria Luisa, y de apoyo a la oposición aristocrática, tuvieron un papel sobresaliente el preceptor de Fernando, el canónigo Juan Escoiquiz, un hombre falto de escrúpulos, que enemistó al heredero con los reyes, y su primera esposa, la princesa Maria Antonia de Nápoles, enemiga de Francia y proclive a Inglaterra, aunque fallecida prematuramente en 1806. Fernando se convirtió para la oposición en la esperanza de un nuevo rumbo para la política española, en una especie de Mesías "deseado", único capaz de derribar a Godoy y forzar la abdicación de Carlos IV.
            Las actividades del partido fernandino se mantuvieron en los niveles de la sátira y la difamación, fomentada y pagada por el Príncipe de Asturias, hasta octubre de 1807, momento de la firma del Tratado de Fontainebleau. En los últimos días de ese mes fue descubierta en El Escorial una conjura urdida contra Godoy y destinada a situar en el trono a Fernando, tras obtener la abdicación del rey, y en la que los conjurados, miembros todos ellos de la nobleza, contaban con la aprobación del Príncipe de Asturias y habían solicitado la protección del Emperador.
            Desterrados los más destacados conjurados, como el duque del Infantado o el conde de Montarco, y perdonado el Príncipe de Asturias por su padre el rey, el partido fernandino tuvo una nueva ocasión para lograr sus objetivos, esta vez no desaprovechada, entre el 17 y el 19 de marzo en el Sitio Real de Aranjuez. Un motín "popular" organizado por los partidarios de Fernando asaltó y saqueó el día 17 la casa de Godoy en Aranjuez, donde se encontraba la familia real. Carlos IV, obligado por las circunstancias, firmó la destitución del valido el dia 18, y en la festividad de San José abdicó en su hijo, coincidiendo con el envio de Godoy preso al castillo de Villaviciosa.
            Los acontecimientos de El Escorial y Aranjuez fueron determinantes en los cambios de actitud de Napoleón. Miguel Artola ha señalado tres etapas en el pensamiento napoleónico respecto a España. La primera, denominada de "intervención", abarcaría el período comprendido entre 1801 y los sucesos de El Escorial de octubre de 1807. En ella, Napoleón tuvo como objetivo hacer de España, con la colaboración de Godoy, una aliada sumisa a sus directrices políticas. La segunda etapa, calificada por Artola de "desmembración", se iniciaría en noviembre de 1807 para finalizar con los sucesos de Aranjuez en marzo de 1808. En esos meses, Napoleón decidió incorporar a Francia las provincias españolas del norte, desde Pasajes y Fuenterrabía hasta San Carlos de la Rápita, en Tarragona, estableciendo en el río Ebro la nueva frontera franco-española. Para ello afianzó su ejército en la Península, que había penetrado bajo el pretexto de intervenir en Portugal, y estudió la posibilidad de casar a Fernando, ya viudo de la princesa María Antonia, con alguna de sus sobrinas imperiales. Los sucesos de Aranjuez, prueba inequívoca del caos político en que se encontraba la Corte española, le decidieron por una solución distinta a la desmembración, y que le permitía estabilizar la situación española asimilando España a su Imperio. Es la tercera etapa, denominada de "sustitución", y por la que Napoleón piensa obtener de una sola vez toda España y sus colonias americanas. Ya que consideraba imposible restablecer en el trono a Carlos IV contra la opinión de gran parte de la nación, y no deseaba reconocer a Fernando VII, sublevado contra su padre, Napoleón decidió el reemplazo de la dinastía de los Borbones por un miembro de su propia familia.
            Las humillantes abdicaciones de Bayona, a donde había sido llamada la familia real española, fue el resultado de ese designio napoleónico. Sin embargo, el período comprendido entre la abdicación de Fernando VII y de Carlos IV a favor del Emperador, que proclamó rey a su hermano José el 4 de junio, y la llegada a España del nuevo monarca el 20 de julio, permitió un  interregno excesivamente dilatado, en el que la autoridad suprema en la Península era el general en jefe del ejército francés, un elemento extraño al país. Como señala Artola, "cuando llegue José será demasiado tarde. La nación abandonada ha tenido tiempo de decidir por sí propia acerca de su futuro, y su respuesta es la guerra", una contienda de gran efecto destructor y que incidirá sobre una economía que ya se encontraba por entonces sumida en una profunda crisis.
                                              LA CRISIS DEL CAMBIO DE SIGLO
            Desde la década de los años setenta era ya perceptible un cierto cansancio en los sectores productivos, y un debilitamiento del crecimiento demográfico. La agricultura, la ganadería, las manufacturas y el comercio se vieron afectados gravemente por los conflictos bélicos que retraían recursos e interrumpían las relaciones económicas con el exterior, sobre todo, con América, incidiendo en los ritmos demográficos y en el incremento de la conflictividad social. La crisis financiera, inducida también por los acontecimientos bélicos, puso a la monarquía absoluta al borde mismo de la bancarrota.
            Si durante la primera mitad del siglo XVIII la agricultura conoció una cierta expansión, fue a partir de la década de los ochenta cuando las malas cosechas se hicieron más frecuentes y surgieron graves problemas de abastecimiento, generalizándose las carestías y las crisis de subsistencia.
            El origen de este bloqueo agrario hay que buscarlo en la falta de flexibilidad del marco productivo, en la pervivencia de sistemas de explotación y de propiedad poco evolucionados, y en la timidez de las medidas reformistas destinadas a corregir las carencias estructurales del agro español. Los logros de la politica agraria fueron modestos por la resistencia de los poderosos, y por la falta de voluntad de los gobernantes, poco proclives a cuestionar aspectos estructurales de la sociedad estamental.
            El balance general era, a fines del siglo XVIII, poco satisfactorio: los niveles productivos del cereal en la España interior se hallaban estancados desde que se inició el último cuarto del Setecientos, obligando a que regiones como Andalucía necesitara acudir al recurso de la importación de grano vía marítima para paliar un déficit que se hizo crónico a finales del siglo XVIII; no había surgido un número importante de labradores acomodados; ni se habían mitigado las tensiones sociales en el campo sino que, por el contrario, se agravaron éstas en muchos lugares, haciendo posible que la denominada "cuestión agraria" adquiriera la condición de protagonista privilegiado en la historia española de los siglos XIX y XX.
            En cuanto al sector pecuario, la ganadería trashumante fue la más afectada antes de 1808. El comienzo de su declive se produjo a partir de los años setenta, como consecuencia de la acción combinada de factores económicos y políticos. Entre los primeros, Angel García Sanz ha destacado la reducción de los márgenes de beneficios de los ganaderos al aumentar los costos de producción (elevación del precio de los pastos e incremento de los gastos de personal) sin la contrapartida de un ascenso en la cotización de la lana. Entre los políticos, el más importante fue la retirada del favor real, y el inicio de una legislación destinada a recortar los privilegios de la Mesta en beneficio de los labradores, permitiendo la roturación de pastos y dehesas, labor en la que destacó Campomanes como Presidente del Honrado Concejo de la Mesta entre 1779 y 1782, si bien la caida definitiva de las lanas españolas no se producirá hasta la Guerra de la Independencia.
            Las manufacturas se vieron beneficiadas por una legislación liberalizadora dictada en la década de los años noventa, que recortó las trabas gremiales y amplió los horizontes del capitalismo privado. Pero los problemas para la industria provinieron de la incertidumbre política, del alza de los salarios y, sobre todo, del impacto de las guerras sobre el comercio, que privó a importantes sectores manufactureros de la materia prima necesaria, como le sucedió a la industria algodonera catalana.
            El comercio, y sobre todo el comercio colonial, fue el sector económico más perjudicado en la coyuntura de finales de siglo. La guerra con la Francia republicana de 1793-1795 provocó una cierta disminución del tráfico, pero los conflictos con Inglaterra de 1796-1797 y 1804-1807 tuvieron unos efectos devastadores, influyendo negativamente en todos aquellos sectores agrarios e industriales relacionados con las exportaciones. José Maria Delgado ha logrado documentar en Cataluña 37 bancarrotas en sectores económicos implicados en el comercio colonial catalán entre 1804 y 1808, de los que 20 eran comerciantes, pero perteneciendo el resto a industriales del sector textil algodonero.
            Todos estos desarreglos económicos no dejaron de repercutir negativamente en la población. Los estudios de Vicente Pérez Moreda han demostrado que se recrudecieron durante el reinado de Carlos IV las crisis de sobremortalidad como consecuencia de las dificultades alimentarias de los noventa, si bien no fueron las crisis de subsistencia las que en mayor grado contribuyeron a mantener elevada la mortalidad. Enfermedades endémicas, como el paludismo, la viruela o el tifus, o enfermedades epidémicas nuevas, como la fiebre amarilla, tuvieron una gran incidencia durante el tránsito del siglo XVIII al XIX, y el balance de los avances logrados en el XVIII para mitigar la mortalidad fue, por tanto, pobre. A fines de la centuria, todavía la mortalidad infantil afectaba a un 25 % de los nacidos en el primer año de vida, ocasionada por la falta de higiene, alimentación deficiente o enfermedades, y este porcentaje aumentaba hasta el 35 % antes de los siete años, alcanzando porcentajes superiores al 80 % en las inclusas donde se depositaban los niños expósitos, como ha señalado Carlos Alvarez Santaló. Una esperanza de vida de tan sólo 27 años, frente a los 25 años del siglo XVII, es suficientemente expresiva de la modestia de las transformaciones operadas en los mecanismos demográficos en el Setecientos español, y la pervivencia del ciclo demográfico antiguo, en el que la mortalidad seguía teniendo un papel determinante.
            El estancamiento económico, con el consiguiente empobrecimiento de la población, produjo numerosas situaciones donde afloraba una conflictividad social cada vez mayor, y en ocasiones violenta. Los ejemplos que se pueden dar de su diversa casuística son numerosos. En ocasiones se deben a la indigencia de los artesanos por la crisis manufacturera, como sucedió en Valencia donde, desde 1794, se venían expidiendo por las autoridades licencias a los artesanos sederos en paro para que pudieran mendigar, siendo protagonistas en 1801 de los motines que vivió entonces la ciudad y su huerta. En otras, sobre todo en Andalucía, las causas de la conflictividad estuvieron directamente relacionadas a la cuestión señorial, como ha puesto de manifiesto Antonio-Miguel Bernal. El intento de recuperar baldíos y comunales, usurpados al común por los señores, y la cascada de pleitos contra ciertos monopolios señoriales, fueron las armas frecuentemente utilizadas en la lucha en torno a la tierra y su renta; así como también hubo una oposición creciente y generalizada al pago del diezmo, y al incremento de la fiscalidad, si bien no llegaron a provocar revueltas, salvo en algunas zonas de Asturias y Galicia.
            Si bien la situación de la Hacienda era aceptable en 1789, al finalizar el reinado de Carlos IV en 1808, ésta estaba muy próxima a la bancarrota. El paso de una situación a otra se había producido por efecto del ciclo de guerra casi permanente en que la monarquía se vio envuelta.
            La guerra contra la República, iniciada en 1793, fue la que puso en marcha el proceso de progresivo endeudamiento. Para lograr los fondos necesarios para el ejército y la marina, el entonces ministro de Hacienda, el comerciante vasco Diego de Gardoqui, recurrió a empréstitos y emitió títulos de deuda, los llamados "vales reales", cuyos poseedores cobraban un interés del 4 % anual, pudiéndolos utilizar como papel moneda.
            La guerra con Inglaterra, iniciada en octubre de 1796, asestó un durísimo golpe a unas finanzas seriamente debilitadas. El ataque británico al comercio con las Indias, y el bloqueo del comercio peninsular, tuvieron como efecto la mengua de los caudales procedentes de América, y la reducción de los ingresos aduaneros, un capítulo importante de las rentas ordinarias del Estado. El responsable de la gestión hacendística, el mallorquín Miguel Cayetano Soler, fue el encargado de buscar solución a los ahogos de las finanzas reales. Estableció una Caja de Amortización con el fin de hacer frente a los prestamos que vencían y poder pagar los intereses de los vales reales, y puso en práctica un proyecto, ya estudiado en otras ocasiones pero nunca puesto en marcha, consistente en desamortizar bienes raíces pertenecientes a instituciones de caridad, como Hospitales, Casas de Misericordia, Casas de expósitos, obras pías, cofradías etc., e imponer el producto de sus ventas al rédito del 3 % en la ya mencionada Caja de Amortización, para poder extinguir los vales reales y devolver los empréstitos contraídos. La denominada, sin demasiado fundamento, "desamortización de Godoy", tuvo una importancia considerable, y su incidencia en el incremento de la conflictividad social más arriba apuntada, no debe ser desdeñada, ya que la red benéfica de la Iglesia quedó prácticamente desmantelada. Richard Herr ha localizado entre 1798 y 1808 un total de 78.428 escrituras notariales que dan testimonio de la deuda que contraía la Corona con el antiguo dueño de la propiedad vendida, o lo que es lo mismo, cerca de 80.000 operaciones en las que después de tasar la propiedad expropiada, subastarla  públicamente, y liquidar su compra, se remitía el dinero a la Caja de Amortización, que debía pasar una renta a ese anterior propietario. Según los cálculos de Herr, las imposiciones alcanzaron una cantidad próxima a los 1.500 millones de reales, lo que da una dimensión, ciertamente considerable, al proceso desamortizador durante 1798 y 1808.
            Sin embargo, el resultado de la desamortización no logró sacar de sus apuros a la Hacienda. A partir de 1806, los titulares de vales reales cobraban sus intereses con mucho retraso, que llegaba a superar el año en 1808, y los funcionarios percibían sus sueldos con meses de demora. Josep Fontana ha calificado la situación de la Hacienda española en las fechas anteriores a la Guerra de la Independencia, de realmente crítica, y es de la opinión que el endeudamiento irreparable a que había llegado el Estado, fue lo que decisivamente contribuyó a llevar a la monarquía absoluta por la senda de su quiebra definitiva.

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