dimarts, 26 d’octubre del 2010

CARLOS IV. HACIA LA CRISIS DEL ANTIGUO REGIMEN EN ESPAÑA

            Desde el ascenso de Floridablanca a la Secretaría de Estado en 1777, y aún antes, se pueden hallar síntomas, cada vez más patentes, del frenazo que conocieron las reformas, detectándose también una mayor desconfianza hacia los intelectuales independientes, y una aproximación paulatina del poder a los grupos tradicionales y antiilustrados, preámbulo de la renovada alianza del Trono y el Altar que se consolidará tras los acontecimientos de 1789.
            La herencia que recibió el nuevo rey Carlos IV saltó hecha pedazos a poco de iniciarse la Revolución en Francia. En primer lugar, los grupos políticos procedentes del reinado de Carlos III se diluyeron al fracasar en su gestión quienes eran sus líderes naturales, Floridablanca y Aranda, y en su lugar aparecerá una figura nueva y desconocida, Manuel Godoy, que quedará situado en el primer plano de la política española hasta 1808. En segundo lugar, la pieza maestra de la política exterior de Carlos III, la alianza con Francia mediante el Pacto de Familia, se mantedrá  anómalamente, tras el paréntesis de la Guerra con la Convención de 1793-1795, pero cada vez más sometida a los designios napoleónicos. En tercer lugar, una economía que había sido moderadamente expansiva, entra en crisis, inducida ésta por los continuos conflictos en los que España se ve envuelta, sobre todo con la gran potencia naval y colonial británica.

                                   EL NUEVO REY Y LOS INICIOS DEL REINADO
La imagen del rey
            La imagen de Carlos IV no ha contado con la fortuna de su antecesor. De edad de 40 años cuando accedió al trono en diciembre de 1788, el retrato que de él hizo Desdevises du Dezert no era nada halagador: "era de elevada estatura y de aspecto atlético; pero su frente hundida, sus ojos apagados y su boca entreabierta, señalaban a su fisonomía con un sello inolvidable de bondad y de debilidad". Aficionado a la música de Bocherinni y a la pintura de Goya, había heredado de sus antecesores la adoración por las actividades campestres, sobre todo la caza y la equitación, y se sentía inclinado por las actividades manuales, como la carpintería y la relojería. Su esposa, Maria Luisa de Parma, su prima hermana, fue objeto de una cruel campaña de desprestigio, auspiciada por los enemigos de Godoy y continuada por la historiografía del siglo XIX y primera mitad del XX. Ante la imposibilidad de comprender y explicar la meteórica carrera de Godoy, se intuyó que unas hipotéticas relaciones amatorias entre la reina y Godoy, consentidas por Carlos IV, eran las responsables del ascenso del hidalgo extremeño a las más altas responsabilidades políticas y militares del reino. Carlos Seco, en su biografía de Godoy, descarta esa interpretación maliciosa basándose en el rígido protocolo de la Corte española, que dejaba pocos resquicios a la intimidad, y en los numerosos partos de la reina, que tuvo 14 hijos entre 1771 y 1794, de los que el futuro Fernando VII fue el noveno. Seco es del parecer que la confianza de los reyes, fuente de todo poder en el Antiguo Régimen, hacia el joven Godoy, y la falta de fe del propio Carlos IV en la política desarrollada por Floridablanca y Aranda frente a la Francia revolucionaria, abrió las puertas del poder al favorito, considerado siempre por la pareja real como su más leal consejero y un amigo insustituible.

La etapa Floridablanca y el temor al contagio revolucionario
            Las primeras decisiones del nuevo rey estuvieron encaminadas a confirmar al equipo ministerial heredado de su padre, y  convocar Cortes.
            Las buenas relaciones que Carlos IV había sostenido, siendo Principe de Asturias, con Aranda, habían llevado a suponer al conde aragonés y a sus partidarios que Floridablanca sería desplazado de la Secretaría de Estado, pero la confirmación de José Moñino pospuso sine die las pretensiones arandistas.
            La segunda decisión consistió en convocar las preceptivas Cortes a efectos de que los procuradores jurasen al heredero, inaugurándose éstas solemnemente el 19 de septiembre. El aspecto de mayor interés que trataron las Cortes fue el relativo a la sucesión de la corona. Las convocadas en 1712 por Felipe V habían decidido derogar la norma que regulaba el acceso al trono, cuyo origen se remontaba a las Partidas, y que prefería en condiciones de igualdad el varón a la hembra, y sustituirla por una ley casi sálica, que excluía prácticamente a las mujeres de la sucesión. Las Cortes de 1789 restablecieron el antiguo orden sucesorio, pero su no publicación como pragmática impidió que fuera conocido adecuadamente este restablecimiento, lo que daría origen en el siglo XIX al conflicto dinástico sobre la sucesión de Fernando VII, que desembocó en las guerras carlistas.
            Lo más sobresaliente de aquellas Cortes fue su disolución inesperada, anunciada por Campomanes, su presidente, el 17 de octubre, poco tiempo después de que la Asamblea Nacional hubiera proclamado en París los derechos del hombre y del ciudadano, y puesto en marcha una nueva fase del mecanismo revolucionario. El temor de las autoridades, especialmente Floridablanca, que comenzaba a ser obsesivo, también se hizo presente ante unas Cortes dóciles y poco dispuestas a tomar iniciativas que fueran más allá de lo estrictamente protocolario. Juan Luis Castellano, al estudiar las Cortes de 1789, ha señalado con precisión cual era la actitud un tanto histérica que se había apoderado de Floridablanca y su entorno: "Desde finales de 1789 las más altas esferas del poder gubernamental consideran que las Cortes, más o menos asimiladas ya a la Asamblea Nacional francesa, son potencialmente revolucionarias y, por tanto, temibles. Por eso trata de clausurar las que están celebrando lo antes posible, y por lo mismo piensa que es bueno, en lo sucesivo, olvidar hasta el nombre de Cortes".
            Las noticias remitidas desde Francia en el verano de 1789 por el embajador conde de Fernán-Núñez habían provocado en los ambientes cortesanos de Madrid un impacto considerable, que Richar Herr ha calificado de "pánico", y que acentuó la determinación de Floridablanca de evitar por todos los medios la penetración de las noticias procedentes del vecino país y, sobre todo, de las "doctrinas republicanas".
            No era ésta una decisión improvisada, sino que se trataba de proseguir una política iniciada con anterioridad. Desde 1784 se había intensificado el control en las fronteras y aduanas para dificultar la llegada a España de los escritos de los filósofos, y en 1785 se fortaleció la censura y se reactivaron los tribunales inquisitoriales. Los damnificados por esta ofensiva entre los ilustrados fueron numerosos: el fabulista Samaniego, sobrino del conde de Peñaflorida, fundador de la Sociedad Económica Vascongadas, tuvo problemas con el Santo Oficio; el poeta Tomás Iriarte hubo de abjurar de sus errores; el periodista Clavijo y Fajardo, director de "El Pensador", fue acusado de deista y materialista; Luis Cañuelo tuvo que cerrar "El Censor" en 1786; y Meléndez Valdés se encontró con problemas por leer a Rousseau y Montesquieu, entre otros muchos que harían la lista interminable.
            El "pánico" que Herr considera atenazó a Floridablanca, no era un miedo injustificado, sino que se hallaba apoyado en la desconfianza que resultaba del conocimiento de dos importantes realidades españolas: la constatación de que faltaba un dispositivo de seguridad y orden público que pudiera contrarrestar la delincuencia política y, en segundo lugar, el malestar existente en muchas ciudades por la escasez y el alto precio del pan, situación que guardaba cierta similitud con lo ocurrido en París a mediados de julio.
            Desde los motines de 1766, la seguridad y el orden público estuvieron presentes en las inquietudes gubernamentales, y esa preocupación dió lugar a la creación de toda una serie de cuerpos destinados a velar por la seguridad, como la Compañía de Fusileros de Aragón, dependiente del Capitán General de aquella región, y cuya misión era la represión de delincuentes, vagos y desertores; los llamados Miñones, creados en Valencia en 1774; y la Compañía de Escopeteros Voluntarios en Andalucia, que iniciaron su labor en 1776, y que venían a sumarse a cuerpos creados durante el reinado de Felipe V, como los "mossos d'esquadra" en Cataluña, nacidos durante la Guerra de Sucesión por iniciativa de catalanes borbónicos. En 1789 era claro que no existía una visión de conjunto del orden público, y las medidas tomadas por el gobierno para paliarla resultaron insuficientes, como ordenar la confección de un censo de extranjeros en España, o remitir órdenes a los corregidores para retirar toda la propaganda que estimaran subversiva.
            La crisis de subsistencia, y el malestar consiguiente, incrementaban la preocupación en el estado de ánimo de Floridablanca. Los años 1775 a 1789 están considerados como un período que conoció alzas violentas en los precios del cereal. Las malas cosechas, especialmente la de 1788, y las prolongadas sequías, dieron como resultado que en 1789 los precios alcanzaran cotas muy elevadas. En febrero de ese año, cinco meses antes de que se viviera en París el inicio de la Revolución, tuvo lugar en Barcelona un motín que elevó el grado de preocupación de la Corte, temerosa que se extendiera por Cataluña y el resto de España, como sucedió en 1766 tras el motín de Esquilache. El 28 de febrero, ante una nueva subida del pan, grupos de personas saquearon las panaderías de la capital de Cataluña, obligando al Capitán General, conde del Asalto, a ponerse a salvo de las iras de los manifestantes, produciéndose durante tres días violentos choques entre el ejército y el pueblo. Hubo 40 detenidos y se ahorcó a cinco hombres y una mujer. Estos "rebomboris del pa", estudiados por Irene Castell, elevaron notablemente la alarma de Floridablanca.
            Si en el país faltaban mecanismos eficaces para oponerse tanto a una agitación interior que tenía su origen en las dificultades económicas, como a la propaganda revolucionaria procedente del exterior, Floridablanca hubo de acentuar las posibilidades que ofrecía la Inquisición como instrumento de control social y político, consolidándose la alianza entre el Estado y el Santo Oficio. Mientras el Estado se encargaba de prevenir, la Inquisición pasaba a efectuar una mayor labor represiva.
            Para prevenir, el Estado tomó actitudes defensivas. Había que impedir el conocimiento en España de los cambios políticos que estaban teniendo lugar en Francia, y para ello fueron instaladas tropas a lo largo de la frontera al modo de como se disponían en la época los cordones sanitarios en los lindes de las poblaciones para evitar la propagación de una epidemia, pues según el propio Floridablanca la intención era "formar un cordón de tropas en toda la frontera de mar a mar al modo que se hace cuando hay peste para que no se nos comunique el contagio". Una medida que debía complementar las instrucciones aislacionistas anteriores fue la orden de que los períodicos oficiales, como la Gaceta de Madrid, no mencionaran los acontecimientos franceses. En las páginas de este diario, dependiente de la Secretaría de Estado, no se hizo mención alguna de la convocatoria de los Estados Generales, y en julio de 1789 la única noticia procedente de Francia considerada destacable fue la entrega por Luis XVI a un obispo del capelo cardenalicio. Posteriormente, estas medidas preventivas iniciales se completaron con la prohibición absoluta de publicar noticias o comentarios sobre Francia, tanto favorables como contrarias a la causa del absolutismo.
            La acción represora que tenía a su cargo la Inquisición tuvo su objetivo prioritario en un fenómeno inusual hasta entonces, al menos a tan gran escala: la propaganda revolucionaria, estudiada por Lucienne Domergue, que se veía acompañada de una inaudita curiosidad entre los españoles. La Inquisición calificaba a los revolucionarios de "fanáticos de la libertad", tal era el afán proselitista que poseían. Proclamas, folletos, libros, periódicos y octavillas en francés y relacionados con Francia llegaron a España por los más variados medios desde los días posteriores al asalto de la Bastilla. El comisario de la Inquisición en San Sebastián informaba de esa precocidad y abundancia al señalar que "los impresos y manuscritos que corren aquí desde el mes de julio son los correspondientes a los sucesos presentes de las revoluciones de Francia y su Asamblea general", para añadir a continuación que "se ve inundada la ciudad de esta especie de papeles".
            La curiosidad de la sociedad española ante los sucesos franceses se vió estimulada por la atracción que se sentía hacia lo prohibido, alcanzando no sólo a los grupos ilustrados de las ciudades, sino a pequeñas poblaciones, como lo prueban los incidentes reseñados por Gonzalo Anes en Torrecilla, en las proximidades de Santo Domingo de la Calzada, cuyos vecinos se manifestaron dando vivas a la igualdad y a la Asamblea, o en Brazatortas, en Ciudad Real, en que se desfiló por las calles al grito de "¡Viva la libertad!".
            Desde el punto de vista de las relaciones exteriores, la situación de Luis XVI, a quien se consideraba un rehén en manos de los revolucionarios, aconsejaba dejar en suspenso el Pacto de Familia, lo que suponía el aislamiento internacional y la necesaria reestructuración de la política exterior. La posibilidad que la situación fuera pasajera se esfumó con la detención del rey en Varennes, tras su intento de fuga, en junio de 1791, inclinando a Floridablanca a intervenir directamente en los asuntos franceses para restituir en el trono a Luis XVI, en alianza con Austria, Prusia, Suecia y Rusia, una coalición que, de momento, no llegó a formarse por falta de acuerdo entre sus potenciales integrantes, pero que fue suficiente para perjudicar la ya muy delicada situación del rey francés.
            El aislamiento diplomático de España y la creciente disposición intervencionista de Floridablanca, con el consiguiente peligro para la vida de Luis XVI, fueron determinantes para que Carlos IV se inclinara por una política menos inflexible que permitiera mantener las relaciones con Francia frente a Inglaterra, y salvar la cabeza de su real primo.

La ocasión del Conde de Aranda
             El relevo de Floridablanca y su sustitución por Aranda no era esperado y, como señala Richar Herr, "cogió a los observadores coetáneos por sorpresa". El cambio no suponía sólo un giro en relación a Francia, sino el triunfo largamente esperado del partido aristocrático frente a los manteístas, y la puesta en práctica de las ideas sobre la organización de la monarquía que el conde de Aranda había presentado en 1781 a Carlos IV cuando éste era Príncipe de Asturias.
            En las páginas del Diario de Aranda se comprueba que, antes de aceptar la Secretaría de Estado, el noble aragonés puso como condición al rey el fin de la Junta Suprema de Estado que su antecesor había creado en 1787, y su sustitución por un remozado Consejo de Estado. Aceptada la condición, es por ese motivo que el 28 de febrero se dieran dos Reales Decretos: uno designaba a Aranda para la Secretaría de Estado; otro, restablecía el Consejo de Estado en sustitución de la Junta, con Aranda como decano. La simultaneidad de ambos decretos le convertía, de hecho, en primer ministro. 
            El nuevo Consejo de Estado ofrecía algunas importantes novedades respecto al viejo Consejo, que durante el siglo XVIII no había tenido actividad alguna, arrastrando una existencia  meramente nominal. Según Feliciano Barrios, todos los titulares de las Secretarías del Despacho -- los verdaderos ministros --, pasaban automáticamente a ser miembros ordinarios del mismo; se instituía el cargo de decano; y se fijaba el palacio real como su sede para hacer más fácil la asistencia del rey a las sesiones, la primera de las cuales tuvo lugar el 10 de abril, dedicada a la cuestión prioritaria para la monarquía: las relaciones con Francia y la situación europea.
            Aranda no introdujo ninguna remodelación en las Secretarías, y su gabinete estuvo compuesto por quienes habían colaborado hasta entonces con su antecesor al frente de la Secretaría de Estado, salvo la sustitución al poco tiempo de Porlier, titular de Gracia y Justicia, por Pedro de Acuña. Sin embargo, Floridablanca fue objeto de una lamentable persecución por quien había sido su contrincante político en los últimos quince años. Obligado a trasladarse a Murcia el mismo día en que le fue comunicado su cese, se dedicó a redactar un "Testamento político", estudiado por Antonio Rumeu, donde reflexionaba sobre sus años de gobernante y los problemas que España tenía pendientes, pero en la madrugada del 11 de julio fue detenido en Hellín y trasladado preso a la ciudadela de Pamplona acusado de abuso de autoridad y de irregularidades en la administración de las obras del Canal Imperial de Aragón, permaneciendo en prisión hasta 1794, y siendo definitivamente rehabilitado en 1795.
            La principal actividad de Aranda estuvo centrada en la complicada situación internacional, la misma que lo había encumbrado al poder. En sus ocho meses de gobierno, el ministro permitió que la prensa ofreciera una mayor información sobre los sucesos de Francia, y en las primeras semanas de su mandato intentó mantener la alianza con Francia con el doble propósito de influir positivamente en la situación de Luis XVI, y de no quedar España sin cobertura diplomática frente a Inglaterra.
            La insurrección parisina de agosto de 1792, con el asalto a las Tullerías, puso fin a esa política. Luis XVI fue derribado del trono y encarcelado con su familia, convocándose una Convención Nacional. Los acontecimientos franceses forzaron una urgente convocatoria del Consejo de Estado, que se reunió en 24 de agosto de 1792 para escuchar un largo memorial en el que Aranda planteó los pros y contras de una intervención armada, tras lo cual el Consejo decidió iniciar en secreto los preparativos para la guerra, aunque manteniendo las relaciones con Francia para poder interceder diplomáticamente a favor del rey.
            La confianza de Aranda en que la coalición austro-prusiana, que había atacado las fronteras orientales de Francia en julio, acabara con la revolución antes de la intervención española, desapareció con la llegada a Madrid de la inesperada noticia de la derrota prusiana en Valmy el 21 de septiembre. El retroceso de Aranda hacia posiciones neutralistas, convencido de que una participación española sería en ese momento contraria a los intereses nacionales, decidió al rey en noviembre a buscar una nueva y sorprendente alternativa: Manuel Godoy.

Manuel Godoy y la Guerra de la Convención
            El ascenso de Manuel Godoy no tiene parangón en la historia de España. En el limitado espacio de treinta meses, un cadete del selecto Cuerpo de Guardias de Corps, natural de Castuera, en Badajoz, de origen hidalgo e hijo de coronel, se convirtió en plena juventud en Teniente General del ejército, Grande de España, duque de la Alcudia, cuyo valle recibió en donación, Consejero de Estado tras su remodelación de 1792, y en noviembre de ese mismo año Secretario de Estado, o lo que es lo mismo, responsable máximo de la política española. El apoyo de la Corona, la confianza de los reyes, clave de bóveda en la estructura del poder en el Antiguo Régimen, hizo posible esa fulgurante y repentina ascensión que liquidaba definitivamente la tradición política heredada de Carlos III.
            Su actividad política, siguiendo los deseos de sus protectores, los reyes, debía encaminarse a salvar la vida de Luis XVI, y para ello había que mantener apariencia de neutralidad, y utilizar todas las vías posibles, tanto oficiales como secretas. Pero la ejecución del rey de Francia en enero de 1793, inclinó a Carlos IV hacia la guerra. Aranda, que conservaba su puesto en el Consejo de Estado, defendió, no obstante, la neutralidad, argumentando razones militares y políticas. Desde su punto de vista, el ejército español no estaba en condiciones de iniciar una guerra en la frontera, y políticamente el verdadero enemigo de los intereses españoles era Inglaterra y no Francia. Defendida su postura "pacifista" en un pleno del Consejo de Estado celebrado el 14 de marzo de 1793, que presidía el rey, cuando la guerra ya se había iniciado, el debate acabó con una violenta disputa entre Aranda y Godoy, que le valió al conde ser desterrado a Jaen primero, y confinado en la Alhambra granadina después. En opinión de Olaechea y Ferrer Benimeli, "lo que en aquel Consejo sucedió fue únicamente la excusa para llevar a cabo la eliminación de un sujeto peligroso, de la misma forma que se iban eliminando todos los partidarios de Aranda".
            La posición de Aranda era, tal y como los hechos vendrían pronto a confirmar, la más sensata y realista, mientras que Godoy dio muestras de su ignorancia y falsa presunción. Excepto por motivos estrictamente familiares, no había razón política alguna que justificara iniciar la guerra. Debido a ello fue imprescindible iniciar ante la opinión pública una campaña patriótica sin precedentes que justificara la lucha, y en la que participaron entusiásticamente los miembros del clero que figuraban entre los enemigos más reclacitrantes de la Ilustración. Convertido el conflicto en Cruzada, Godoy solicitó a los obispos que no sólo pusieran sus esfuerzos en animar a realizar fervorosas oraciones y recoger donativos, sino que exhortaran a los jóvenes al combate, contribuyendo a forjar un discurso reaccionario al establecer la identificación entre Ilustración y Revolución . El ejemplo más conocido de esa defensa de la Guerra Santa es el del famoso predicador capuchino fray Diego José de Cádiz, autor de "El soldado católico en guerra de religión", en cuyas páginas se hacía una vibrante llamada a la participación en la guerra contra la "perversa Francia", encarnación del mal, como obligación moral, garantizando la salvación eterna a quienes en ella cayeran.
            En ese notable esfuerzo de incitación propagandística, los prejuicios contra lo francés en general, sin ningún tipo de distingos, fueron utilizados con mayor énfasis que las referencias a los excesos jacobinos, que sólo eran conocidos por grupos minoritarios de personas informadas. En las arengas del clero se hacían alusiones genéricas a los franceses, tildados de regicidas, bárbaros y enemigos de Dios, lo que explica que en muchos lugares de España se desatara la violencia contra residentes franceses que nada tenían que ver con el proceso revolucionario que se vivía en su país. En Valencia, Manuel Ardit ha estudiado los motines antifranceses de la primavera de 1793, en que fueron asaltadas y quemadas un buen número de casas de comerciantes franceses afincados en Valencia, no librándose de la violencia popular ni tan siquiera los curas refractarios allí refugiados.
            La campaña militar, tras unos inicios esperanzadores, fue desastrosa, y hoy la conocemos con detalle gracias a un reciente estudio de Jean René Aymes. La frontera se distribuyó entre tres cuerpos de ejército: el navarro-guipuzcoano, el aragonés y el catalán. Los dos primeros tenían una función defensiva, y la iniciativa le correspondió al de Cataluña, bajo el mando del general Ricardos. En poco tiempo se ocupó parcialmente el Rosellón, pero las acciones españolas, faltas de objetivos políticos o territoriales, se limitaron a actos simbólicos, como quemar los decretos de la Asamblea o sustituir la bandera tricolor por la blanca de la casa de Borbón. También en ese mismo año, en colaboración con la flota británica, la armada española intentó apoderarse del importante puerto de Tolón, con la intención de crear allí un enclave monárquico, pero el objetivo se malogró a finales de año. En 1794 y 1795, las campañas fueron totalmente desgraciadas para los intereses españoles: se perdieron los territorios ocupados del Rosellón, introduciéndose los franceses en el Ampurdán y poniendo en peligro toda Cataluña; en el frente vasco-navarro, San Sebastián pasó a manos francesas en 1794, y Bilbao y Vitoria el año siguiente. La magnitud de la derrota, el lastimoso estado en que comenzaba a encontrarse la Hacienda española, y un descontento popular creciente, hizo deseable llegar a una rápida paz negociada, en la que también estaba interesada la República francesa, agobiada por tener que sostener la guerra en distintos frentes.
            La paz fue rápidamente acordada en la ciudad suiza de Basilea. Por el tratado hispano-francés firmado el 22 de junio de 1795, la monarquía de Carlos IV reconocía la República francesa, devolviendo ésta todos los territorios españoles ocupados. La única pérdida territorial a la que se veía obligada España en este Tratado de Paz de Basilea era la cesión a Francia de la parte de la isla antillana de Santo Domingo bajo soberanía española. Las condiciones moderadas impuestas por los franceses fueron presentadas por Godoy como un éxito personal, recibiendo de los reyes el título de Príncipe de la Paz, si bien la modestia de las reivindicaciones francesas era preconcebida, pues la República pretendía la reconciliación con España, y reeditar la alianza que había unido a las dos potencias vecinas durante todo el siglo XVIII frente al común enemigo británico.

                                     OPOSICION INTERIOR Y POLITICA EXTERIOR
            Los reveses de una guerra poco gloriosa produjeron algunos movimientos de oposición a Godoy, en los que se ironizaba ante el insólito título de Príncipe de la Paz. Algunas conspiraciones se tejieron en oposición al valido, siendo las más conocidas las encabezadas por Juan Antonio Picornell, el marino Alejandro Malaspina, y la del aristócrata conde de Tébar, representativa del punto de vista del partido aristocrático, surgiendo también la voz de españoles que, desde el exilio, se inclinan por una vía revolucionaria.
La inicial oposición a Godoy
            Las conspiraciones de Picornell y Malaspina tenían objetivos distintos, pero ambas intentaron aprovechar el descontento general derivado de la fracasada guerra con Francia. El proyecto encabezado en 1795 por Picornell, un pedagogo mallorquín, pretendía subvertir el orden monárquico con el apoyo armado de las masas populares, aprovechando la crisis económica y la inmoralidad de Godoy, y proclamar una República cuyo lema sería "libertad, igualdad y abundancia". Su programa revolucionario estaba contenido en un "Manifiesto al pueblo", donde se hablaba de establecer una Junta Suprema que asumiría el gobierno provisional mientras se elaboraba una Constitución, tras lo cual se celebrarían elecciones para que el pueblo eligiera sus representantes. Denunciado por la traición de uno de los implicados, Picornell fue juzgado y encarcelado en América, donde más tarde colabororó con los movimientos emancipadores.
            Durante el mismo año, el famoso marino Malaspina, recién llegado de su circumnavegación a la tierra, y fiado en su prestigio, intentó hacer llegar a los reyes su proyecto para sacar a la Monarquía de las manos inadecuadas de Godoy. En él se hablaba de designar un nuevo gobierno que debía tomar medidas urgentes que evitara el peligro de insurrección popular en ciernes. La detención y encarcelamiento inmediato de Malaspina vino a señalar, como indica Emilio Soler, "la frontera para los críticos con la política de Godoy", y el firme respaldo que la Corona daba a su política.
            El asunto del conde de Tébar, Eugenio de Palafox, venía a demostrar la oposición de la aristocracia, cuyo líder seguía siendo Aranda, al escandaloso encumbramiento de Godoy, y el descontento por su política. El conde de Tébar, hijo mayor de la condesa de Montijo, redactó en 1794 su "Discurso sobre la autoridad de los ricos hombres" para su lectura en la Academia de la Historia. En su "Discurso" Tébar realizaba una nostálgica visión de los tiempos en que el poder de los reyes se hallaba limitado por la autoridad y la independencia de la alta nobleza, y que la sujeción de ésta a la autoridad del rey no había sido buena para España, reivindicando un modelo de monarquía más equilibrada, en la que el monarca compartiese el poder con la aristocracia, cuya opinión se manifestaba en el sistema de Consejos. Sus opiniones fueron consideradas subversivas por Godoy, y el conde fue condenado a exilarse a Ávila, si bien no dejó de participar en todas las intrigas contra el valido que desembocaron en el motín de Aranjuez en marzo de 1808.
            La crítica al absolutismo desde la perspectiva antiliberal, era muy distinta a la que se hacía desde el liberalismo. La Guerra con Francia tuvo también un efecto propagandístico opuesto al deseado por las autoridades, puesto que los principios de la Revolución se difundieron en todos los ambientes. Así lo constataba Juan Pablo Forner en una carta enviada desde Madrid a un amigo sevillano: "En el café no se oye más que batallas, revolución, Convención, representación nacional, libertad, igualdad; hasta las putas te preguntan por Robespierre y Barrére, y es preciso llevar una buena dosis de patrañas gacetales para complacer a la moza que se corteja". A los ilustrados radicales, la Revolución les había abierto un horizonte de posibilidades, y para ellos la regeneración de España pasaba necesariamente por acabar con los privilegios. Quienes estuvieron a la vanguardia de este movimiento favorable al liberalismo se encontraban los españoles exilados en Francia, entre los que destacó José Marchena, el español más comprometido con la Revolución francesa y hoy conocido por la excelente biografía política e intelectual de Juan Francisco Fuentes. Marchena proyectó promover en España un proceso revolucionario, pero no mimético del francés, sino que atendiera a las particularidades españolas, entre ellas la falta de una burguesía capaz de encabezar el proceso, como había sucedido en Francia. En su proclama "A la Nación española", Marchena compendió su programa de Revolución a la española que, en realidad, no consistía en otra cosa que acelerar el reformismo ilustrado: supresión de la Inquisición; restablecimiento de las Cortes estamentales; y limitación de los abusos y poderes del clero. Su intención era ofrecer un proyecto atractivo y posibilista al conjunto de la sociedad española, en el que el pueblo accedería lenta y gradualmente a la plenitud de sus derechos políticos.
            No obstante estas manifestaciones de oposición, que brotaban de sectores muy diversos y con intencionalidad distinta, Manuel Godoy, tras la Paz de Basilea, había decidido dar un giro a lo que hasta entonces había sido su política exterior, e inaugurar una nueva linea política de acercamiento a Francia y enfrentamiento con Inglaterra.

La alianza con Francia y la guerra contra Inglaterra
            La neutralidad de España, tras el Paz de Basilea, duró escasamente un año. El 19 de agosto de 1796, Godoy establecía con el Directorio francés el Pacto de San Ildefonso. Carlos Seco ha señalado que el oportunismo de Godoy era la razón principal de ese vuelco espectacular que unía a una de las monarquías más tradicionales de Europa con la República regicida. El valido logró convencer a Carlos IV argumentando que razones europeas y americanas hacían aconsejable la alianza con Francia. En Europa, los intereses familiares de los Borbones españoles en Parma y Nápoles hacían necesario el acercamiento al Directorio francés, en un momento en que éste dominaba la situación política italiana tras las victoriosas campañas napoleónicas en la península. En América, mantener el neutralismo español suponía abrir las puertas de nuestro imperio colonial a los intereses ingleses.
            Lo arriesgado de un cambio tan drástico en la orientación de la política exterior, no dejó de incitar la oposición clandestina de los enemigos de Godoy en la Corte, y la crítica de amplios grupos de población, entre los que estaba extendido un mayoritario sentimiento antifrancés. Para las poblaciones fronterizas o para las ciudades portuarias, la alianza con Francia y la inminencia de una ruptura armada con Inglaterra era síntoma de privaciones y dificultades, como la experiencia había tenido ocasión de demostrar, y como comprobarían fehacientemente de inmediato.
            Las cláusulas del Pacto de San Ildefonso tenían carácter ofensivo-defensivo, y en ellas se especificaba con detalle la aportación de cada uno de los estados signatarios a una fuerza común en el caso de que cualquiera de ellos fuera atacado. A primeros de octubre de 1796 se rompían las hostilidades con Inglaterra, y con el inicio de la guerra se iniciaba un proceso de sometimiento a las iniciativas francesas y a las pautas que marcaron hasta 1808  el Directorio, el Consulado y el Imperio.
            La guerra con Inglaterra fue más desastrosa aún que la sostenida contra Francia entre 1793 y 1795. El primer resultado de la confrontación anglo-española fue muy negativo para los intereses hispanos: en febrero, una escuadra superior en efectivos a la inglesa era derrotada por el almirante Nelson frente al cabo San Vicente, mientras que en las Antillas los británicos se apoderaron de la isla Trinidad. Posteriormente, los españoles lograron rechazar los ataques a Puerto Rico, Cádiz y  Santa Cruz de Tenerife, donde Nelson perdió uno de sus brazos.
            Los efectos económicos de la guerra fueron todavía más calamitosos. Pierre Vilar califica la crisis abierta por la guerra en la economía catalana como la más aguda de todo el siglo XVIII: las manufacturas quedaron paralizadas; la falta de alimentos, al ser imposible la importación de grano, alcanzó una magnitud extraordinaria; y el comercio marítimo se interrumpió, provocando numerosas quiebras en las compañías dedicadas al tráfico marítimo. Una situación similar se produjo en otros grandes núcleos comerciales, como Alicante, Málaga, los puertos cantábricos, y el centro neurálgico de Cádiz, donde Antonio Garcia-Baquero ha cuantificado el hundimiento espectacular del tráfico portuario gaditano entre 1797 y 1801. La situación de la Hacienda, ya enfrentada a graves problemas por las consecuencias de la Guerra contra la Convención, se hizo entonces angustiosa, y en el intervalo que va de octubre de 1796 a septiembre de 1798 fueron tres los ministros de Hacienda que se sucedieron.
            Para apuntalar su situación, muy debilitada por la serie ininterrumpida de fracasos militares y por la aguda crisis económica, Godoy decidió llevar a cabo importantes cambios en su gobierno, dando entrada en él a destacados ilustrados, y promocionando a puestos relevantes de la diplomacia o de la magistratura a otros. Jovellanos ocupó el ministerio de Gracia y Justicia, y Francisco de Saavedra entró en Hacienda, mientras que el banquero Cabarrús era nombrado embajador en Francia (nombramiento que no fue aceptado por la República), el poeta Juan Meléndez Valdés obtenía la fiscalía de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte, y el obispo Ramón de Arce, con vitola de ilustrado, el cargo de Inquisidor General.
            Jovellanos, que había recibido el ministerio con la expresión "Adiós felicidad; adiós quietud para siempre", se impuso como objetivos la reforma universitaria, iniciar la desamortización, y suprimir gran parte de las atribuciones de la Inquisición. La solución que proponía para recortar los poderes del Santo Oficio, era trasladar sus funciones a los obispos, en coherencia a su pensamiento episcopalista. Nada pudo lograr, pues acusado de enemigo declarado de la Inquisición, y sin contar con el favor real, fue sustituido a los nueve meses de haber accedido al cargo y confinado a Asturias. A los pocos días de la caída de Jovellanos se produjo una importante purga de ilustrados en la administración. Meléndez Valdés, por citar un ejemplo ilustre conocido por los estudios de George Demerson, fue separado de la fiscalía que ocupaba y desterrado a Medina primero, y Zamora después, en residencia vigilada.
            Estos bandazos políticos eran el resultado del creciente malestar que se vivía en España por los escasos frutos del Pacto de San Ildefonso. Paradójicamente la monarquía hispánica era aliada de Francia, pero se hallaba aislada de los países europeos más próximos ideológicamente, y esa situación contradictoria había ahondado la crisis económica y financiera, con el consiguiente incremento del descontento social. Estas razones, más la presión del Directorio francés, disgustado por las buenas relaciones de Godoy con los franceses monárquicos exiliados, y en la sospecha de que hubiera comenzado a dar marcha atrás en su alianza con Francia, motivaron la dimisión momentánea de Godoy en marzo de 1798.
            Su sustituto fue Saavedra, el ministro de Hacienda, pero debido a sus muchos achaques, quien dirigió verdaderamente los asuntos de Estado fue Mariano Luis de Urquijo, un joven funcionario que, en su breve período de responsabilidad, intentó enfrentarse a la delicada situación de España en los frentes interior e internacional.

El paréntesis ministerial de Urquijo
            Entre la dimisión de Godoy en 1798 y su regreso al primer plano del poder en 1800, tiene lugar la difícil gestión del joven Urquijo, quien debió enfrentarse a una crisis económica interior extremadamente grave, y a un dilema en la polìtica exterior de enorme complejidad.
            La situación económica española siguió empeorando: la inflación alcanzó cotas muy elevadas, y las comunicaciones con América siguieron cortadas por la acción permanente del corso inglés. Pero eran las finanzas del Estado las que habían llegado a una situación cercana a la bancarrota. El crédito del Estado había descendido tan espectacularmente, que se corría el riesgo inminente de no poder atender a las urgencias más perentorias, como efectuar los pagos al ejército. La alternativa utilizada por Urquijo fue poner en marcha un proceso desamortizador, ya concebido en sus lineas esenciales cuando Godoy era Secretario de Estado, y solicitar al clero un subsidio extraordinario de 300 millones, lo que le valió la enemistad de la Iglesia.
            Pero era en la escena internacional, donde Urquijo encontró los problemas más acuciantes, y lo que era peor, con una capacidad de maniobra cada vez más limitada. En Europa, las monarquías de Inglaterra, Austria, Rusia, Turquía y Nápoles habían formado una segunda coalición contra la Francia republicana, y en breve plazo los coaligados lograron recuperar Italia de manos francesas. Sobre Urquijo recayó el dilema de mantener los vínculos que unían España a Francia o, por el contrario, tomar partido contra la República. Las presiones de las potencias coaligadas fueron constantes, utilizando tanto la vía diplomática, como la intriga, alentando a los españoles que en la Corte maniobraban para lograr alinear a España junto a Inglaterra y declarar la guerra a Francia. También Francia presionaba para conseguir de España una participación más decisiva en Portugal, base de la flota británica que operaba en el Mediterráneo.
            Los historiadores que han analizado las razones que inclinaron a Urquijo por la opción de continuar aliado con el Directorio, utilizan criterios diversos. Es mayoritaria la opinión que considera que para el gobierno español Inglaterra era más peligrosa para los intereses hispánicos que el propio sistema revolucionario. Otros, por el contrario, hacen referencia al temor existente en la Corte de Madrid ante posibles represalias francesas en el ducado borbónico de Parma, patria de la reina Maria Luisa, si España abandonaba su alianza con Francia, y que era preferible para el gobierno español la hegemonía francesa en Italia a la de Austria. Pero todos, sin excepción, consideran que al optar mantener los vínculos con Francia, se acentuó la dependencia de nuestra política respecto a la de nuestro vecino.
            El propio Urquijo lo sufriría en sus propias carnes a partir de noviembre de 1799, cuando el golpe de Estado del 18 de Brumario, puso fin al Directorio e inaguró el Consulado, con Napoleón como primer Cónsul tras regresar de la campaña de Egipto. La llegada de Napoleón al poder en Francia dió al traste con los éxitos de la segunda colación, pues en 1800 Italia fue recuperada para Francia tras la deslumbrante victoria en Marengo, y los austriacos fueron derrotados en el Rhin.
            Por lo que respecta a España, Bonaparte impuso el cambio de Urquijo por Godoy, quien regresó al poder no ya como Secretario de Estado, sino con los entorchados de Generalísimo. Pero en la realidad, el superministro Godoy era dependiente en todo de Napoleón, convertido en árbitro de la política española hasta la crisis definitiva de 1808.

La política española al servicio de los intereses napoleónicos
            El ascenso del Príncipe de la Paz a la máxima responsabilidad de dirigir los destinos de la monarquía hispánica se debía a dos hechos: en primer lugar, al deseo de Carlos IV de reanudar las buenas relaciones con la Iglesia, que la política de Urquijo había puesto en entredicho, reforzando de nuevo los vínculos entre el poder y los grupos eclesiásticos más tradicionales; en segundo lugar, a la disposición del valido a someterse a los dictados de Napoleón.
            Desde la llegada de Godoy, y con la colaboración del ministro de Gracia y Justicia, José Antonio Caballero, un paladín del reaccionarismo, se inició la persecución de elementos ilustrados del equipo ministerial anterior. Según recoge Javier Varela en su biografía sobre Jovellanos, Maria Luisa de Parma era la principal instigadora de esta caza ideológica, y en su correspondencia privada la reina opinaba que "nadie ha destruido y aniquilado esta monarquía como dos pícaros ministros, cuyo nombre no merecían, que es Jovellanos y Saavedra, y el intruso o entre de Urquijo... ¡Ojalá jamás hubiesen existido tales monstruos, así como quien los propuso con tanta picardía como ellos, que es el mal hombre de Cabarrús!". El camaleónico  Godoy se situaba, ahora, a la cabeza de una ofensiva reaccionaria que, entre otras violencias contra los grupos ilustrados, encarceló sin proceso a Jovellanos en la Cartuja de Valldemosa primero, y en el castillo mallorquín de Bellver después, entre abril de 1801 y el mismo mes de 1808.
            El máximo interés de Napoleón era lograr la intervención de España en Portugal, la inveterada aliada de Inglaterra. Para lograr ese fin, al que era reticente Carlos IV  por motivos familiares, ya que el rey de Portugal era su yerno, Bonaparte contaba con la ambición personal del Principe de la Paz, y con la presión diplomática que podía ejercer a través del embajador de Francia en Madrid, su hermano Luciano Bonaparte.
            Ambos -Godoy y Luciano- convencieron a Carlos IV que una guerra rápida con Portugal sería beneficiosa para la familia real portuguesa, y que incluso podría así colaborar a salvar el trono luso, pues al liberarla de su alianza con Inglaterra, se impedirían los planes napoleónicos de situar en Lisboa a un monarca satélite de París.
            Godoy, nombrado Generalísmo en enero de 1801, anunció que atacaría Portugal si ésta no cumplía rápidamente dos condiciones, expuestas a modo de ultimatum: la ruptura de relaciones con Inglaterra, con el consiguiente cierre de los puertos portugueses a la flota británica; y la cesión de una parte del territorio portugués a los españoles hasta que los ingleses no devolvieran la isla de Trinidad a España y la de Malta a Francia.
            En febrero de 1801 se efectuó la declaración de guerra, aunque los combates no se iniciaron hasta mediados de mayo. Fue una contienda brevísima, conocida como la "Guerra de las Naranjas", por el envío a la reina de un obsequio consistente en un ramo de naranjas portuguesas. Tras la toma por los españoles de la ciudad de Olivenza, muy próxima a la frontera extremeña, se iniciaron conversaciones de paz, que finalizaron al poco tiempo con el Tratado de Badajoz, por el que Portugal aceptaba cerrar sus puertos a los navíos ingleses y cedía Olivenza a España, tomando el curso del Guadiana en aquella parte como frontera natural entre los dos paises. El resultado de la guerra hispano-portuguesa no fue del agrado de Napoleón, que deseaba la conquista territorial de Portugal, por lo que decidió acentuar la subordinación de España a los intereses de la polìtica francesa.
            En marzo de 1802, Francia firmó con Inglaterra la paz de Amiens sin prestar atención alguna a los intereses españoles, con lo que la isla de Trinidad permaneció en manos británicas. Nadie en Europa consideró que la situación de paz fuera duradera, ya que en Amines no se había dado solución a ninguna de las muchas cuestiones que enfrentaban a Francia y España con Inglaterra.
            Para Bonaparte era esencial mantener la ayuda incondicional de España para cuando se reanudaran las hostilidades, y para ello había que evitar cualquier veleidad neutralista de España utilizando, indistintamente, el halago y la intimidación. Cuando en 1803 se reinició la guerra franco-británica, España intentó mantener su neutralidad adquiriéndola a un elevado precio. En una claudicación que el profesor Corona denominó "vergonzosa", el gobierno español se comprometió a pagar al estado francés 6 millones de libras mensuales, y a permitir la entrada en sus puertos a los buques franceses.
            No se pudo, sin embargo, evitar intervenir en la contienda en diciembre de 1804, cuando Napoleón consideró que era preferible disponer de los barcos de guerra españoles en lugar de dinero. La promesa del nuevo emperador a Godoy, siempre interesado en su bienestar personal, de hacerle entrega de un reino en una de las provincias portuguesas, acabó por decidir al valido de la conveniencia de poner la Armada española a las órdenes de Francia.
            La nueva guerra con Inglaterra fue tan calamitosa para España como lo había sido la iniciada en 1796. El proyecto de Napoleón era utilizar la capacidad de las flotas francesa y española para poder desembarcar un ejército de 160.000 hombres en territorio inglés. Pero en octubre de 1805, la flota aliada y la británica se encontraron en el cabo Trafalgar, frente a Cádiz, sufriendo los primeros una gran derrota pese a ser superiores en numéro y capacidad de fuego. La inferior preparación de las tripulaciones franco-españolas, y la mediocridad del almirante francés Villeneuve, junto a la táctica naval del almirante inglés Horacio Nelson, un revolucionario de la guerra en el mar, fueron las causas de la derrota. A la muerte de Nelson, se sumaron las de Churruca, Gravina y Alcalá Galiano, entre otros, que constituían la élite de la oficialidad de la marina de guerra española.
            Tras Trafalgar, el futuro político del Príncipe de la Paz, erosionada su figura en España hasta la impopularidad y el desprestigio más absoluto, dependía, más que nunca, de la voluntad de Napoleón. En 1807, como aportación a las campañas francesas en centroeuropa, Godoy envió un cuerpo expedicionario de 14.000 soldados a Alemania al mando del marqués de la Romana; se sumó al Bloqueo Continental contra Inglaterra, con el que Napoleón pretendía ahogar económicamente a un pais cuya economía se basaba en el comercio; y no tuvo ningún escrúpulo en poner a la venta, previa preceptiva autorización papal, una séptima parte del patrimonio de la Iglesia española para contribuir al esfuerzo militar francés.
            Relacionado con el Bloqueo Continental, nuevamente aparecía en el horizonte político español el tema de Portugal. Al regreso de la campaña de Rusia, Napoleón propuso a Godoy acabar con la monarquía de los Braganza, una parte de cuyo territorio --  el Algarve -- quedaría reservado para que el Príncipe de la Paz viera cumplido su antiguo deseo de convertirse en rey. El Tratado de Fontainebleau, firmado el 27 de octubre de 1807, fijaba los términos del reparto de Portugal, y estipulaba la entrada en España de un ejército imperial para colaborar con el español en las operaciones bélicas. Pero en ese mismo mes, la oposición a Godoy, aglutinada en torno al Príncipe de Asturias Fernando, dio el primer paso para desembarazarse del valido.

El partido fernandino y las conspiraciones de El Escorial y Aranjuez
            Ya hemos señalado que Godoy fue objeto, desde el momento mismo de su acceso al poder a finales de 1792, de duras invectivas. Teófanes Egido ha publicado algunas de las miles de sátiras clandestinas que, junto a grabados malévolos, lo presentaban como un monstruo voluptuoso, oprobio del género humano y sepulturero de España.
            Gran parte de esa oposición estaba formada por aristócratas, arandistas muchos de ellos, que deseaban participar en el poder en la línea expresada por el conde de Teba en su "Discurso sobre la autoridad de los ricos hombres", anteriormente comentado. La agitación opositora encontró cobijo y estímulo en el Príncipe de Asturias, el futuro Fernando VII, convertido en el enemigo más activo del otro Príncipe, el de la Paz, hasta el punto de formarse en torno al heredero el denominado partido fernandino, dedicado a desprestigiar por todos los medios, incluida la calumnia más soez, al valido, y a los reyes.
            En la actitud de Fernando, alentando las campañas denigratorias hacia su madre, la reina Maria Luisa, y de apoyo a la oposición aristocrática, tuvieron un papel sobresaliente el preceptor de Fernando, el canónigo Juan Escoiquiz, un hombre falto de escrúpulos, que enemistó al heredero con los reyes, y su primera esposa, la princesa Maria Antonia de Nápoles, enemiga de Francia y proclive a Inglaterra, aunque fallecida prematuramente en 1806. Fernando se convirtió para la oposición en la esperanza de un nuevo rumbo para la política española, en una especie de Mesías "deseado", único capaz de derribar a Godoy y forzar la abdicación de Carlos IV.
            Las actividades del partido fernandino se mantuvieron en los niveles de la sátira y la difamación, fomentada y pagada por el Príncipe de Asturias, hasta octubre de 1807, momento de la firma del Tratado de Fontainebleau. En los últimos días de ese mes fue descubierta en El Escorial una conjura urdida contra Godoy y destinada a situar en el trono a Fernando, tras obtener la abdicación del rey, y en la que los conjurados, miembros todos ellos de la nobleza, contaban con la aprobación del Príncipe de Asturias y habían solicitado la protección del Emperador.
            Desterrados los más destacados conjurados, como el duque del Infantado o el conde de Montarco, y perdonado el Príncipe de Asturias por su padre el rey, el partido fernandino tuvo una nueva ocasión para lograr sus objetivos, esta vez no desaprovechada, entre el 17 y el 19 de marzo en el Sitio Real de Aranjuez. Un motín "popular" organizado por los partidarios de Fernando asaltó y saqueó el día 17 la casa de Godoy en Aranjuez, donde se encontraba la familia real. Carlos IV, obligado por las circunstancias, firmó la destitución del valido el dia 18, y en la festividad de San José abdicó en su hijo, coincidiendo con el envio de Godoy preso al castillo de Villaviciosa.
            Los acontecimientos de El Escorial y Aranjuez fueron determinantes en los cambios de actitud de Napoleón. Miguel Artola ha señalado tres etapas en el pensamiento napoleónico respecto a España. La primera, denominada de "intervención", abarcaría el período comprendido entre 1801 y los sucesos de El Escorial de octubre de 1807. En ella, Napoleón tuvo como objetivo hacer de España, con la colaboración de Godoy, una aliada sumisa a sus directrices políticas. La segunda etapa, calificada por Artola de "desmembración", se iniciaría en noviembre de 1807 para finalizar con los sucesos de Aranjuez en marzo de 1808. En esos meses, Napoleón decidió incorporar a Francia las provincias españolas del norte, desde Pasajes y Fuenterrabía hasta San Carlos de la Rápita, en Tarragona, estableciendo en el río Ebro la nueva frontera franco-española. Para ello afianzó su ejército en la Península, que había penetrado bajo el pretexto de intervenir en Portugal, y estudió la posibilidad de casar a Fernando, ya viudo de la princesa María Antonia, con alguna de sus sobrinas imperiales. Los sucesos de Aranjuez, prueba inequívoca del caos político en que se encontraba la Corte española, le decidieron por una solución distinta a la desmembración, y que le permitía estabilizar la situación española asimilando España a su Imperio. Es la tercera etapa, denominada de "sustitución", y por la que Napoleón piensa obtener de una sola vez toda España y sus colonias americanas. Ya que consideraba imposible restablecer en el trono a Carlos IV contra la opinión de gran parte de la nación, y no deseaba reconocer a Fernando VII, sublevado contra su padre, Napoleón decidió el reemplazo de la dinastía de los Borbones por un miembro de su propia familia.
            Las humillantes abdicaciones de Bayona, a donde había sido llamada la familia real española, fue el resultado de ese designio napoleónico. Sin embargo, el período comprendido entre la abdicación de Fernando VII y de Carlos IV a favor del Emperador, que proclamó rey a su hermano José el 4 de junio, y la llegada a España del nuevo monarca el 20 de julio, permitió un  interregno excesivamente dilatado, en el que la autoridad suprema en la Península era el general en jefe del ejército francés, un elemento extraño al país. Como señala Artola, "cuando llegue José será demasiado tarde. La nación abandonada ha tenido tiempo de decidir por sí propia acerca de su futuro, y su respuesta es la guerra", una contienda de gran efecto destructor y que incidirá sobre una economía que ya se encontraba por entonces sumida en una profunda crisis.
                                              LA CRISIS DEL CAMBIO DE SIGLO
            Desde la década de los años setenta era ya perceptible un cierto cansancio en los sectores productivos, y un debilitamiento del crecimiento demográfico. La agricultura, la ganadería, las manufacturas y el comercio se vieron afectados gravemente por los conflictos bélicos que retraían recursos e interrumpían las relaciones económicas con el exterior, sobre todo, con América, incidiendo en los ritmos demográficos y en el incremento de la conflictividad social. La crisis financiera, inducida también por los acontecimientos bélicos, puso a la monarquía absoluta al borde mismo de la bancarrota.
            Si durante la primera mitad del siglo XVIII la agricultura conoció una cierta expansión, fue a partir de la década de los ochenta cuando las malas cosechas se hicieron más frecuentes y surgieron graves problemas de abastecimiento, generalizándose las carestías y las crisis de subsistencia.
            El origen de este bloqueo agrario hay que buscarlo en la falta de flexibilidad del marco productivo, en la pervivencia de sistemas de explotación y de propiedad poco evolucionados, y en la timidez de las medidas reformistas destinadas a corregir las carencias estructurales del agro español. Los logros de la politica agraria fueron modestos por la resistencia de los poderosos, y por la falta de voluntad de los gobernantes, poco proclives a cuestionar aspectos estructurales de la sociedad estamental.
            El balance general era, a fines del siglo XVIII, poco satisfactorio: los niveles productivos del cereal en la España interior se hallaban estancados desde que se inició el último cuarto del Setecientos, obligando a que regiones como Andalucía necesitara acudir al recurso de la importación de grano vía marítima para paliar un déficit que se hizo crónico a finales del siglo XVIII; no había surgido un número importante de labradores acomodados; ni se habían mitigado las tensiones sociales en el campo sino que, por el contrario, se agravaron éstas en muchos lugares, haciendo posible que la denominada "cuestión agraria" adquiriera la condición de protagonista privilegiado en la historia española de los siglos XIX y XX.
            En cuanto al sector pecuario, la ganadería trashumante fue la más afectada antes de 1808. El comienzo de su declive se produjo a partir de los años setenta, como consecuencia de la acción combinada de factores económicos y políticos. Entre los primeros, Angel García Sanz ha destacado la reducción de los márgenes de beneficios de los ganaderos al aumentar los costos de producción (elevación del precio de los pastos e incremento de los gastos de personal) sin la contrapartida de un ascenso en la cotización de la lana. Entre los políticos, el más importante fue la retirada del favor real, y el inicio de una legislación destinada a recortar los privilegios de la Mesta en beneficio de los labradores, permitiendo la roturación de pastos y dehesas, labor en la que destacó Campomanes como Presidente del Honrado Concejo de la Mesta entre 1779 y 1782, si bien la caida definitiva de las lanas españolas no se producirá hasta la Guerra de la Independencia.
            Las manufacturas se vieron beneficiadas por una legislación liberalizadora dictada en la década de los años noventa, que recortó las trabas gremiales y amplió los horizontes del capitalismo privado. Pero los problemas para la industria provinieron de la incertidumbre política, del alza de los salarios y, sobre todo, del impacto de las guerras sobre el comercio, que privó a importantes sectores manufactureros de la materia prima necesaria, como le sucedió a la industria algodonera catalana.
            El comercio, y sobre todo el comercio colonial, fue el sector económico más perjudicado en la coyuntura de finales de siglo. La guerra con la Francia republicana de 1793-1795 provocó una cierta disminución del tráfico, pero los conflictos con Inglaterra de 1796-1797 y 1804-1807 tuvieron unos efectos devastadores, influyendo negativamente en todos aquellos sectores agrarios e industriales relacionados con las exportaciones. José Maria Delgado ha logrado documentar en Cataluña 37 bancarrotas en sectores económicos implicados en el comercio colonial catalán entre 1804 y 1808, de los que 20 eran comerciantes, pero perteneciendo el resto a industriales del sector textil algodonero.
            Todos estos desarreglos económicos no dejaron de repercutir negativamente en la población. Los estudios de Vicente Pérez Moreda han demostrado que se recrudecieron durante el reinado de Carlos IV las crisis de sobremortalidad como consecuencia de las dificultades alimentarias de los noventa, si bien no fueron las crisis de subsistencia las que en mayor grado contribuyeron a mantener elevada la mortalidad. Enfermedades endémicas, como el paludismo, la viruela o el tifus, o enfermedades epidémicas nuevas, como la fiebre amarilla, tuvieron una gran incidencia durante el tránsito del siglo XVIII al XIX, y el balance de los avances logrados en el XVIII para mitigar la mortalidad fue, por tanto, pobre. A fines de la centuria, todavía la mortalidad infantil afectaba a un 25 % de los nacidos en el primer año de vida, ocasionada por la falta de higiene, alimentación deficiente o enfermedades, y este porcentaje aumentaba hasta el 35 % antes de los siete años, alcanzando porcentajes superiores al 80 % en las inclusas donde se depositaban los niños expósitos, como ha señalado Carlos Alvarez Santaló. Una esperanza de vida de tan sólo 27 años, frente a los 25 años del siglo XVII, es suficientemente expresiva de la modestia de las transformaciones operadas en los mecanismos demográficos en el Setecientos español, y la pervivencia del ciclo demográfico antiguo, en el que la mortalidad seguía teniendo un papel determinante.
            El estancamiento económico, con el consiguiente empobrecimiento de la población, produjo numerosas situaciones donde afloraba una conflictividad social cada vez mayor, y en ocasiones violenta. Los ejemplos que se pueden dar de su diversa casuística son numerosos. En ocasiones se deben a la indigencia de los artesanos por la crisis manufacturera, como sucedió en Valencia donde, desde 1794, se venían expidiendo por las autoridades licencias a los artesanos sederos en paro para que pudieran mendigar, siendo protagonistas en 1801 de los motines que vivió entonces la ciudad y su huerta. En otras, sobre todo en Andalucía, las causas de la conflictividad estuvieron directamente relacionadas a la cuestión señorial, como ha puesto de manifiesto Antonio-Miguel Bernal. El intento de recuperar baldíos y comunales, usurpados al común por los señores, y la cascada de pleitos contra ciertos monopolios señoriales, fueron las armas frecuentemente utilizadas en la lucha en torno a la tierra y su renta; así como también hubo una oposición creciente y generalizada al pago del diezmo, y al incremento de la fiscalidad, si bien no llegaron a provocar revueltas, salvo en algunas zonas de Asturias y Galicia.
            Si bien la situación de la Hacienda era aceptable en 1789, al finalizar el reinado de Carlos IV en 1808, ésta estaba muy próxima a la bancarrota. El paso de una situación a otra se había producido por efecto del ciclo de guerra casi permanente en que la monarquía se vio envuelta.
            La guerra contra la República, iniciada en 1793, fue la que puso en marcha el proceso de progresivo endeudamiento. Para lograr los fondos necesarios para el ejército y la marina, el entonces ministro de Hacienda, el comerciante vasco Diego de Gardoqui, recurrió a empréstitos y emitió títulos de deuda, los llamados "vales reales", cuyos poseedores cobraban un interés del 4 % anual, pudiéndolos utilizar como papel moneda.
            La guerra con Inglaterra, iniciada en octubre de 1796, asestó un durísimo golpe a unas finanzas seriamente debilitadas. El ataque británico al comercio con las Indias, y el bloqueo del comercio peninsular, tuvieron como efecto la mengua de los caudales procedentes de América, y la reducción de los ingresos aduaneros, un capítulo importante de las rentas ordinarias del Estado. El responsable de la gestión hacendística, el mallorquín Miguel Cayetano Soler, fue el encargado de buscar solución a los ahogos de las finanzas reales. Estableció una Caja de Amortización con el fin de hacer frente a los prestamos que vencían y poder pagar los intereses de los vales reales, y puso en práctica un proyecto, ya estudiado en otras ocasiones pero nunca puesto en marcha, consistente en desamortizar bienes raíces pertenecientes a instituciones de caridad, como Hospitales, Casas de Misericordia, Casas de expósitos, obras pías, cofradías etc., e imponer el producto de sus ventas al rédito del 3 % en la ya mencionada Caja de Amortización, para poder extinguir los vales reales y devolver los empréstitos contraídos. La denominada, sin demasiado fundamento, "desamortización de Godoy", tuvo una importancia considerable, y su incidencia en el incremento de la conflictividad social más arriba apuntada, no debe ser desdeñada, ya que la red benéfica de la Iglesia quedó prácticamente desmantelada. Richard Herr ha localizado entre 1798 y 1808 un total de 78.428 escrituras notariales que dan testimonio de la deuda que contraía la Corona con el antiguo dueño de la propiedad vendida, o lo que es lo mismo, cerca de 80.000 operaciones en las que después de tasar la propiedad expropiada, subastarla  públicamente, y liquidar su compra, se remitía el dinero a la Caja de Amortización, que debía pasar una renta a ese anterior propietario. Según los cálculos de Herr, las imposiciones alcanzaron una cantidad próxima a los 1.500 millones de reales, lo que da una dimensión, ciertamente considerable, al proceso desamortizador durante 1798 y 1808.
            Sin embargo, el resultado de la desamortización no logró sacar de sus apuros a la Hacienda. A partir de 1806, los titulares de vales reales cobraban sus intereses con mucho retraso, que llegaba a superar el año en 1808, y los funcionarios percibían sus sueldos con meses de demora. Josep Fontana ha calificado la situación de la Hacienda española en las fechas anteriores a la Guerra de la Independencia, de realmente crítica, y es de la opinión que el endeudamiento irreparable a que había llegado el Estado, fue lo que decisivamente contribuyó a llevar a la monarquía absoluta por la senda de su quiebra definitiva.

DESPOTISMO ILUSTRADO EN ESPAÑA

La imagen del rey
            En las monarquías absolutas sólo se participaba en la vida pública en función del monarca, quien personalizaba el poder. Es por esta razón que la imagen del rey no era objetiva, sino políticamente interesada, y las particulares circunstancias del acceso al trono de Carlos III en 1759, y la difícil coyuntura política que se abrió pocos meses después de su muerte en 1788, colaboraron a resaltar los rasgos más sustantivos de su reinado, hasta llegar a transmitir una imagen global positiva de un reinado que, con frecuencia, es calificado de "esplendoroso"[1].
            Carlos III, rey de Nápoles desde 1734, llegó al trono de España por la muerte en agosto de 1759 de su hermanastro Fernando VI sin sucesión, tras una larga y penosa enfermedad. Desde el verano de 1758, el rey Fernando, recluido en Villaviciosa de Odón, pueblo de las proximidades de Madrid, entró en un proceso irreversible de locura que paralizó por completo los asuntos de gobierno, creando un vacío de poder que contribuyó a extender por toda España el clima de desorientación reinante en la Corte[2]. Los doce meses en que la monarquía vivió, de hecho, sin rey, sirvieron para crear un clima expectante en torno al heredero, D. Carlos. De su labor de gobierno en el reino más extenso de Italia se conocían y valoraban en España sus obras urbanísticas y constructoras, como los palacios de Capodimonte, Portici y Caserta, su mecenazgo artístico, que había hecho posible las excavaciones de Herculano y Pompeya, y las reformas fiscales, institucionales y eclesiásticas planteadas que, pese a su moderación, mostraban a un rey reformista, pero prudente y, sobre todo, experimentado en los asuntos de gobierno. Tras un año de incertidumbre, en una Europa enfrascada en la Guerra de los Siete Años, la muerte del rey fue acogida como una liberación, dando paso a la aclamación de D. Carlos como un nuevo mesias capacitado para remediar todos los males.
            Si la imagen positiva de Carlos III comienza a gestarse en el momento mismo del inicio de su reinado, ésta se verá considerablemente reforzada en los instantes inmediatamente posteriores a su muerte, cuando tiene lugar en Francia la explosión revolucionaria de 1789. El profesor Stiffoni ha analizado la utilización propagandística de la figura de Carlos III a través de la numerosa literatura apologética surgida en los años posteriores al fallecimiento del rey, cuya labor reformista, pero prudente y guiada siempre por la virtud y la moral religiosa, era presentada en España, Italia y centro-Europa como alternativa a la vía revolucionaria.
El inicio del reinado
            Desde la muerte de Fernando VI el 10 agosto de 1759 hasta la entrada del nuevo rey en Madrid el 9 de diciembre de ese mismo año, se vivió un largo período de transición en el que se puso de manifiesto la potencialidad del carisma real. Durante los meses de enfermedad de su hermano Fernando, Carlos se mantuvo informado por su embajador e Isabel de Farnesio, su madre, de la situación española, solicitando incluso que los Consejos y la Inquisición le rindieran cuenta de aquellos asuntos graves cuya resolución hiciera precisa la autoridad del soberano. Una vez producido el fallecimiento de Fernando, y hasta su llegada a España, Carlos designó a su madre, que había vivido apartada en La Granja desde la muerte de Felipe V en 1746, como Reina Gobernadora, y dio órdenes para que una escuadra se dirigiera a Nápoles para el traslado de la familia real a la Península.
            Previamente a su salida de Italia, el rey tuvo que resolver los problemas derivados de su sucesión en el reino napolitano, para lo que tomó algunas decisiones personales de dudosa legalidad: inhabilitó a su hijo primogénito, el infante Felipe Pascual, duque de Calabria, deficiente mental; designó a Carlos, su segundo hijo, como heredero al trono de España, pese a que no cumplía la condición de "nacido y criado en España", que Felipe V había establecido para la sucesión; y nombró a Fernando, su tercer hijo, como futuro rey de las Dos Sicilias cuando alcanzara la mayoría de edad, ocupando entretanto las funciones de regente, su ministro y hombre de confianza Tanucci.
            Barcelona fue la ciudad elegida por el nuevo rey para su primera toma de contacto con los españoles. Se trataba de una decisión meditada, pues Carlos III deseaba un mayor acercamiento entra la corona y el Principado tras el largo paréntesis abierto por la Guerra de Sucesión y el Decreto de Nueva Planta. Tras su paso por Barcelona, el viaje se prolongó por Cataluña, Aragón y Castilla, y todo su recorrido se vivió entre aglomeraciones, en un clima de gran exaltación que, por lo general, se produjo en todos los lugares de España donde se festejó la proclamación real, llegando a extremos sólo concebibles en situación de histeria colectiva, como en Níjar, donde se arrojó a la calle el trigo almacenado en el pósito local, o en otros lugares donde se quemaron las cosechas en señal de júbilo, y que la esposa del rey, María Amalia de Sajonia, resumía perfectamente en un párrafo contenido en una carta dirigida a Tanucci: "los pueblos por donde pasamos hacen locuras y aclaman al Rey como su redentor".
            Tras un inicio espectacular y esperanzado, las primeras medidas tomadas por el nuevo rey marcaron el sesgo futuro de su política interior: renovar la burocracia en los altos niveles de la administración, dando mayor presencia a los manteístas en perjuicio de los colegiales mayores; confirmación de la inoperancia de las Cortes; equilibrio entre las Secretarías y el Consejo de Castilla; e introducción de reformas en la administración territorial y municipal.
                                            EL ESTADO Y LA ADMINISTRACION
Manteistas y colegiales
            La administración carlotercerista, si bien mantuvo el organigrama heredado de Felipe V y Fernando VI, conoció un progresivo desplazamiento de los Colegiales Mayores por los manteístas en las Secretarías de Despacho y en el Consejo de Castilla, único de los consejos existentes con competencias administrativas y gubernativas sustanciales.
            A la llegada de Carlos III, el 85 % de los puestos más importantes del entramado administrativo de la monarquía estaban ocupados por antiguos alumnos de los seis Colegios Mayores de las Universidades de Salamanca, Valladolid y Alcalá, miembros por lo general de linajes influyentes, mientras que los licenciados no colegiales, llamados manteístas o golillas, se veían relegados a cargos de menor entidad, tenían mayores dificultades para hacer carrera administrativa, y veían a los colegiales como enemigos, al considerarlos una casta, dotada de un alto espíritu corporativo, cuyos miembros se apoyaban entre sí para copar las cátedras universitarias, y los principales empleos y cargos públicos, sobre todo en los Consejos, de cuyo fortalecimiento los colegiales eran firmes partidarios frente al predominio de las Secretarías.
            Los colegiales estaban vinculados a la Compañía de Jesús, en cuyas instituciones educativas se preparaban antes de ingresar en los Colegios Mayores, por lo que los manteístas midieron por el mismo rasero a jesuitas y colegiales mayores. Si los jesuitas eran enemigos del regalismo, y los colegiales mayores eran partidarios del régimen polisinodial, se comprende que la política de Carlos III estuviera encaminada a expulsar a los jesuitas, y a reducir el peso colegial dando entrada a los manteístas en las cátedras y en los puestos clave de la administración.
Las Cortes y la Diputación permanente
            Entre los gobernantes del siglo XVIII era mayoritaria la opinión que las Cortes no eran el cauce adecuado por el que el reino expresara sus puntos de vista. Si durante el reinado de Fernando VI las Cortes no se reunieron ni una sola vez, Carlos III ordenó convocarlas a fines de febrero de 1760, cuando no habían transcurrido dos meses de su entrada en Madrid. La causa de tal celeridad era debida al deseo del nuevo rey a ver reconocidas por el Reino algunas decisiones tomadas por su propia voluntad, como la incapacitación de su primogénito, o la designación de Carlos Antonio, su segundo hijo, como heredero.
            Reunidas en Madrid durante cinco dias del mes de julio, realizaron el juramento preceptivo con toda normalidad, y los procuradores de las capitales de la extinta Corona de Aragón presentaron al monarca un Memorial, calificado por Enric Moreu Rey como "memorial de agravios", por el que solicitaban una mayor participación de los oriundos de Cataluña, Valencia, Aragón y Mallorca en los cargos políticos y eclesiásticos de la monarquía que, en su opinión, iban mayoritariamente a manos de castellanos. La finalidad de la petición no iba en contra de la política impuesta por Felipe V, ni planteaba algún tipo de nostalgia foral, sino que demandaba el perfeccionamiento del modelo centralizador que debía integrar a todos los súbditos en una comunidad de reciprocidades, sin discriminaciones regnícolas.
            Las Cortes no volvieron a ser convocadas hasta que Carlos IV lo hizo en 1789 para que jurasen al príncipe heredero. En este largo paréntesis de veintinueve años, la Diputación, que representaba a los reinos en el intervalo entre Cortes, sólo fue requerida por el poder ocasionalmente para que apoyara alguna directriz política concreta. Juan Luis Castellano ha detectado la inactividad casi total de la institución representativa durante el reinado de Carlos III, salvo cuando se le solicitó su opinión favorable al expediente de amortización eclesiástica que tramitaba Campomanes en 1766, y para criticar los excesivos privilegios Mesta a partir de 1779, cuando el poderoso Honrado Concejo vio como éstos sufrían recortes sustanciales.
Las Secretarías del Despacho
            La administración central siguió articulada en torno a seis Secretarias, auténticos ministerios con competencias plenas en los ámbitos de la política exterior, la hacienda, el ejército, la justicia, la marina y la política colonial. La incertidumbre creada por la llegada del nuevo rey, del que se sospechaba llevaría a cabo una amplia remodelación ministerial, no estuvo justificada, pues Carlos III, poco proclive a los cambios, mantuvo en sus puestos a los Secretarios heredados de su hermano Fernando, pese a que en su mayor parte eran hombres de edad avanzada, excepto al titular de la vital Secretaria de Hacienda, a cuyo frente fue designado el siciliano Esquilache, hombre trabajador, y que había sido director general de Aduanas en Nápoles.
            El monarca procuró controlar con su autoridad el buen funcionamiento de las distintas Secretarías, con cuyos titulares despachaba asuntos periódicamente de forma individualizada, si bien a los temas de Estado dedicaba únicamente las mañanas, pues las tardes, con la sola excepción del Viernes Santo, las dedicaba a satisfacer su pasión irrefrenable por la caza.
            Hasta 1763, en que Ricardo Wall abandonó las Secretarías de Estado y Guerra, no se produjo cambio alguno. Las razones de la dimisión de Wall estaban en relación con el conflicto que enturbió las relaciones entre Roma y Madrid a partir de 1761. En ese año, el papa Clemente XIII condenó un catecismo publicado en Nápoles con la aprobación del rey, del que era autor un abate francés apellidado Mesenguy, pero Carlos III se negó a retirar el texto de Nápoles y España considerando que se trataba de una intolerable intromisión del pontífice, y exigió un permiso real, el llamado exequatur, para permitir la entrada en España de los breves pontificios. Para ese redoblado esfuerzo regalista era conveniente sustituir a Wall por un decidido partidario de reforzar las regalías del rey frente a Roma. El elegido para esa tarea fue Jerónimo Grimaldi, un genovés al servicio de Carlos III que desarrollaba sus oficios diplomáticos en París, y que fue nombrado responsable de la Secretaria de Estado, mientras que la de Guerra era ocupada por Esquilache quien, al mantener en sus manos Hacienda, controlaba dos ramas decisivas de la administración.
            La presencia de dos italianos en las tres Secretarías más importantes, y su clara posición reformista y regalista, contraria a la influencia que la Compañía de Jesús ejercía en la política a través de los Colegiales Mayores, se vio reforzada en 1765 con el nombramiento del manteísta aragonés Manuel de Roda como Secretario de Gracia y Justicia en sustitución del hasta entonces titular, el fallecido marqués de Campo de Villar, Colegial y pro jesuita.
            Los sucesos de marzo de 1766 en Madrid, conocidos como el motín de Esquilache, fueron el resultado de una conspiración cuyos detalles tendremos ocasión de analizar más adelante, y que explotó los sentimientos populares de xenofobia contra los italianos en el gobierno y la crisis de subsistencia de aquel año. El objetivo era la caída de Esquilache y Grimaldi, y un giro en la política desarrollada hasta entonces por el gobierno. La destitución de Esquilache, arrancada por los amotinados al rey, no sólo no logró variar el signo de una política que pretendía acentuar el regalismo y disminuir el peso de los colegiales, sino que la acentuó. Miguel de Muzquiz, un colaborador de Esquilache, y el general Juan Gregorio Muniain, sustituyeron a éste en Hacienda y Guerra respectivamente.
            Hasta 1777 el equipo gubernamental, formado por un grupo de gentes cohesionadas bajo la dirección del Secretario de Estado, no sufrió cambios relevantes, excepto la sustitución de los fallecidos por otros de la confianza de Grimaldi. Actuando en sintonía con el Conde de Aranda, presidente del Consejo de Castilla, y los manteístas José Moñino y Campomanes, fiscales del mismo Consejo, se profundizó en el regalismo, llevándose a cabo la expulsión de los jesuitas en 1767, presionando en el cónclave para la elección en 1769 de un papa dócil a los intereses de la casa de Borbón, y, finalmente, logrando la extinción de la Compañía de Jesús en 1773.
            Pero en ese año las diferencias entre Grimaldi y el conde de Aranda en materias de política exterior y sus discrepancias sobre el lugar que la aristocracia y los Consejos debían tener en la administración del Estado, rompieron la unidad de acción mantenida hasta entonces. Aranda perdió la presidencia del Consejo de Castilla y fue enviado a París como embajador, pero en torno suyo se fue aglutinando una oposición que se manifestaría contra Grimaldi en 1775, cuando la expedición española enviada a Argel al mando del general O'Reilly, para mantener a raya las incursiones argelinas, fracasó estrepitosamente.
            Los ataques a Grimaldi, convertido por sus oponentes en responsable del desastre de Argel, consiguieron su dimisión a fines de 1776, pero la Secretaría de Estado no fue confiada a Aranda, que la pretendía, sino a José Moñino, un manteísta, flamante conde de Floridablanca por sus gestiones como embajador en Roma. A primeros de 1777, Floridablanca se hacía cargo de la Secretaría de Estado sustituyendo a Grimaldi, al mismo tiempo que desaparecían de la escena política otros dos grandes políticos del siglo: Tanucci en Nápoles y Pombal en Portugal.
            Con Floridablanca se fortalecieron definitivamente las Secretarias del Despacho y, muy especialmente, la de Estado, convertido su titular en una especie de primer ministro de la monarquía. Los secretarios acapararon el funcionamiento administrativo, quedando los Consejos relegados más que nunca a organismos honoríficos. El poder de Floridablanca hasta la muerte de Carlos III se fue incrementando progresivamente: en 1782, a la muerte de Manuel de Roda, el propio Floridablanca asumió la Secretaría de Gracia y Justicia. Pero la culminación de este proceso se produjo en 1787 con la creación de la Junta Suprema de Estado, considerada por José Antonio Escudero como "el origen del Consejo de Ministros".
            A lo largo del reinado de Carlos III el Secretario de Estado coordinó esporádicamente reuniones de los responsables de otras secretarías, y la puesta en marcha de la Junta vino a institucionalizar este tipo de sesiones y la preeminencia del responsable de Estado, quien las presidía en la sede de su departamento al menos una vez por semana.
            Esta reglamentación contó con la firme oposición de Aranda, que abandonó la embajada en París el mismo año 1787,  trasladándose a Madrid, desde donde redobló sus esfuerzos por debilitar la posición política de Floridablanca haciendo una apología del régimen polisinodial, arrinconado por el auge de las Secretarías.
Los Consejos
            Ante la potenciación de las Secretarías de Despacho, los Consejos se mantuvieron postergados, excepto el de Castilla que cobró gran vitalidad en lo concerniente a la administración del reino, si bien era un organismo más judicial que político. Pese a todo, Carlos III siempre prefirió despachar con los titulares de las Secretarías, y estudiar los expedientes del Consejo con cada uno de ellos, lo que significaba la subordinación del alto organismo consultivo a los secretarios.
            La composición en 1759 del Consejo de Castilla era de mayoría colegial, pero ésta fue variando con la progresiva designación de letrados manteístas para ocupar las vacantes de Consejeros que se producían por fallecimiento. Si bien su presidente desde 1766 hasta 1773 fue el conde de Aranda, un militar Grande de España, los importantes puestos de fiscales, cuya misión era defender los intereses de la Corona, fueron ocupados por manteístas sobresalientes, como Pedro Rodríguez de Campomanes y José Moñino.
            Campomanes era un abogado asturiano, aficionado a la historia, el griego y el árabe, cuyo fervor regalista y su inteligencia fueron decisivos en su carrera. Según Laura Rodriguez, Campomanes inició su carrera como asesor de Correos en 1755, pasando cinco años más tarde al Consejo de Hacienda, y desde 1762 a Fiscal de lo civil del de Castilla, cargo que abandonaría en 1783 para ocupar el puesto de gobernador de ese mismo Consejo. Moñino, futuro conde de Floridablanca, era un abogado manteísta murciano. Para su biógrafo, Juan Hernández Franco, Moñino era, al igual que Campomanes, un decidido regalista, y ocupó la segunda fiscalía del Consejo de Castilla en 1766 para colaborar con Campomanes en su tarea de fortalecer al Estado. Ambos dirigieron los momentos más decisivos de la acción antijesuítica desarrollada por la corona a partir de 1766: Campomanes condujo la pesquisa reservada que debía probar la responsabilidad de la Compañía en el motín de Esquilache, redactó el dictamen fiscal favorable a su extrañamiento, y planeó con sumo detalle la expulsión; Moñino pasó en 1772 a Roma como embajador con la misión exclusiva de lograr del papa la extinción definitiva del instituto ignaciano, considerado como el mayor enemigo de las regalías de la corona.
            Los restantes Consejos mantuvieron una existencia más teórica y honorífica que real. El Consejo de Estado siguió teniendo un carácter poco menos que ornamental; el Consejo de Guerra conoció en 1773 retoques en su composición, buscando mayor coordinación con el ministro del ramo, que pasó a formar parte del Consejo en razón de su cargo, como su decano; y el Consejo de Hacienda también sufrió modificaciones en 1761, trasvasándose competencias a Esquilache, por entonces titular de la Secretaría de Hacienda, y dispuesto a controlar más férreamente la percepción de rentas y en la incorporación al Real Patrimonio de señoríos enajenados, labor en la que colaboró Francisco Carrasco, fiscal del Consejo de Hacienda y hombre de confianza del ministro siciliano.
            El esquema ministerial era criticado por quienes consideraban excesivo el peso de los aspectos gubernativos sobre los de procedimiento, calificando de "despótico" el poder alcanzado por las secretarías. El conde de Aranda encabezaba esta oposición, y sus propuestas iban encaminadas a que los Consejos, tras ser convenientemente revitalizados, actuaran como organismos censores de la gestión de los ministros, además de ejercer su tradicional papel de dictaminar sobre los asuntos importantes del quehacer político.
La administración territorial
            En la administración de justicia, que se efectuaba a través de las Chancillerías y Audiencias, se vivió también la mayor presencia de manteístas como oidores, fiscales y alcaldes del crimen. Desde la llegada de Carlos III a España, y más intensamente desde 1766, se procuró promover a los puestos de magistrados a manteístas de los que se tuviera información fidedigna de su hostilidad hacia la Compañía de Jesús. Pedro Molas, buen conocedor de las transformaciones experimentadas por la magistratura española durante el reinado de Carlos III, ha detectado en el conjunto de tribunales de la Monarquía una orientación desde 1760 favorable al nombramiento de magistrados contrarios a los jesuitas, que se acentuó con la llegada en 1762 de Campomanes a la fiscalía civil, y que ya fue claramente hostil hacia los colegiales mayores desde que Manuel de Roda se hizo cargo en 1765 de la Secretaría de Gracia y Justicia.
             La Intendencia, revitalizada como vimos por Ensenada en 1749, vio recortada sus facultades en 1766. Según las ordenanzas de 1749, el Intendente ocupaba a su vez el corregimiento de la capital, aspecto éste que no era bien visto por el Consejo de Castilla, puesto que el supremo tribunal era el que elevaba al rey las propuestas para el nombramiento de corregidores, y el Intendente, por el contrario, lo era por las Secretarías de Guerra y/o Hacienda. Desde el Consejo, y con su fiscal Campomanes al frente, se pedía un menor peso del modelo gubernativo, ya que la Intendencia, con corregimiento incorporado, suponía una notable pérdida en la intervención política del Consejo, al estar el Intendente exonerado del juicio de residencia, y utilizar la vía reservada con las Secretarías de Hacienda y Guerra. Aduciendo las excesivas competencias que el Intendente poseía por las ordenanzas de 1749, imposibles de abordar adecuadamente en opinión de Campomanes, como lo demostraban los problemas de abastecimiento que habían provocado los motines de 1766, Carlos III accedió en noviembre de ese mismo año a separar los intendentes de los corregimientos, cuyas vacantes pasarían a cubrirse con caballeros o letrados propuestos por el Consejo de Castilla. La acción de los responsables de las veintiséis intendencias en que se hallaba dividida España quedó circunscrita solamente a cuestiones hacendísticas y de suministros al ejército.
            El segundo elemento de la administración territorial, los corregimientos, de exclusiva competencia del Consejo de Castilla, excepción hecha de aquellos que estaban servidos por gobernadores militares, dependientes de la Secretaría de Guerra, conocieron una profunda remodelación en sus funciones y normativa. El responsable de la reforma corregimental fue Campomanes quien, tras un laborioso proceso, logró entre 1781 y 1788 los cambios legislativos oportunos. El propósito de la reforma era profesionalizar la carrera corregimental, haciéndola atractiva para letrados capacitados, que serían seleccionados por el Consejo de Castilla mediante determinadas pruebas y a la vista de su curriculum personal. Para lo primero, se amplió la duración del cargo de tres a seis años, se incrementó el sueldo, y se creó un escalafón que ofreciera estímulo, y que dividía a los corregimientos en tres escalas: una inferior o de entrada, una intermedia, y una superior, desde la cual el letrado podía seguir ascendiendo como magistrado de Audiencia o Chancillería, y llegar, en la culminación de su carrera, a los Consejos.
            La reforma corregimental formaba parte de un conjunto reformista más ambicioso, que tenía como centro la vida municipal.
La administración municipal
            El profesor González Alonso describió, con tonos sombríos, la situación del municipio a la llegada de Carlos III: a su debilidad política y difícil situación económica "se sumaba la exigua o nula participación de los vecinos en los asuntos municipales, dirigidos, sobre todo en las grandes ciudades, por una oligarquía poco menos que impenetrable". 
            Los motines de la primavera de 1766 en toda España habían tenido su origen en la crisis de subsistencia, siendo demostrativos de que la política de abastos no había funcionado. Con el fin de evitar nuevas algaradas, se creyó necesario efectuar ciertas remodelaciones en los ayuntamientos que garantizaran el mantenimiento del orden municipal. Estas reformas no tenían un objetivo democratizador, pese a abrir un proceso electoral al que más tarde nos referiremos, ya que mantenían el orden municipal establecido de regidores vitalicios, sino que intentaban reducir tensiones en la gestión municipal dando entrada a gentes ajenas a las oligarquías que habían controlado tradicionalmente las regidurías, y al otorgar un lugar político al común de vecinos se canalizaba más adecuadamente el malestar social.
            Las reformas municipales giraron en torno al Auto Acordado de 5 de mayo de 1766 y a la Instrucción de 26 de junio de ese mismo año, legislación cuyo contenido conocemos bien gracias a los trabajos de Javier Guillamón. El Auto Acordado creaba la figura de los Diputados del Común, en número de cuatro para aquellas poblaciones que superaran los 2.000 vecinos, y de dos con un número de vecinos menor. Estos Diputados tendrían voz y voto en el ayuntamiento, junto a los regidores, en todos aquellos asuntos relacionados con el abasto. También se creaba la figura del Síndico Personero del Común, uno en cada población, con voz pero sin voto en la corporación, siendo su función la de "proponer todo lo que convenga al Público generalmente", es decir, instando en todo aquello que pudiera redundar en ventajas al Común. Las medidas citadas se completaron en 1768 con la creación de la figura del Alcalde de Barrio, que en principio debía circunscribir sus funciones a Madrid, y que posteriormente se extendió a otros municipios españoles. Su objeto, como ha señalado Enrique Martínez, era permitir un mayor control de la población, llevando relaciones de la población residente en su barrio, y vigilando mesones y posadas, y prestando atención a todo lo que tuviera relación con el mantenimiento del orden público.
            La Instrucción de junio de 1766 detallaba la modalidad de elección que debía seguirse para cubrir los cargos, establecía el régimen de incompatibilidades de los nuevos cargos con los regidores y sus familias, y perfilaba sus competencias. La elección de los Diputados y Síndico debía realizarse anualmente por parroquias, siendo electores todos los vecinos "seculares y contribuyentes". La elección no era directa, pues en una primera votación tan sólo eran elegidos los comisarios electores quienes, en una segunda votación, elegirían en el Ayuntamiento a los Diputados y Síndico.
            La Instrucción desarrollaba con detalle las competencias de los Diputados del Común: los abastos en primer lugar, pero también todo aquello conducente a garantizar el libre comercio de los productos de primera necesidad, además de fiscalizar el origen y destino de las rentas que el municipio recaudaba de sus propios y arbitrios.       
            La creación de estos nuevos cargos preocupó a los regidores, a quienes molestaba la intromisión de vecinos electos en un terreno tan sensible a las competencias municipales como los abastos. Sin embargo, el seguimiento de las elecciones efectuado en distintos lugares ha demostrado que las preocupaciones iniciales eran infundadas, ya que los regidores lograron capitalizar el proceso electoral sin excesivas dificultades, y  las tensiones e incidentes que jalonaron las relaciones entre los regidores y Diputados y Síndico Personero  giraron siempre en torno a cuestiones protocolarias o competenciales, sin que llegase a cuestionarse en ningún momento el marco social y político del régimen municipal borbónico. Desde el punto organizativo y de control, las reformas de 1766 supusieron un mecanismo corrector al encuadramiento político tradicional, cuyo alcance se mantuvo siempre en los límites previstos por los legisladores.
                                                        LA POLITICA INTERIOR
            Las expectativas creadas por la llegada de Carlos III al trono en 1759 se debían al hecho poco frecuente de que el nuevo rey contara con una larga experiencia político-reformista adquirida en Nápoles. La primera parte de su reinado no defraudó a los que esperaban cambios en la política interior, reflejados sobre todo en la hacienda y en la liberalización de la vida económica. Los acontecimientos de la primavera de 1766, cuando en la Corte y en otros muchos lugares de España estallaron graves motines, acentuaron algunas líneas esbozadas en los primeros años: se fortaleció el poder de los grupos manteístas y se ahondó en el control de la iglesia española expulsando a los jesuitas, cuyas propiedades fueron confiscadas. La caída de Grimaldi en 1776 como consecuencia de la desafortunada expedición a Argel de 1775, abrió una última etapa protagonizada por Floridablanca, en la que las reformas se estancan, y donde la pugna entre el nuevo Secretario de Estado y el conde de Aranda se prolongaría hasta los primeros años del reinado de Carlos IV.
La primera etapa reformista
            El período comprendido entre 1759 y 1766 estuvo caracterizado por el espectacular ascenso de Esquilache, hombre fuerte del equipo ministerial, la aplicación de las tesis de Campomanes sobre la libertad del comercio de granos y la abolición de la tasa, y la exposición de sus tesis contra la amortización eclesiástica.
            Esquilache, al frente de la Secretaría de Hacienda, reinició la política que había quedado frenada tras la caída de Ensenada en 1754, necesaria, por otra parte, para hacer frente a las necesidades planteadas por la entrada de España en la Guerra de los Siete Años en 1761. Su propósito de proseguir con el proyecto ensenadista de crear en Castilla una única contribución basada en el Catastro, dio como resultado la creación en 1760 de una Junta de Única Contribución, que no prosperó. Miguel Artola considera que la decisión de la Junta de proceder a la revisión de los datos catastrales obtenidos con tanto esfuerzo seis años antes, "induce a pensar en una decidida intención de llevar el proyecto a una vía muerta". El segundo frente de la actividad de Esquilache estuvo en las haciendas locales, cuyo control era indispensable para poner orden en el enmarañado sistema recaudatorio, el cual daba escasos rendimiento para la Hacienda real. La gestión que en los ayuntamientos se hacía en materia de propios y arbitrios resultaba necesaria por las numerosas desviaciones que sufría lo recaudado, como fondos que se destinaban a fines no autorizados y usurpaciones de bienes comunales por las oligarquías locales. Con la creación de la Contaduría General de Propios y Arbitrios, vinculada a la Secretaría de Hacienda, se intentó reformar la situación de las haciendas municipales, y hacerlas rentables para el Estado. Se inició una investigación sobre los propios de cada pueblo, los arbitrios que usaba y la finalidad de lo recaudado, al mismo tiempo que se facultaba a los Intendentes para vigilar de cerca la administración de las haciendas locales.
            La oposición de la oligarquía castellana a estas reformas, que afectaban a un sistema fiscal que les beneficiaba, y a la razón misma de su poder en los municipios, sirvió para iniciar una campaña de desprestigio hacia Esquilache, calificado de hombre "despótico", y cuya condición de extranjero fue hábilmente utilizada como recurso xenófobo para inclinar a la opinión pública en su contra. 
            La otra gran medida reformista tomada en los primeros años del reinado, fue la abolición en 1765 de la tasa que regulaba el precio del trigo, una decisión controvertida pues el mercado de grano había estado siempre regulado por una legislación paternalista que impedía que en épocas de escasez el precio superara la barrera impuesta por la tasa. Frente a esta opción intervencionista, en toda Europa se iba abriendo camino, con más o menos dificultad, la opción liberalizadora de quienes confiaban en que el libre comercio y los precios no intervenidos estimularían la producción, ajustarían el mercado y evitarían los sobresaltos que se vivían en épocas de mala cosecha. Campomanes, fiscal del Consejo de Castilla, era partidario de esas tesis liberalizadoras. La pésima cosecha de 1763 y sus efectos negativos en Castilla le llevó a proponer la abolición de la tasa, de acuerdo con el ministro Esquilache. La hipótesis de Campomanes se basaba en su convicción de que la liberalización estabilizaría los precios, pues en los años de buena cosecha las abundantes compras que haría los comerciantes y el recurso a la exportación impedirían un fuerte descenso del precio, mientras que en los años de escasez, la subida del precio quedaría mitigada por la reventa del grano almacenado y por la importación. La idea de que el "buen precio" fomentaría la producción no tuvo los efectos esperados ni a corto ni a largo plazo. A corto plazo, porque la mala cosecha de 1765 disparó los precios; a largo plazo, porque la estructura de la agricultura española no permitió que los excedentes sobre el consumo fueran relevantes, beneficiando más a los rentistas que a los productores directos.
            En 1765, Campomanes publicó su "Tratado de la Regalía de Amortización", donde se hacía una llamada al intervencionismo del Estado para enfrentarse al hecho de que una parte importante de la tierra cultivable se encontraba en manos de Iglesia y de la nobleza, y que la amortización de sus propiedades era un obstáculo esencial al desarrollo agrario. En la tesis básica de su obra, Campomanes defendía la facultad del rey para impedir o limitar la adquisición de bienes raíces por la Iglesia, lo que provocó no poca inquietud entre los grupos privilegiados, que se sintieron amenazados por las propuestas del fiscal manteísta. La publicación coincidía con las alegaciones fiscales presentadas en junio de 1765 por el propio Campomanes y el Fiscal del Consejo de Hacienda Francisco Carrasco apoyando una ley que evitara que siguieran creciendo las manos muertas con nuevas adquisiciones, un proyecto que sería desestimado por la mayoría del Consejo que seguiría las tesis del Fiscal de lo criminal Lope de Sierra, próximo a los intereses de la Iglesia[3]                   
            La legislación para la reforma de la propiedad, no obstante, fue muy tímida, teniendo en cuenta la elevada concentración de propiedad amortizada y colectiva  -- los 2/3 de la tierra en Castilla -- y su incidencia negativa en el nivel productivo. La propiedad nobiliaria era muy importante en la mitad sur de España, con porcentajes en torno al 70% de la superficie en sus manos en Sevilla o La Mancha, y del 50% en Extremadura. Algo menor era la propiedad eclesiástica, pero sus tierras eran de mayor calidad y mejor aprovechadas. Las tierras de propiedad colectiva, formada por baldíos, comunales y propios, suponían, según Richard Herr, "la porción más importante del territorio español vinculado". Mientras que los baldíos, o tierras realengas, eran de titularidad real, las comunales eran tierras propiedad del municipio de uso común por los vecinos, y las de propios eran tierras, también municipales, que se cedían en arriendo, y cuyas rentas pasaban a formar parte de los ingresos de la hacienda local.
            El trato recibido por la legislación reformista fue muy distinto en cada caso. La propiedad nobiliaria no sufrió modificación alguna, mientras que la eclesiástica sólo se vio afectada en 1767 en lo concerniente a las propiedades de la Compañía de Jesús, que fueron confiscadas. Sí se actuó con mayor decisión sobre la propiedad colectiva, ya que no afectaba los intereses de los estamentos privilegiados: se cedieron baldíos para el asentamiento de colonos en las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena; se repartieron tierras concejiles para que accedieran a la propiedad labriegos y jornaleros que carecían de ella; y se estimuló el reparto de las tierras de propios en arriendos perpétuos. En la práctica los efectos de esas medidas fueron limitadas. Felipa Sánchez Salazar ha mostrado el fracaso de los repartos por la resistencia de los poderosos, y por la falta de capitales que impedía a los jornaleros explotar adecuadamente sus lotes, mientras que los arriendos perpetuos de los propios fueron monopolizados por los elementos más poderosos de los pueblos.
            El malestar popular, unido a quienes se sentían disgustados por la presencia de extranjeros como Esquilache y Grimaldi en puestos claves de gobierno, y a la política de reformas auspiciadas por manteístas como Campomanes, derivó en el motín de la primavera de 1766 que, como ha escrito Dominguez Ortiz, "marca un hito importante en la política interior española, aunque en realidad lo que hizo fue agudizar tendencias ya latentes".
El motín de Esquilache y la expulsión de la Compañía de Jesús
            Los graves tumultos acontecidos en Madrid entre el 23 y el 26 de marzo de 1766, conocidos como "motín de Esquilache", surgieron en un ambiente de descontento popular, propiciado por las malas cosechas, la carestía de productos de primera necesidad, la presión fiscal, y por disposiciones que menospreciaban usos y costumbres tradicionales, como el bando promulgado el 10 de marzo por el que se prohibía el uso de las capas largas y los sombreros de ala ancha, convertido en detonante de los sucesos.
            El Domingo de Ramos, 23 de marzo, por la tarde, grupos de madrileños se reunieron en la Plaza Mayor profiriendo gritos contra Esquilache y el elevado precio del pan, desde donde se dirigieron a la casa del ministro de Hacienda y Guerra, que fue saqueada, apedreando más tarde las casas de Grimaldi, del arquitecto Sabatini, y destrozando farolas y carruajes. El 24 por la mañana, la situación de gravó al dirigirse varios miles de personas hacia el Palacio Real, frente al cual tuvieron lugar violentos choques con la Guardia Walona, con escenas de inusitada crueldad, muriendo acuchillados o golpeados diez soldados y siendo arrastrados sus cadáveres por las calles. Las propuestas hechas por representantes del rey ofreciendo anular el bando y rebajar los precios, no lograron dispersar a la multitud que exigía la dimisión de Esquilache y la comparecencia del rey ante los amotinados. Pese a las recomendaciones de reprimir drásticamente el motín hechas por el duque de Arcos y el Comandante General de Artillería, Carlos III optó por salir al balcón de palacio y acceder al programa de los rebeldes: destierro de Esquilache, considerado por los amotinados "azote tremendo de España" y "monstruo lleno de avaricia"; extinguir el cuerpo extranjero de guardias walonas, rebajar el precio de los artículos de primera necesidad; y abolir el bando sobre capas y sombreros.
            Durante la noche del mismo día 24 Carlos III abandonó Madrid, dirigiéndose a Aranjuez, y durante los dos días siguientes, los amotinados ocuparon la capital temiendo una contundente represión del monarca, que no se produjo al hacerse cargo del orden público el nuevo presidente del Consejo de Castilla, el conde de Aranda.   
            Estos acontecimientos han sido interpretados de manera diversa, pero hoy no hay duda que en ellos se mezclaron causas económicas y reivindicaciones políticas. Teófanes Egido, que ha estudiado los muchos pasquines, panfletos y sátiras aparecidos en Madrid en los días anteriores al estallido del motín, ha encontrado tantas recriminaciones de carácter económico, como de índole política, en las que se denunciaba la anulación del soberano por la prepotencia de despóticos ministros extranjeros, la opresión que sufría la Iglesia, o la ruina de la economía española a que conducía la política del italiano Esquilache. Laura Rodriguez ha señalado que "en los sucesos de Madrid nos hallamos ante un tipo de motín en el que la masa ha sido utilizada como instrumento de presión por elementos externos a ella, con unos fines políticos determinados". La utilización de resortes eficaces, como la carestía o la xenofobia contra los italianos, manejados por grupos de la aristocracia y colegiales para frenar las reformas y la cada vez mayor presencia de manteístas en la alta administración, no tuvo el éxito esperado por sus instigadores, dando lugar a la expulsión de los jesuitas y a la ofensiva contra los Colegios Mayores.
            Los sucesos de Madrid y el éxito que en algunas de sus reivindicaciones obtuvieron los rebeldes madrileños, actuaron como precedente y catalizador de una serie de motines de subsistencias que afectaron a más de un centenar de poblaciones dispersas por toda la geografía española en una reacción en cadena, en la que no sólo se exigía el abaratamiento del trigo, sino que se ponían de relieve las muchas reivindicaciones populares que existían ya desde antes. En el País Vasco, los amotinados se armaron y actuaron con violencia, aterrorizando a los nobles y al clero, a quienes se les coaccionó para que aceptaran reducciones en las rentas y el diezmo; en Zaragoza se saqueó la casa del Intendente, al que se consideraba culpable de los precios elevados, sin que interviniera la guarnición de la ciudad; y en Valencia la protesta popular, además de dirigirse contra el precio excesivo de los comestibles, se canalizó hacia los derechos señoriales, considerados como la causa última de sus penurias.
            Carlos III y su equipo de gobierno desearon fervientemente descubrir quienes eran los responsables últimos de los motines y de toda la literatura clandestina que los acompañó, sobre todo en la Corte. La investigación, dirigida en secreto por el fiscal Campomanes, con la ayuda de Manuel de Roda, Secretario de Gracia y Justicia, estuvo encaminada a probar la participación de la Compañía de Jesús como instigadora de los tumultos de Madrid, presentándolos como enemigos de la institución monárquica. Pese a que ninguno de los testimonios recogidos en la "pesquisa secreta" entre personas hostiles a los jesuitas probaba fehacientemente la participación corporativa de la Compañía, Campomanes concluyó en su dictamen fiscal presentado la nochevieja de 1766, "ser los jesuitas en España e Indias el fomento y el centro de la disensión y del desafecto", proponiendo su expulsión al igual que se había llevado a cabo en Portugal y Francia en 1759 y 1763 respectivamente.
            Las razones que condujeron a que Carlos III firmara el decreto de expulsión eran, sobre todo, de índole política, aunque también influyeron razones económicas y sociales. La conexión con los colegiales mayores, poco proclives a la creciente presencia manteísta en los Consejos y Secretarías y al predominio de ministros italianos en el equipo ministerial, y las posiciones antirregalistas que mantenía la Compañía, afecta a la Corte de Roma, eran los argumentos que hacían aconsejable el extrañamiento de los jesuitas. Pero la posibilidad de que revirtieran a la Corona sus muchas e importantes propiedades rústicas y urbanas también influyó, puesto que la pena de extrañamiento comprendía un doble castigo: el destierro y el despojo de todos los bienes temporales. No menos importantes fueron las posturas antijesuíticas de las restantes órdenes religiosas, en especial agustinos y dominicos, que tradicionalmente habían pugnado con los jesuitas por el control de las cátedras universitarias, y que se alinearon junto a Campomanes y Roda en 1767, cuando se hizo efectiva la expulsión.
            El proceso preparatorio se llevó a cabo con total sigilo. Campomanes escogió aquellos miembros del Consejo regalistas y antijesuitas para formar con ellos un Consejo Extraordinario, marginando a los colegiales projesuitas, que a fines de enero de 1767 elevó una consulta al rey razonando la necesidad de la expulsión. Carlos III firmó el decreto correspondiente el 27 de febrero, y en la noche del 31 de marzo al 1 de abril se realizó el arresto simultáneo de todos los jesuitas en sus colegios y residencias de España, enviándolos seguidamente a los puertos de Cartagena, Salou, Puerto de Santa María y Santander para su embarque a los Estados Pontificios, siguiéndose un procedimiento similar con los jesuitas de América y Filipinas. Tras navegar por el Mediterráneo durante cinco meses en condiciones muy duras, al negarse el papa Clemente XIII, disgustado con Carlos III, a permitirles la entrada en su territorio, los jesuitas fueron desembarcados en Córcega, y meses después pasaron a distintas ciudades de Italia donde muchos de ellos desarrollaron una sobresaliente labor intelectual, estudiada por Miguel Batllori.
Las reformas interiores hasta la caida de Grimaldi
            Desde la desaparición de Esquilache, el Consejo de Castilla compartió con las Secretarías el protagonismo de la vida política española. Al frente del Consejo, como su presidente, se situó el conde de Aranda, un militar aragonés que ocupaba la Capitanía General de Valencia, para que restableciera la paz y regresaran las cosas al orden natural, conmocionado por los sucesos de 1766. Pero quienes llevaban la iniciativa política eran los fiscales del Consejo, los manteístas Campomanes y el recién incorporado José Moñino, designado para ese puesto en agosto de 1766.
            Su acción política más acusada se dirigió a fortalecer el regalismo, y con él el control de las universidades, reduciendo el peso de los Colegios Mayores, semillero de cargos en la alta administración civil y eclesiástica.
            En la política regalista, además de iniciar las gestiones en Roma para lograr la extinción de la Compañía de Jesús, destacaron el proceso del obispo de Cuenca, y la cuestión del llamado "Monitorio de Parma". En 1769, el obispo de Cuenca, el colegial Isidro de Carvajal y Lancaster, protestó por los proyectos de Campomanes de atajar la amortización eclesiástica, indicando que de proseguir ese camino "España corría a la ruina", recibiendo por ello una dura reprimenda de Aranda, advirtiéndole que su actitud podía ser relacionada con los motines que habían acontecido en coincidencia con sus manifestaciones. El otro asunto polémico tenía como centro el ducado de Parma, regido por Felipe de Borbón, hermano menor de Carlos III. En el pequeño estado italiano, las inmunidades eclesiásticas eran un serio problema económico, pues la proporción de eclesiásticos era de 1 por cada 80 laicos. Las peticiones de Parma a la Santa Sede para que permitiera que los eclesiásticos no gozaran de inmunidad hasta su promoción al subdiaconato, encontró la oposición de Roma, y ante la falta de flexibilidad del papado, Parma decidió aplicar un programa regalista radical, que en el período comprendido entre 1764 y 1768 desamortizó los bienes de la Iglesia, obligó al clero a tributar, reformó la universidad y expulsó a los jesuitas. España apoyó a Parma, fortaleciendo los lazos familiares al casar al heredero español Carlos con su prima hermana Maria Luisa. La respuesta de Roma fue la publicación de un breve papal en enero de 1768, conocido como "Monitorio de Parma", por el que excomulgaba al duque Fernando, hijo de Felipe, ya fallecido, y a sus ministros. La irritación entre los regalistas españoles con el papa fue grande, y Grimaldi logró que se prohibiera en España el Monitorio y se implantara el exequatur antes de permitir la difusión en los territorios de la monarquía de los documentos pontificios.
            Los otros dos focos de atención regalista, la universidad y los Colegios Mayores, fueron atendidos por Manuel de Roda, responsable, desde su Secretaría de Gracia y Justicia, de los temas educativos. La universidad debía ser una institución al servicio del regalismo y desde la que se debía exaltar al poder regio, sin permitir disidencias, y a ello, más que a la mejora de los planes de estudio, se encaminó la reforma; la de los Colegios Mayores, por otra parte, era imprescindible para los manteístas en el gobierno, pues desde ellos se había nutrido tradicionalmente la alta administración española.
            Como complemento y ayuda al control de la universidad y al desmantelamiento de los Colegios Mayores[4], el gobierno aprovechó la masa de edificios y propiedades dejados vacantes por los jesuitas. Obispados y organizaciones educativas asistenciales se posesionaron de gran parte de los edificios, mientras que las tierras fueron adquiridas en subasta por los sectores dominantes de la sociedad.
            Finalmente, en este período hubo una preocupación por el estado de la agricultura. El principal proyecto reformista del siglo fue el "Expediente de la Ley Agraria", iniciado tras los motines de 1766, y que pretendía diagnosticar los males de la agricultura española para darles posterior remedio. Para cumplir ese objetivo se recopiló una gran cantidad de información procedente de la corona de Castilla, pues se consideraba que la situación de la corona de Aragón no era tan preocupante. Según Margarita Ortega se recabaron informes sobre los aspectos considerados más negativos de la realidad rural castellana: la utilización de la propiedad amortizada, tanto de mayorazgos como de "manos muertas"; el reparto de los comunales y baldíos; los contratos agrarios; y los conflictos con la ganadería. La información mostraba el elevado grado de conflictividad existente en el seno de la sociedad rural, y señalaba atinadamente cuáles eran sus males, pero atajarlos suponía cuestionar el orden social imperante, y el "Expediente" no culminó el Ley Agraria. En 1771, un resumen de la gran cantidad de información recopilada fue impreso con el título "Memorial Ajustado para una Ley Agraria", utilizado por Jovellanos en 1794 para su famoso "Informe en el expediente de Ley Agraria", en el que el ilustrado gijonés defendía una doble vía para restablecer la agricultura: permitir el acceso a la propiedad, creando una amplia capa de propietarios medios, y acabar con la amortización de la propiedad "por ser contraria a la economía civil", opciones que requerían un nuevo marco socio-político y que, en consecuencia, fueron heredadas por nuestros liberales del siglo XIX.
            El ciclo reformista fue perdiendo impulso a causa de las diferencias crecientes entre la concepción que de la monarquía tenía el conde de Aranda y sus partidarios del llamado "partido aragonés", y las del grupo manteísta.
            Aranda era un aristócrata, varias veces Grande de España, y decidido partidario de una monarquía estamental, en la que la nobleza, representada en unos Consejos con más amplias competencias, gobernase España. Los manteístas eran opuestos a que la nobleza actuara en calidad de órgano moderador del poder real. Si bien Aranda era partidario de las reformas, discrepaba que fueran personas ajenas a la aristocracia, como Campomanes, o extranjeros, como Grimaldi, quienes las implantaran. Esas discrepancias le condujeron a ser separado de la presidencia del Consejo de Castilla en 1773, tras un intenso y largo enfrentamiento con Campomanes, y enviado al exilio diplomático de la embajada de España en París, donde permanecería hasta 1787.
            Desde 1773, los partidarios de Aranda y sus ideas se lanzaron a una campaña, de cuyos entresijos ha dado cuenta Teófanes Egido, para lograr que el conde aragonés regresara a España y ocupase la Secretaría de Estado de la que Grimaldi era titular. La gran ocasión surgió en 1775, a raíz del estrepitoso fracaso del ejército expedicionario español a Argel, comandado por Alejandro O'Reilly, un irlandés, al que Grimaldi, otro extranjero, le había dado el mando de la operación. Nuevamente la xenofobia fue utilizada en una masiva producción clandestina[5] que exigía el cese de Grimaldi y su sustitución por Aranda, cuyas características personales y políticas eran convenientemente mitificadas por sus partidarios.
            Si bien los ataques contra Grimaldi lograron su cese en noviembre de 1776, no fue Aranda el que accedió a la importante Secretaría de Estado, sino el manteísta José Moñino, ahora conde de Floridablanca. La pugna entre Aranda y el nuevo Secretario de Estado marcaría la última etapa del reinado de Carlos III.
La pugna Floridablanca-Aranda
            Con Floridablanca el impulso reformista perdió fuerza. Su inclinación a apoyarse en los ambientes más tradicionales, y los recelos que las ideas ilustradas le provocaban, influyeron en ello. Un ejemplo de su actitud poco dada a los cambios fue su decisión de arrumbar definitivamente el proyecto de Unica Contribución, sustituido por una denominada "contribución de frutos civiles" que no suponía variación alguna del anticuado y enmarañado sistema fiscal castellano.
            Sus mayores logros fueron la liberalización del comercio con América desde 1778, y la fundación del Banco de San Carlos en 1782. La libertad de comercio supuso una nueva etapa en las relaciones mercantiles entre la metrópoli y sus colonias, y la supresión, por innecesaria, de la Casa de Contratación. La creación del Banco de San Carlos en 1782, tras una larga etapa de proyectos, tenía como finalidades financiar el comercio con América, y sostener el Real Tesoro en tiempo de guerra sin tener que exigir impuestos extraordinarios ni acudir a onerosos empréstitos. Pero su política de reforzar las Secretarías, y la creación de la Junta Suprema de Estado como su órgano coordinador, chocaba con las concepciones del conde de Aranda y su partido en la oposición.
            Para el conde de Aranda, el excesivo fortalecimiento de las Secretarías suponía una subversión del orden tradicional de la monarquía, al quedar los Consejos anulados y recibir el titular de la de Estado un margen desmedido de facultades. Aranda tenía su propia opinión de cómo debía gobernarse España y el papel político más activo que debía jugar la nobleza.
            Ya que sus planteamientos no tuvieron eco en Carlos III, Aranda lo buscó en el Príncipe de Asturias quien, en 1781, solicitó al todavía embajador en París un "plan de lo que debiera hacer en el caso (lo que Dios no quiera) de que mi padre viniese a faltar". La respuesta de Aranda fue su largo "Plan de gobierno para el Príncipe", que resumía sus ideas sobre la estructuración político-administrativa de la monarquía. Según su proyecto debía haber Secretarías, pero por encima de ellas debían situarse, además del rey, un "ministro confidente" o primer ministro, sin estar vinculado a ninguna Secretaría, que debía vigilar "el cumplimiento de los otros, trabaja, discute con ellos, dirige las especies para enterar al rey de sus circunstancias", y el Consejo de Estado revitalizado, con pocos miembros, y una reunión semanal para controlar la acción de gobierno, a la manera de un "crisol donde purificar cualquiera expediente en que hubiese intervenido el ministro y uno o más secretarios, y donde reverlo y hallarle el verdadero aspecto aún dudoso".
            En ese mismo año de 1781, el conde de Aranda abandonó la embajada de España en París y regresó a la Corte. La guerra sorda con Floridablanca se iría recrudeciendo progresivamente: en 1782, por ocupar Floridablanca la vacante dejada en Gracia y Justicia por el fallecimiento de Manuel de Roda, aragonés y amigo de Aranda; y  en 1787, al crearse la Junta de Estado. La campaña y las intrigas contra Floridablanca alcanzaron su culminación a lo largo de 1788. En octubre de ese mismo año, el primer ministro murciano presentó al rey un largo Memorial en el que pasaba revista a su labor política, y en el que solicitaba su dimisión: "líbreme Vuestra Majestad de la inquietud continua de los negocios, de pensar y proponer personas para empleos, dignidades, gracias y honores". La petición de dimisión no fue aceptada por Carlos III, lo que suponía una nueva derrota indirecta de Aranda dos meses antes del fallecimiento del rey.
                                                       LA POLITICA EXTERIOR
            La política exterior de Carlos III estuvo estrechamente vinculada a la alianza con Francia, refrendada por el III Pacto de Familia, firmado en 1761 y vigente a lo largo de todo el período como principal instrumento de la acción exterior española en el período.
            A diferencia de los Pactos de Familia establecidos en 1733 y 1743, el rival circunstancial de España no era Austria, sino Inglaterra, y su objetivo fue reducir el creciente poderío de Inglaterra, enemigo común de los intereses españoles y franceses. Por esa razón la alianza franco-española fue efectiva en dos conflictos bélicos, la Guerra de los Siete Años y la Guerra de Emancipación Norteamericana.
            En el período comprendido entre ambas, la diplomacia española dirigió sus preocupaciones a lograr una paz duradera en el Mediterráneo no cristiano, y a desarrollar contactos diplomáticos con el Este y Norte de Europa.
La Guerra de los Siete Años
            El enfrentamiento franco-británico iniciado en 1757 tenía para España un interés enorme, ya que al tener el conflicto una dimensión colonial sus resultados afectaban directamente a España, para quien el mantenimiento de su imperio era una cuestión de supervivencia. La potencia británica se basaba en el dominio marítimo, y sus objetivos no eran continentales, sino ultramarinos. Para contrarrestar la mayor potencialidad inglesa, la única posibilidad española era vincularse a Francia, otra potencia con intereses coloniales.
            Durante los dos primeros años de guerra, reinando todavía Fernando VI, la posición oficial de España fue de neutralidad, pese a que su impacto sobre el tráfico marítimo español era catastrófico, como lo evidencia que en 1762 hubiera disminuido el 85 % de los navíos que hacían el tráfico de la Carrera de Indias, y se hubiera perdido el 91 % del tonelaje transportado.
            Cuando Carlos III accedió al trono en 1759, la guerra en América había tomado un sesgo muy ventajoso para Inglaterra. Para entonces, las tropas británicas había tomado Quebec y habían roto toda posibilidad de conexión entre Canadá y Luisiana, lo que suponía en la práctica el control inglés de las vías de comunicación atlánticas. Para Francia era de vital importancia conseguir la alianza de España, y poder contar con el apoyo de su  capacidad naval. Para España resultaba una gran amenaza para sus colonias en el Caribe y América del Sur la hegemonía inglesa en el Norte. De la confluencia de ambos intereses surgieron los primeros pasos negociadores, llevados a cabo por Grimaldi, embajador entonces de España en París, y el duque de Choiseul, secretario de Estado de negocios extranjeros francés, y principal ministro de Luis XV.
            El resultado de las conversaciones llevadas a cabo entre enero y agosto de 1761, fue la firma del III Pacto de Familia, una alianza ofensivo-defensiva, de carácter permanente, por la que los dos monarcas de la casa de Borbón se garantizaban sus posesiones, comprometiéndose a ayudarse mutuamente, salvo en conflictos continentales, y se contemplaba un trato preferente a los súbditos, "que serán tratados en todo como los habitantes del país". En una cláusula secreta, España aceptaba entrar en la contienda el 1 de mayo de 1762, si para entonces no se había llegado a la paz entre franceses y británicos, pero la sospecha de éstos últimos de que España estaba llevando a cabo preparativos militares en los astilleros de Cádiz, Ferrol y Cartagena, y fortificando las más importantes plazas americanas, condujo a la declaración de guerra por parte de Inglaterra el 4 de enero de ese mismo año.
            Los planes españoles no se pudieron iniciar en el Caribe por la anticipación de la flota inglesa, que tomó La Habana en agosto. En septiembre, otra escuadra tomó Manila. Sólo se pudo atacar la frontera portuguesa en mayo, tras lanzar un ultimatum al rey portugués para que rompiera su tradicional alianza con Inglaterra y cerrara sus puertos a los buques ingleses. La campaña no tuvo el éxito esperado por la escasa preparación de las tropas, la falta de decisión de los mandos, y el tiempo lluvioso que dejó intransitables los caminos.
            Cuando se firmó la Paz en París en febrero de 1763, España tuvo que entregar Florida a Inglaterra y permitir a los ingleses la navegación por el Mississippi a cambio de La Habana y Manila. Como compensación a las pérdidas, y para mantener vigente la alianza, Carlos III recibió de Francia la Luisiana, una amplia región en estado salvaje.
            El Pacto de Familia se mantuvo vigente a lo largo del reinado de Carlos III, aunque peligró en 1770 por la actitud dubitativa y renuente de Francia a prestar apoyo a su aliada, cuando en aquel año las relaciones entre España e Inglaterra estuvieron al borde de la ruptura por el incidente de las Malvinas, unas islas desérticas en el Atlántico Sur bajo soberanía española que los ingleses ocuparon por su proximidad al cabo de Hornos y al estrecho de Magallanes. Pero la posibilidad de desquite a las derrotas de la Guerra de los Siete Años que se abrió en 1776 al declarar su independencia las Trece colonias británicas de América del Norte, volvió a activar plenamente el pacto hispano-francés.

La guerra de emancipación norteamericana
            Los conflictos graves que desde 1774 enfrentan a colonos norteamericanos con la administración británica, fueron seguidos con gran atención por Francia y España, para quien Inglaterra era considerada el enemigo común de la Casa de Borbón. Frente al deseo intervencionista del gobierno francés, la posición española era de mayor prudencia. Floridablanca, que pasó a dirigir la política exterior desde 1777, temía que el surgimiento de un estado americano cercano a las colonias españolas, contagiara a éstas de afanes independentistas, por lo que durante los años 1777-1779 únicamente concedió a los colonos rebeldes ayuda económica secreta. La victoria norteamericana de Saratoga en octubre de 1777, decidió a Francia a entrar en la guerra, pero Floridablanca consideró más oportuno esperar, en contra de la opinión de Aranda, al prever que el país no estaba todavía militarmente preparado, y que debía poner en estado de defensa el vasto imperio colonial español.
            El 12 de abril de 1779, las dos potencias borbónicas firmaban en secreto la Convención de Aranjuez, en la que España se comprometía a entrar en la guerra, una vez despejada la situación en el Mediterráneo por la firma de acuerdos con Marruecos y Turquía, y por la que Francia se comprometía a que Menorca, Gibraltar, Florida y Belice, en la costa hondureña, fueran devueltas a la soberanía española.
            La guerra para España tuvo dos ámbitos: el europeo y el americano. En Europa, las acciones comenzaron en 1779 con el bloqueo de la plaza de Gibraltar, que fracasó. En 1781 se preparó el desembarco y toma de Menorca, y en febrero de 1782 se conquistó la isla, iniciándose un nuevo bloqueo de Gibraltar que, pese a la utilización de baterías flotantes y otros artilugios bélicos, no pudo ser tomada por las tropas españolas.
            En América, el mayor interés estratégico estribaba en recuperar el dominio del Golfo de Méjico, perdido por la cesión de Florida a Inglaterra en 1763 quien, desde sus guarniciones de Mobile, Natchez y Pensacola, amenazaba el control español del tramo final del Mississippi. El gobernador de Luisiana, Bernardo Gálvez, fue el artífice de los éxitos españoles. En 1779 se apoderó de los fuertes ingleses situados en la orilla izquierda del Mississippi, y en 1781 logró conquistar Pensacola y las restantes guarniciones británicas en la Florida, distrayendo con sus operaciones tropas inglesas, y contribuyendo indirectamente a la gran victoria de los colonos en Yorktown, que significaba el fin militar de la guerra.
            En 1782, se formó en Inglaterra un nuevo gobierno dispuesto a negociar. En noviembre fue reconocida por la antigua metrópoli la independencia de los Estados Unidos, paso que Madrid todavía no había dado por las reticencias de Floridablanca a aceptar un régimen cuyas características no eran en absoluto de su agrado: republicano, basado en la libertad individual, la soberanía popular, y la división de poderes, y que reconocía derechos naturales al ciudadano.
            En las conversaciones de paz que concluyeron en 1783, los diplomáticos españoles tenían como prioridad asegurar la posesión de Menorca e intentar recuperar Gibraltar. El Tratado de Versalles de 1783, si bien aceptaba la posesión española de Menorca, Florida y Belice, mantuvo a Gibraltar en manos inglesas, cuyos negociadores habían mantenido una posición inflexible a las muchas ofertas que se les hicieron, como la opción de establecerse ingleses en Honduras y Campeche, o el canje del Peñón por la plaza de Orán.
El Mediterráneo y el norte de Europa
            Erradicar la piratería africana que realizaba incursiones en la costa levantina peninsular, y entorpecía el comercio de cabotaje, y establecer relaciones comerciales con zonas poco frecuentadas por los hombres de negocio españoles, fueron las razones que llevaron a Carlos III a diseñar una política que garantizara la estabilidad en el mar interior.
            El primer resultado fue el establecimiento de relaciones diplomáticas con Marruecos en 1766, negociadas por Jorge Juan como embajador español ante el rey alauita Sidi Mohamed, un monarca deseoso de modernizar su país abriéndolo al exterior.
            Con Floridablanca se iniciaron conversaciones con el Imperio Otomano, que quedaron selladas por un tratado firmado en 1782, en el que se recogían cláusulas comerciales, de representación consular y otras sobre cautivos y peregrinaciones a los Santos Lugares. También fue firmado un acuerdo con el bey de Trípoli en 1783 tendente a garantizar la libertad de comercio y la eliminación del corsarismo, y con el de Túnez en 1791. Más difícil fue llegar a un acuerdo similar con Argel, firmado en 1786, que disminuía el corso entre los dos paises y auspiciaba el abandono español de Orán y Mazalquivir, que se produciría en 1791, tras el terremoto de octubre de 1789 que arrasó totalmente sus defensas.
            Un frente diplomático secundario fue el que Floridablanca abrió con el centro y norte de Europa. Con Prusia se establecieron relaciones diplomáticas en 1780, esperando que los prusianos sirvieran de freno al poder austriaco en la Europa central. Los intereses diplomáticos que llevaron a España a establecer relaciones con Rusia fueron más complejos[6]. Los primeros contactos tuvieron lugar en 1762, cuando el marqués de Almodovar fue enviado a San Petesburgo, pero se formalizaron en 1781. Se buscaban ventajas comerciales, pero también incidió la preocupación de la presencia rusa en Alaska, y una posible expansión por la costa del Pacífico hacia la California española.


[1]          STIFFONI, Giovanni: “Una aportación toscano-veneciana en la forja del mito del monarca ilustrado: la Storia del Regno di Carlo III di Borbone, de Francesco Becattini y su versión castellana”, en Boletín de la Academia de la Historia CLXXXV-III (1988), pp. 587-624 (S-1).

[2]          PEREZ SAMPER, María de los Ángeles: “Yo el Rey. Poder y sociedad entre dos reinados”, en en Boletín de la Academia de la Historia CLXXXV-III (1988), pp. 501-586


[3]           Francisco TOMAS Y VALIENTE: “Tratado de la regalía de la Amortización”, en José Antonio FERRER BENIMELI (coord.): Relaciones Iglesia-Estado en Campomanes, Madridf, Fundación Universitaria Española, 2002, pp. 79-109.
[4]           Inmaculada SERRA PONS: “Pérez Bayer educador de Príncipes y reformador de Colegios Mayores”, en Educación e Ilustración en España. III Coloquio de Historia de la Educación, Barcelona, Universidad de Barcelona, 1988, pp. 186-191.
[5]          VILLALBA PEREZ, Enrique: “O’Reilly y la expedición de Argel (1775). Sátiras para un fracaso”, en Agustín Guimerá y Victor Peralta (coords.) El equilibrio de los Imperios: de Utrech a Trafalgar, Madrid 2005, pp. 565-586

[6]          VILLA GARCIA, Roberto: “El Conde de Floridablanca y las relaciones hispanorrusas a finales del XVIII”, en Agustín Guimerá y Victor Peralta (coords.) El equilibrio de los Imperios: de Utrech a Trafalgar, Madrid 2005, pp. 225-231