dilluns, 20 de setembre del 2010

URBANISMO Y PRECUPACIONES HIGIENISTAS EN LA ESPAÑA DE FINES DEL SIGLO XVIII


La Real Instrucción de 26 de abril de 1784[1] enumeraba, entre las muchas y variadas competencias de los corregidores y alcaldes mayores, unas de clara significación urbanística e higienista. Se hacía referencia explícita a la limpieza, ornato, empedrado y ensanche de calles, la reconstrucción de edificios ruinosos, y la creación de paseos públicos arbolados que sirvieran para "recreo y esparcimiento de las gentes", además de procurar erigir, cuando fuera necesario, edificios públicos, cuyo proyecto debía ser visado previamente por la Real Academia de San Fernando[2].
            Esta preocupación por la fisonomía de los núcleos urbanos se complementaba con la voluntad de mejorar la calidad de vida de sus vecinos prestando atención al suministro de agua o alumbrado, y creando redes de alcantarillado y lo que se denominan "centros cívicos", como plazas y paseos.
             El fomento de la higiene entre la población mediante una serie de normas sanitarias que garantizaran la salubridad, era cuestión considerada prioritaria en la labor de corregidores y alcaldes mayores respondiendo, por una parte, a una tradición antigua y, también, a las preocupaciones higienistas de la segunda mitad del Setecientos[3]. Ya Castillo de Bovadilla en su Política de Corregidores había considerado imprescindible exigir de todos los moradores, sin excepción estamental alguna, la limpieza de los portales de sus viviendas, y en 1781 fue traducida al castellano por el matemático catalán Benito Bails el libro del médico portugués, afincado en Francia, Antonio Ribeiro Sanches, Tratado de la conservación de la salud de los pueblos, cuya pretensión era concienciar a las autoridades sobre la utilidad de la higiene y de las medidas preventivas, ya que sin su decidida intervención en asuntos de salubridad no sería posible lograr el deseable incremento demográfico[4].
            En los informes, o "relación jurada",  que los corregidores y alcaldes mayores debían redactar al finalizar su sexenio, según el artículo sexto del decreto de 29 de marzo de 1783, y en los que debían resumir su gestión y apuntar aquellas "que fueren necesarias o convenientes, según su mayor necesidad o utilidad" para conocimiento de su sustituto, hay una mención frecuente al problema que supone el empedrado de calles y plazas, considerado uno de los puntos prioritarios para el saneamiento de las poblaciones, y a su limpieza. En multitud de ocasiones, los informes proponen "la limpieza de la ciudad a beneficio de la salud pública y de su buen aspecto"[5], en consonancia con la preocupación de reprimir el lanzamiento de aguas a la calle[6], no permitir en la población actividades que ocasionaran malos olores o putrefacción, como tenerías, lavado de lanas o maceración de fibras textiles[7], y desterrar corrales a la periferia.
            El corregidor de Palencia, Pedro Agustín de Mendieta, por ejemplo, recomendaba el empleo de, a lo menos, dos hombres, para la limpieza de las calles y sacar las inmundicias al campo, ya que afirmaba que los únicos basureros que poseía la ciudad eran las esquinas de calles poco transitadas y donde era "necesario esperar que los hortelanos acudan a recogerlas para abono de sus hortalizas"[8]. La referencia del aprovechamiento como abono de los desperdicios y basuras de la ciudad por labradores próximos, se encuentra también en Valencia, donde los huertanos recogían la basura urbana para sus campos, tal y como lo describió Jean François Bourgoing en 1789, para quien "si las calles [de Valencia] no están pavimentadas es porque sus detritus, mezclados con las inmundicias que las cubren solamente por unos instantes, se transportan fuera de sus muros para fertilizar sus campos adyacentes"[9].
            Los conocimientos científicos del momento atribuían a la movilidad del aire y las aguas unas cualidades particularmente benéficas. Es por ello que las calles debían ser anchas, rectas y bien empedradas para evitar en lo posible las permanentes exhalaciones de la tierra y facilitar el correr de las aguas y su limpieza. Se debían evitar, pues, a toda costa las aguas estancadas por suponer focos infecciosos, y debía procurarse la reconversión de aquellos lugares destinados a albergar un gran número de personas, como iglesias, hospitales, hospicios, cuarteles y cárceles que por defectos de construcción o por razones de seguridad, contaban con escasos vanos y una muy defectuosa ventilación.
            Por regla general, los informes corregimentales que efectuan referencias a la salud del vecindario parten de una crítica al entorno próximo al casco urbano, frecuentemente "tierras de naturaleza cenagosa, acharcadas y húmedas"[10], pero también hay frecuentes referencias a las malas condiciones de habitabilidad de edificios públicos, poco espaciosos, mal ventilados y junto a calles mal empedradas que solían ser almacén de los residuos de las casas circundantes.
            Las primeras, que podemos calificar de áreas insalubres naturales, tenían un remedio extraordinariamente costoso, y casi siempre inalcanzable para las disponibilidades económicas del corregimiento, pues la desecación por medio de un avenamiento general mediante cavas y minas era la única fórmula eficaz[11]. El coste final dependía no sólo de la superficie a desecar, sino de otros factores muy variados, como su accesibilidad, la dureza del subsuelo, su permeabilidad, que podían incrementar muy sustancialmente el tiempo y el dinero a invertir en las obras de rehabilitación.
            Por lo que se refiere a las áreas intraurbanas insalubres los informes destacaban el deterioro del callejero, sólo parcialmente empedrado en el mejor de los casos, los depósitos de aguas muertas, los barrizales, y las basuras acumuladas. Pero también se insistía en las pésimas condiciones de vida en el interior de los lugares públicos, muy en particular los hospitales. El hospital era un generador de enfermedades, una "fétida máquina de infectar"[12]. Para el alcalde mayor de Xátiva-San Felipe, el abogado valenciano Antonio Alcaide[13], su hospital de pobres enfermos, "aunque es edificio muy capaz", padecía el problema de su ubicación, en el centro de la ciudad, lo que representaba un gravísimo riesgo de contagio para la población por los malos olores que propagaba, sobre todo en época estival: "...en los días de calor se observa en todo su recinto y vecindario el fastidioso olor que causan los enfermos, siendo aún más pernicioso el hedor que sale de los sepulcros"[14]. Según el alcalde mayor la única solución era trasladar el hospital extramuros de la ciudad, preferentemente en una zona ajena al flujo de vientos dominante.
            Similar es el caso de Marbella, cuyo corregidor Fernando Zeniso solicitaba "a la autoridad soberana" el pronto reacondicionamiento del hospital de Bazán, el único en el territorio del corregimiento, porque "los enfermos no tiene allí la debida curación y sus dotaciones y rentas están en el último estado de infelicidad, arruinado en sus fábricas materiales, perdidas sus rentas y los pobres enfermos despojados de su patrimonio"[15].
            Dados los limitados recursos con que contaban los corregidores, la mayor parte de sus actuaciones se centraron en intentar mejorar el urbanismo de las poblaciones. Con el fin de eliminar los residuos urbanos son varios los corregidores que insistieron en la necesidad de construir alcantarillas, pero las realizaciones fueron escasas. El corregidor de Logroño afirmaba en 1798 que "se ha resuelto ahora fabricar alcantarillas madres para recibir las aguas inmundas de todas aquellas casas, dándoles un curso hasta caer en el río Ebro, con cuya providencia se asegurará la limpieza y quitará la asquerosidad que causa tener a la vista lo más sucio que viene de todas las casas en daño de la salud pública"[16], y en términos muy similares se expresaba el corregidor de Ciudad Real, quien decía haber construido una mina para desagüar la ciudad en dirección al Guadiana. Pero lo habitual es encontrar proyectos bien intencionados para la instalación de letrinas en las casas, como el corregidor de Salamanca, el oriolano D. Pascual Ruiz de Villafranca[17], quien en 1783 pretendía que en cada casa hubiera una poza para las inmundicias, ya que "no habiéndose establecido cloacas, vertederos o basureros, y que las aguas de inmundicias caen y vierten en las calles, echan a perder los empedrados y no pueden tener la duración correspondiente"[18], a la manera del Traité de la Police del comisario Nicolás Delamare, quien ya en 1713 incluía en su texto varios decretos para obligar a los vecinos de París a hacer letrinas, prohibiéndoles echar por las ventanas inmundicias y aguas fecales. Basándose en Delamare, Antonio de Ulloa, que fue comisionado a Francia, propuso la construcción en las casas de Madrid de pozos sépticos para aguas mayores y desperdicios domésticos, lo que probablemente conocía el corregidor salmantino[19], y que en líneas generales pretendía continuar lo proyectado por Teodoro Ardemans y José Alonso de Arce, primeros en plantearse un plan de saneamiento para Madrid en el reinado de Felipe V[20].
            El suministro de agua suponía fomentar la construcción de nuevas cañerías que sustituyeran a las antiguas, muchas de ellas descubiertas con el consiguiente riesgo de contaminación al entrar en contacto con "putrefacciones de estiércoles, orines y revolcaderos de animales", como señalaba el alcalde mayor de Marbella. El mantenimiento de las cañerías en buen estado era fundamental, por lo que además de cuidar de su limpieza las conducciones comenzaron a ser de barro cocido o, incluso, de plomo. En relación con el suministro de aguas, es habitual que los corregidores mencionaran la construcción de nuevas fuentes públicas, algunas con el propósito complementario de embellecer el espacio urbano, como la de Olmedo, en cuya reconstrucción el corregidor destacaba "su frontispicio bastante elevado con columnas labradas, sus varas, remates y cabezas de león", y que expedía el agua por "dos cañones de bronce"[21].
            En su deseo de embellecer las ciudades, los corregidores hacían mención frecuente a su propósito de lograr la armonía arquitectónica del conjunto. Pedro Agustín de Mendieta, corregidor de Palencia, deseaba dar solución a lo que consideraba Plaza Mayor deforme, "sin correspondencia mutua entre los cuatro lienzos o manzanas de que se compone", mediante la construcciòn de un lienzo entero de casas "para igualar la plaza en lo posible"[22], y el abogado antequerano Miguel Fernández de Zafra[23] se propuso, durante su sexenio como corregidor de Alcira, construir un porche en la plaza de la villa decorado con "un lienzo de Nuestra Sra. de la Soledad y otro del Arcángel San Miguel" para que pudiera celebrarse mercado en los días lluviosos[24].
            Son frecuentes las recomendaciones de los corregidores para reparar casas, blanquearlas, o construir otras de nueva planta que posibilitaran  -- como en el caso de Olmedo -- "sacar de las cuevas subterráneas a muchos vecinos que moran en ellas"[25].
            Pero un elemento esencial del ornato urbano lo constituyen los paseos y alamedas, si bien su conservación era en ocasiones tan problemática como su construcción, pues era necesario contratar guardas que evitasen que los árboles fueran arrancados, al menos durante un período de dos o tres años "hasta que la gente se acostumbre" y poder lograr así la "igualdad, orden y delineación" que lo árboles requieren "para la frondosidad, vista y recreo de las gentes"[26].
            Tanto el los paseos como en las plazas y calles principales se fomentó la instalación de alumbrado para evitar posibles delitos cometidos al amparo de la oscuridad, y que en el caso de Logroño quiso realizarse "con faroles de cristales como los de Madrid"[27], cuyo sistema de alumbrado había sido inagurado el 15 de octubre de 1765[28], y servía de modelo a seguir, como en tantas otras cosas, el procesos de urbanización impulsados por la Monarquía[29]. En mayo de 1803 el ayuntamiento de Olot, en el corregimiento de Vich, solicitó alumbrar la población en los meses invernales con faroles distribuidos por las calles y plazas a ejemplo de Barcelona. Se justificaba la petición en el carácter fabril de la villa, ya que "en que el citado pueblo abunda en fábricas y casas de comercio de diversas labores en donde se reunen, aunque en piezas separadas, una multitud de muchachos y muchachas para sus respectivos trabajos, que a las horas señaladas salen a sus casas para comer y dormir, que con este motivo y especialmente en invierno por las noches, con la obscuridad de ellas, mayormente en tiempo de lluvia, que son muy frecuentes en aquel País, les resulta a unos y a otros la incomodidad que se deja conocer"[30], y para financiar la inversión inicial y gastos de mantenimiento, calculado en 14.000 rls. anuales, se solicitó imponer un arbitrio de 3 dineros por cada libra de carne que se vendiera en las carnicerías públicas, que fue finalmente aprobado por el Consejo de Castilla. En algunos lugares, como en Cuenca, miembros del Cabildo eclesiástico se negaron a apoyar la implantación del alumbrado por el corregidor, al igual que sucedió en Vich y Manresa[31]
            Como parte integrante del entorno urbanístico, el corregidor debía ocuparse de la reparación o ampliación de todo tipo de edificios públicos, así como de construir otros nuevos. Es habitual encontrar referencias a la construcción de escuelas públicas que, en muchas ocasiones, venían a sustituir la enseñanza impartida en casas particulares, o a la habilitación de una parte de un edificio, por lo general las Casas Consistoriales, para tal finalidad[32]. Del mismo modo, el corregidor se encargaba en muchas ocasiones de reparar la fachada o el interior de las iglesias, construir hospicios para el recogimiento de mendigos o mejorar las condiciones de seguridad y habitabilidad de las cárceles, en condiciones lamentables la mayoría de las veces[33]. Un corregidor sensible como Victoriano Villaba, hijo y hermano de magistrados de la Audiencia aragonesa, traductor de Genovesi y socio la Económica de Amigos del País de Zaragoza, escribía a propósito de los encarlados en lugares inmundos: "me estremezco, me horrorizo, y se me erizan los cabellos al considerar la triste situación de tan miserables criaturas"[34], o eel no menos bienintencionado Juan Eloy de Yorba, para quien una cárcel debía ser "templo consagrado a la diosa de la piedad"[35].
            La construcción de cementerios en las afueras de los núcleos urbanos fue un punto central y controvertido en la política higienista de finales del Setecientos. El 3 de abril de 1787 Carlos III hizo pública una Real Cédula[36] que prohibía el enterramiento en las iglesias y ordenaba la construcción de cementerios fuera de las poblaciones y en lugares ventilados, a costa de la fábrica de las Iglesias o, si no era suficiente, con fondos públicos y utilizando terrenos concejiles[37]. Las connotaciones religiosas que implicaba la medida eran de fuerte calado, pues se trataba de un cambio profundo en las actitudes ante la muerte. Es por ello que las realizaciones prácticas fueran escasas y casi siempre conflictivas. En 1808, esta cuestión provocó un serio conflicto entre el corregidor de Morella, el coronel Ramón Betés, y el párroco de la villa que pretendía proseguir con las inhumaciones en la iglesia parroquial[38], al igual que muchas comunidades religiosas que deseaban continuar con el enterramiento en los conventos, como los Jerónimos de Córdoba, que siguieron inhumando cadáveres bajo el altar mayor de su iglesia, pese a las órdenes en contrario del corregidor Agustín Guajardo, o las Clarisas de San Juan de la Penintencia de Orihuela que deseaban que sus restos permanecieran en clausura[39].  En los informes corregimentales no es rara la referencia al rechazo generalizado a variar ancestrales costumbres funerarias y ser enterrados en cementerios ubicados en descampado, donde se creía que el valor de los sufragios por las almas de los difuntos sería muy inferior en eficacia a los que recibían los inhumados infra ecclesiam. En febrero de 1803 las autoridades de Tortosa manifestaban que no se había construido un camposanto en la ciudad "por el grande horror que habían mostrado en todos tiempos los vecinos de aquella ciudad de enterrarse en cementerios", lo que motivaba que la catedral tuviera un hedor insoportable, pese a la utilización masiva de cal viva en las fosas, vinagre, incienso, perfumes, y toda clase de sahumerios. Se afirmaba que "está tan infectada de vapores corrompidos y exhalaciones pútridas que muchas veces tenían que salirse los residentes del coro y de los oficios divinos". La única posibilidad que se atisbaba era construir un cementerio provisional lo más próximo a la ciudad: "que estos vecinos, acostumbrados de muchos siglos a enterrar a los difuntos en las Iglesias, con mucho trabajo y persuasión apenas podrían desprenderse del horror haciéndose un Campo Santo adornado e inmediato a la ciudad"[40].
            Ante los escasos avances en la construcción de cementerios, el Consejo de Castilla hizo públicas el 28 de junio de 1804 unas "Reglas ordenadas por el Consejo para que se verifique la construcción de cementerios", en las que atribuía a los corregidores un papel determinante. Ya en la regla 1ª se indicaba que "los corregidores, de acuerdo con los obispos, promoverán la construcción de cementerios, dando prioridad a las capitales, pueblos donde hubiera habido epidemia o que estén más expuestos a ellas, y parroquias en que se reconozca que es urgente por el alto número de parroquianos y corto recinto de la iglesia"[41], que venía a reiterar el punto II de la Real Cédula de 3 de abril de 1787, donde se ordenaba que los corregidores debían actuar en sintonía con los prelados para ejecutar la Cédula Real: "comenzando por los lugares en que haya o hubiere habido epidemias, o estuvieren más expuestos a ellas, siguiendo por los más populosos, y por las parroquias de mayores feligresías en que sean más frecuentes los entierros, y continuando después por los demás". El corregidor de Palma de Mallorca, de acuerdo con el obispo, había finalizado en 1806 el expediente de 40 cementerios a construir en la Isla, con un coste de 877.025 rls. y bajo la dirección del arquitecto Francisco Cocchion, tras evaluar las poblaciones que, por sus características de exposición a enfermedades epidémicas, necesitaban de camposanto[42], entre ellas la capital. 
            La reiterada referencia a la epidemia como factor más importante que justificase la prohibición de inhumar en los templos responde al convencimiento, ya muy arraigado a fines del Setecientos, de que los brotes epidémicos se debían a una deficiente higiene pública. En los informes de los corregidores se ponía de manifiesto una y otra vez esta relación. Era el paludismo, bajo la denominación de fiebres tercianas, la enfermedad que con mayor frecuencia aparece en los informes y siempre asociada a carencias higiénicas y a las aguas estancadas. No era, pues, fácil su erradicación pues se precisaban obras de ingeniería de gran fuste, y el único remedio paliativo era recurrir a la quina o al agua de nieve, a la que se le otorgaban facultades curativas y potabilizadoras, especialmente si se mezclaba con aguas no aptas para el consumo[43]. El Alcalde Mayor de Tomelloso recurrió en 1784 a levantar un pozo de nieve en las inmediaciones de la población con consejo del médico titular de la villa para combatir "las ardientes fiebres que experimentan en el estío", y el de Alicante, Luis Gorrón de Contreras, afirmaba que el mal gusto de las aguas semipotables de las fuentes públicas de la ciudad, "sólo lo pierden con la nieve"[44].
            De los informes de los responsables de la administración territorial española a fines del Setecientos se puede concluir que las preocupaciones y actuaciones urbanísticas e higienistas se dirigieron a mantener el callejero en buenas condiciones y lograr que las aguas discurriesen fluidamente, como lo indicaba en 1784 el alcalde mayor de Tárrega, el gerundense Mariano Berga y Felip[45], cuando decía necesitar albañares para el desagüe de las aguas inmundas que se echaban a la calle porque las casas no tenían pozos ni patios interiores, con lo que estaban sucias y "llenas de fetor", lo que dañaba la salud del vecindario; o el corregidor de Ciudad Real, quejoso de que sus dificultades para mantener limpio el cauce del Guadiana por su "crecidísimo gasto" produjese el estancamiento de aguas y desencadenara con frecuencia procesos epidémicos[46].
            El peligro invisible atribuido a los malos olores y a los miamas en general era, a fines del Setecientos, una preocupación generalizada entre los responsables de la gobernabilidad territorial, deseosos de emular lo que Ponz denominó, en exaltación de Carlos III en su hercúlea labor de erradicar de Madrid la suciedad urbana, "purgar los establos de Augias"[47]. Las reflexiones de aquellos hombres a las posibles o hipotéticas respuestas que cabía dar a las necesidades de policía urbana, son un muestrario del pragmatismo del momento que trascendía a los objetivos puramente urbanísticos e higienistas para simbolizar unos anhelos reformistas y modernizadores que chocaban con la mentalidad tradicional, todavía sólidamente afirmada, y que bebían, en muchos casos, en las aguas del pensamiento ilustrado. Para el abogado catalán Ramón García, aspirante a ingresar en 1786 en la carrera de varas, "entre las felicidades temporales ninguna es de mayor estimación que la salud, como que sin ella las demás son de poco o ningún aprecio. Todos estamos obligados por Derecho Natural y Divino a conservar este bien, procurando remover e impedir los accidentes y contratiempos que pueden destruirlo o alterarlo. Es un objeto que merece la atención del Estado, de la Religión, y de cada particular..."[48].


    [1] A.G.S. Gracia y Justicia Leg. 826, Instrucción de lo que deben observar los Corregidores y Alcaldes Mayores del Reino, 26 de abril de 1784.
    [2] En el caso valenciano, el seguimiento del proyecto correspondería a la Real Academia de San Carlos. Por Rl. Orden de 23 de julio de 1789 se insistía en que "por lo que interesa al ornato público, el buen gusto y fomento de las Artes, no se podrá mirar con indiferencia la menor trasgresión en este punto, y se tomará la debida providencia contra los contraventores". Cfr. Nov. Recop. Lib. VII, Tit. XXXIV, Leyes III a VII.
    [3] Véase a nivel muy general el libro de Alain CORBIN: El perfume o el miasma. El olfato y lo imaginario social. Siglos XVIII y XIX, México 1987, y como ejemplos de trabajos sobre España, los de Antonio T. REGUERA RODRIGUEZ: Territorio ordenado, territorio dominado. Espacios, políticas y conflictos en la España de la Ilustración, León 1993, en especial la parte segunda titulada "Infraestructura hidráulica, promoción inmobiliaria e higiene pública", y el artículo de María del Carmen IRLES VICENTE: "Higiene y salud públia en la Cataluña de finales del Setecientos", en Los vivos y los muertos, Revista de Historia Moderna 17 (1998-99), pp. 147-165.
    [4] Sobre el libro de Ribeiro Sanches, vid. Enrique GIMENEZ LOPEZ: "La exhalación de la muerte. La aportación del matemático Benito Bails a la polémica sobre los cementerios en el siglo XVIII", en Los vivos y los muertos, Revista de Historia Moderna 17 (1998-99), pp. 113-146. Un estudio completo sobre Ribeiro, en David WILLEMSE: António Nunes Ribeiro Sanches - élève de Boerhaave - et son importance pour la Russie, Leiden 1966.
    [5] A.G.S. Gracia y Juticia Leg. 824 Relación jurada del Alcalde maor de Tarifa D. Arcadio Fernández Tello Tarifa, 27 de enero de 1799.
    [6] Madrid, por su condición de capital, fue pionera en conocer este tipo de preocupaciones higienistas. Vid. Antonio DOMINGUEZ ORTIZ: "Una visión crítica del Madrid del siglo XVIII", en Hechos y figuras del siglo XVIII español, Madrid 1980, pp. 89-119, y Matilde VERDÚ RUIZ: "Limpieza y empedrado en el Madrid anterior a Carlos III", en Anales del Instituto de Estudios Madrileños, XXIV (1987), pp. 417-443.
    [7] Para el botánico Cavanilles, de las balsas donde se macera el lino en la población castellonense de Ludiente "nacen las epidemias que perjudican al vecindario, sin lograr el aumento que debía tener a proporción de sus frutos", en A.J. CAVANILLES: Observaciones sobre la Historia Natural, Geografía, Agricultura, Población y Frutos del Reyno de Valencia, Valencia 1795-97, Edición de J.M. Casas Torres, Zaragoza 1958, vol. I, p. 135.
    [8] A.G.S. Gracia y Juticia Leg. 824 Relación jurada del corregidor de Palencia D. Pedro Agustín de Mendieta, Palencia 25 de octubre de 1783.
    [9] Citado por F. BRAUDEL: El mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, México 1976, p. 108. También hace referencia a la utilización de este "contrato estercolar" José Miguel PALOP: Hambre y lucha antifeudal. Las crisis de subsistencia en Valencia (siglo XVIII), Madrid 1977, p. 18.
    [10] A.G.S. Secretaria y Superintendencia de Hacienda, Leg. 18.015 Informe del alcalde mayor de Sueca, S. Atanasio Roa Villaseñor Sueca, 16 de mayo de 1794.
    [11] Como ejemplo, la desecación de la laguna del Almarjal, en Cartagena por el ingeniero Mateo Wodopich  partir de 1786 y con un costo de 2.327.000 rls., en J.F. SÁNCHEZ CANILLAS, J.M. GARCÍA DE HARO y M. MARTÍNEZ MARTÍNEZ: "Despotismo Ilustrado y obras públicas: proyectos de desecación de la laguna del Almarjal, en Cartagena, durante la segunda mitad del siglo XVIII", en Cuadernos del Estero, 11-12 (1996-1997), pp. 39-48.
    [12] Alain CORBIN: Op. cit. pp. 62-64.
    [13] Nacido en Valecia hacia 1730, Alcaide se había iniciado en la carrera de varas en 1762 como alcalde mayor de Berga, pasando por las alcaldías de Calatayud y Teruel antes de recalar en la de San Felipe. Su carrera porseguiría en 1783 como alcalde mayor de Mataró y como corregidor de La Coruña desde 1791. El obispo de Barcelona, en un informe reservado, lo consideraba "celoso y activo en materias públicas", en A.G.S. Gracia y Justicia, leg. 822, Gabino, Obispo de Barcelona, a Floridablanca, Barcelona 17 de marzo de 1787.
    [14] A.G.S. Gracia y Justicia Leg. 825 Relación jurada del Alcalde Mayor de San Felipe D. Antonio Alcaide San Felipe, 15 de diciembre de 1783.
    [15] A.G.S. Gracia y Justicia Leg. 824 Relación jurada del corregidor de Marbella D. Fernando Zeniso y Hoyos Marbella, 27 de octubre de 1783.
    [16] A.H.N. Consejos Leg. 18.251 Informe del corregidor de Logroño D. José Antonio de Riera y Roger, Logroño, 27 de julio de 1798.
    [17] La fidelidad de su padre y abuelo a Felipe V durante la contienda sucesoria le permitieron iniciarse en la carrera de varas como corregidor de Hellín en 1776. Tras su paso por Salamanca fue corregidor de Ronda y Córdoba, en A.H.N. Consejos leg. 17.985 y A.G.S. Gracia y Justicia leg. 164.
    [18] A.G.S. Gracia y Justicia Leg. 824 Relación jurada del corregidor de Salamanca D. Pascual Ruiz de Villafranca y Cárdenas Salamanca, 30 de octubre de 1783.
    [19] Sobre Delamare, vid. Roger-Henri GUERRAND: Las letrinas. Historia de la higiene urbana, Valencia 1991, p. 67. Sobre el proyecto de Ulloa, vid. María Gloria SANZ SANJOSÉ y José P. MERINO NAVARRO: "Saneamiento y limpieza en Madrid. Siglo XVIII", en Anales del Instituto de Estudios Madrileños, XII (1976), pp. 121 y ss.
    [20] Beatriz BLASCO ESQUIVIAS: ¡Agua va! La higiene urbana en Madrid (1561-1761), Madrid 1998, pp. 143-188.
    [21] A.G.S. Gracia y Justicia Leg. 825 Informe del corregidor de Olmedo D. Gabriel Amando Olmedo, 18 de cotubre de 1783.
    [22] A.G.S. Gracia y Justicia Leg. 824 Relación jurada del corregidor de Palencia...
    [23] Afincado en Sevilla desde 1755 como abogado, ingresó en la carrera de varas en 1761 como alcalde mayor de Mataró. Posteriormente lo fue de Gerona, Trujillo, siendo designado corregidor de Linares en 1770 y de Avila en 1774. Ocupó el corregimiento de Alcira entre 1779 y 1783, en que pasó a Barbastro, donde falleció en 1786.
    [24] A.G.S. Gracia y Justicia Leg. 825 Relación jurada del corregidor de Alcira Alcira, 2 de diciembre de 1783.
    [25] A.G.S. Gracia y Justicia Leg. 825 Corregidor de Olmedo...
    [26] A.G.S. Gracia y Justicia Leg.  825 Relación jurada del alcalde mayor de Torrejimeno.
    [27] A.H.N. Consejos Leg. 18.251 Informe del corregidor de Logroño...
    [28] Antonio LOPEZ GOMEZ: "Madrid en la época de Carlos III. Reformas urbanas y construcciones nuevas", en Boletín de la Real Academia de la Historia, CLXXXV (1988), pp. 448-485.
    [29] Sobre una "jerarquía peninsular de lugares centrales", vid. David R. RINGROSE: "Historia urbana y urbanización en la España Moderna", en Hispania 199 (1998), pp. 489-512.
    [30] A.H.N. Consejos Libro 1.974, ff. 25-27v.
    [31] Carmen FERNANDEZ HIDALGO y Mariano GARCÍA RUIPÉREZ: "Las luces en el 'Siglo de las Luces'. El alumbrado público en España a finales del Antiguo Régimen", en Hispania 166 (1987), pp. 583-627.
    [32] A.H.N. Consejos leg. 18.238 Informe del corregidor de San Felipe..., 31 de marzo de 1800, y A.G.S. Gracia y Justicia leg. 824 Informe del corregidor de las Merindades de Castilla D. Santiago de Sino Anda, Villarcayo 17 de noviembre de 1783.
    [33] El corregidor de Cillero describe la cárcel de la localidad como "un mal cuarto con ventana abierta y sin reja", del que "raro es el preso que deja de fugarse", en A.G.S. Gracia y Justicia leg. 825 Informe de D. Antonio de Yanguas y Segovia, Alcalde Mayor de Cilleros, 27 de febrero de 1784.
    [34] Victoriano VILLABA: Discurso sobre los abusos de encarcelar con poco motivo y leves indicios, y sobre el horror y la hediondez de las prisiones, en A.H.N. Consejos leg. 17.997.
    [35] Juan Eloy de YORBA: Disertación sobre cárceles y cuidado que deben tener los corregidores de que las hay cual convenga con las prisiones necesarias, en A.H.N. Consejos leg. 17.997.
    [36] Novísima Recopilación, Ley I, Título III: "Restablecimiento de la Disciplina de la Iglesia en el uso y construcción de cementerios, según el Ritual Romano".
    [37] Juan CALATRAVA: Arquitectura y cultura en el siglo de las Luces, Granada 1999, pp. 135-156. Vid. también Enrique GIMÉNEZ: "La exhalación de la muerte. La aportación del matemático Benito Bails a la polémica sobre los cementerios en el siglo XVIII", en Revista de Historia Moderna 17 (1998-1999), pp. 113-146, y José L. GALÁN CABILLA: "Madrid y los cementerios en el siglo XVIII", en EQUIPO MADRID: Carlos III, Madrid y la Ilustración, Madrid 1988, pp. 255-295.
    [38] A.H.N. Consejos Libro 1.978, ff. 34v-39.
    [39] A.H.N. Consejos lib. 1.977, ff. 182-190.
    [40] A.H.N. Consejos Libro 1.973, ff. 80v-83v.
    [41] A.H.N. Consejos leg. 1031 Reglas ordenadas por el Consejo para que se verifique la construcción de cementerios Madrid, 28 de junio de 1804.
    [42] A.H.N. Consejos lib. 1.976, ff. 179v-185.
    [43] José MALLOL FERRANDIZ: Alicante y el comercio de la nieve, Alicante 1990, y Jorge CRUZ OROZCO-Josep Mª SEGURA: El comercio de la nieve: la red de pozos de nieve en las tierras valencianas, Valencia 1996.
    [44] A.G.S. Gracia y Justicia leg. 825 Informe del Alcalde Mayor de Tomelloso D. Antonio Reyllo Velarde, 10 de febrero de 1784, y Ibidem, leg. 825 Informe del Alcalde Mayor de Alicante D. Luis Gorrón de Contreras, 7 de agosto de 1787.
    [45] Nacido en Gerona hacia 1739, Berga y Felip se había doctorado en Leyes en Cervera, ingresando en 1768 como Alcalde Mayor de Besalú. Tras su paso por Tárrega fue a la Alcaldía Mayor de su ciudad natal, donde su gestión no fue fácil, y fue acusado por el barón de la Linde de conducta irregular e interesada, "porque tiene abundante familia y quiere seguir el tono de las modas que reinan en el día", en A.G.S. Gracia y Justicia leg. 822 Barón de la Linde a Floriblanca Barcelona 20 de marzo de 1987. En 1798 se encontraba desempeñando al alcaldía mayor de Lérida, adonde había llegado en 1792, en Gaceta de Madrid, p. 278.
    [46] A.G.S. Gracia y Justicia leg. 824 Informe del Alcalde Mayor de Tárrega Mariano Berga y Felip, 2 de junio de 1784, e Informe del corregidor de Ciudad Real, 30 de noviembre de 1803.
    [47] Antonio PONZ: Viage de España, vol VI, Madrid 1988, p. 203.
    [48] Ramón GARCÍA: Disertación político-legal sobre la limpieza de los pueblos y comodidad que se debe procurar a sus habitantes, en A.H.N. Consejos leg. 17.997.

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